Uno rompe el blanco del papel al escribir. En este blog encontrarás los artículos publicados en el diario Jaén y otras publicaciones mías o noticias de ellas.
domingo, 9 de diciembre de 2018
El doble como sombra
Artículo publicado en el número de diciembre de 2018 de Cuadernos Hispanoamericanos:
martes, 20 de noviembre de 2018
Pseudociencias
Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 19 de noviembre de 2018
PSEUDOCIENCIAS
Algunos
rasgos propios de nuestra época (la velocidad con que cambia el mundo que nos
rodea, la interdependencia de los países, las posibilidades que la tecnología
abre) hacen de nuestro tiempo un tiempo complejo. El pensamiento que busque
orientarse en él deberá hacerse cargo de esa complejidad. Lo contrario de lo
complejo no es lo sencillo, sino lo simple. Simplicidad es creer que las cosas
no tienen mezcla, que son puras, o que los valores nunca entran en conflicto y,
si se elige uno, no se tiene que sacrificar al menos algo de otro. Sin embargo,
esa rapidez que hace de este mundo un mundo más complejo, es la que hace del pensamiento
algo más simple. Los mensajes de la política prescinden de los matices y son
trazados con la brocha gorda con que se pintan los eslóganes, la música se
reduce a una percusión primitiva o en el idioma agoniza una miríada de palabras
por falta de uso.
Ese
contraste entre complejidad y simpleza lo vemos como en un espejo al asomarnos
a internet y las redes sociales. Asombra que una tecnología tan sofisticada
como la nuestra soporte tal cantidad de contenidos estultos. Tal cosa recuerda
los análisis de Ortega en La rebelión de
las masas hace ya casi un siglo. Entre esos contenidos necios están las
supercherías y los timos, que siempre han existido pero que creeríamos
erradicados para siempre en un tiempo en que la formación y la información están
a disposición de cualquiera como nunca en la historia.
De
entre esas supercherías, y debido a sus posibles nocivas consecuencias, han
saltado a la actualidad las pseudociencias. Conocida es la actitud beligerante
frente a ellas del ministro de Ciencia, Pedro Duque. Decidir qué es y qué no es
una ciencia es una cuestión teóricamente complicada, pero hay un consenso entre
científicos y filósofos de la ciencia al respecto, que la actitud del ministro
ejemplifica. Ahora bien, esa hostilidad
contra las pseudociencias no implica que uno sea cientificista, es decir, que
uno considere que el único conocimiento válido sea el científico. Confundir
ambas cosas es caer en el pensamiento simple aludido al principio. La ciencia
es un logro de nuestra tradición admirable por su búsqueda apasionada (pues la
ciencia no es nada fría como en ocasiones se piensa) de la verdad, por sus hallazgos
y por sus aplicaciones, pero no carece de límites ni de sombras (qué no los
tiene). Entre sus límites está el hecho de que la cuestión de qué hacer con la
ciencia (promover unas investigaciones y desechar otras, por ejemplo) no es
científica. Por no hablar de las decisiones que hay que tomar sobre los
acuciantes problemas de nuestro tiempo (desigualdad, inmigración), que no son
objeto de la ciencia. Esta puede aportar medios que permitan conseguir mejor
los fines que nos propongamos, pero tales fines no pueden ser establecidos
científicamente. Estas consideraciones no abren la puerta de las necias
supercherías, pero sí las de otras formas de saber diferentes a la ciencia. No
puedo explicitar aquí qué criterios son pertinentes para distinguir, fuera de
la ciencia, entre un saber y un puñado de sandeces. Tales criterios nos pueden
incluso dar la sorpresa de admitir aspectos de algunas pseudociencias como la
astrología o la fisiognómica. Por la primera se interesó una mente
brillantísima (y de formación científica) del siglo pasado como Ernst Jünger. La
segunda, la fisiognómica, parece haber tenido un renacimiento en los estudios
del psicólogo Paul Ekman, quien intenta leer en nuestro rostro las emociones
que sentimos. Pero nada tiene que ver esto, insisto, con las engañifas y la
charlatanería que asociaciones como la APETP (Asociación para Proteger a los Enfermos de la Terapias Pseudocientíficas) denuncian.
También el Psicoanálisis ha sido considerado una pseudociencia, y nadie
discutirá la penetración de Freud y su influencia en áreas que buscan la
comprensión del ser humano. Por cierto, ¿qué fue del Psicoanálisis?
Juan Fernando
Valenzuela Magaña
martes, 23 de octubre de 2018
Realidad y ficción
Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 22 de octubre de 2018
REALIDAD Y FICCIÓN
Empezaré
este artículo con una parábola. Se la debemos a Kierkegaard. En un teatro se
declaró un incendio entre bastidores y el payaso salió al proscenio para
avisar. El público pensó que era un chiste y aplaudió. Insistió el payaso y el
público, a carcajadas, aplaudió más fuerte. Así piensa el filósofo danés que
perecerá el mundo. Destaquemos en esta historia la confusión entre la realidad
y la ficción. Fue lo que pasó en 2002, cuando miembros del ejército checheno
irrumpieron en un teatro de Moscú en plena representación de un musical. Los
espectadores creyeron que formaba parte de la obra. Del mismo modo, en el Burgtheater
de Viena, en 2008, un actor estaba representando el suicidio de Mortimer en “María
Estuardo”, de Schiller, cuando se cortó el cuello sin querer con el cuchillo.
Brotó sangre real y el hombre cayó al suelo. La gente aplaudió la veracidad de
la actuación. Afortunadamente, la hoja no seccionó la arteria carótida y el
actor sobrevivió. Cuenta Francisco de Cossío en “Confesiones” un duelo a sable
ocurrido en un teatro a las cuatro de la madrugada. Él se hallaba tras la
cortina de un palco y dice que “el ambiente de aquel duelo daba a los
personajes y al escenario donde se movían una teatralidad impresionante.” Si en
estas historias la realidad es tomada como ficción, ocurre también lo inverso,
situaciones ficticias que son confundidas con la realidad. Paradigmático a este
respecto fue el episodio ocurrido en 1938, cuando Orson Welles retransmitió por
la radio una adaptación de “La guerra de los mundos”. Muchos oyentes fueron
presa del pánico al creer que estaban realmente siendo invadidos por
extraterrestres. La familiaridad con la radio, la televisión y el cine, no
parecen habernos hechos inmunes a esta confusión. El año pasado, un agente
disparó en Indiana a un actor que rodaba la escena de un atraco confundiéndolo
con un ladrón real.
La
sensación que uno tiene cuando asiste a estos ejemplos es la de que nos
hallamos ante un asunto sobresaliente. En efecto, la pregunta por lo real, el
esfuerzo por distinguir la realidad de la apariencia, lo encontramos en el
núcleo del origen del pensamiento racional. Y, como las grandes cuestiones del
hombre se dan la mano unas a otras, encontraremos esta de la realidad ligada a
lo largo de la historia a otras como la del conocimiento o la identidad. Por
eso la novela, tan interesada en la búsqueda del yo, ha explorado afanosamente
este territorio, dando lugar en los últimos decenios a la llamada
“autoficción”, casi un género literario, en la que el escritor del libro
aparece dentro de la historia como un personaje, jugando con los límites que
separan la realidad y la ficción, de modo que el lector queda atrapado en una
ambigüedad fecunda, sin saber del todo si lo que está leyendo pertenece al
terreno de lo acontecido o a la invención de la fantasía.
Podría
objetarse que este artículo eleva a normalidad lo que no es más que excepción;
que, si no distinguiéramos habitualmente entre realidad y ficción, no
destacarían tanto los ejemplos aportados; que, salvo puntuales confusiones o
lamentables trastornos, la gente tiene claro cuándo se halla ante algo
auténtico o ante algo ficticio. A esto podría, sin embargo, responderse que
acaso la realidad no sea un mundo exterior objetivo independiente de nosotros,
que quizá toda realidad esté ya seleccionada, evaluada, interpretada y, por
tanto y en cierto modo, inventada. Es decir, ficcionalizada. Pero, sin llegar
tan lejos, basta un vistazo a nuestro alrededor para constatar con qué facilidad
proliferan los bulos por las redes sociales, cómo la gente cree en cosas
manifiestamente falsas. La palabra del año 2016 fue para el Diccionario Oxford
post-truth, posverdad. Desde entonces su uso no ha hecho más que crecer,
indicando una situación en la que los hechos objetivos influyen menos a la hora
de sostener algo que la emoción o la creencia personal. ¿No estamos, entonces,
confundiendo continuamente la ficción con la realidad?
Juan Fernando Valenzuela Magaña
viernes, 28 de septiembre de 2018
Clasificaciones
Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 24 de septiembre de 2018
CLASIFICACIONES
No es infrecuente encontrar en la
psicología, la filosofía y la literatura clasificaciones de hombres basadas en
su actitud ante la vida. En la primera de estas disciplinas, son famosas y ya
antiguas las divisiones de Kretschmer y Sheldon, que relacionan
la constitución corporal y la personalidad. Así, Sheldon vio una correlación
entre el tipo endomorfo (huesos y músculos blandos y redondeados) y una forma
de ser sociable y tolerante, entre el tipo mesomorfo (constitución atlética) y la
seguridad en uno mismo, y entre el tipo ectomorfo (altos, delgados, frágiles,
sistema nervioso sensible) y la timidez, la hipersensibilidad y la
introspección. Más reciente es la teoría de los cinco grandes factores de
personalidad, de Paul Costa y R. McCrae, que habla de cinco dimensiones de la
personalidad. La primera, por ejemplo, llamada
neuroticismo/estabilidad emocional, nos indica el grado en que una
persona manifiesta ansiedad y experimenta emociones negativas o bien goza de
tranquilidad y seguridad y resiste el estrés. Al margen de la validez de estas
y otras clasificaciones concretas, la psicología, al ser una ciencia, no puede
ir más allá del temperamento y el carácter, es decir, de los elementos
biológicos y los aprendidos a lo largo de nuestra vida. Pues qué, ¿es que hay
algo más que ciencia, biología y aprendizaje?
Es lo que pretende la filosofía,
cuando habla de tipos de hombres de un modo diferente. Por ejemplo, si tomamos
a Dilthey, un filósofo alemán nacido en el XIX y muerto en 1911, vemos que nos
habla de temples distintos: hay quien se apega a lo sensible, y disfruta de lo
que tiene a mano; hay quien persigue grandes fines a través del azar y el
destino; y quien no soporta la caducidad de aquello que ama y tiene, y la vida
le parece vana, o busca en el más allá algo perdurable.
También la literatura aporta
clasificaciones. En la última novela de Milan Kundera, “La fiesta de la
insignificancia”, se distingue entre el perdonazos, que va por la vida pidiendo
perdón por todo, y el que no lo es, que siempre que hay un conflicto se cree el
agredido, el que posee un derecho que se le ha pisoteado. Piensen en un choque
entre dos personas en una acera: la primera pedirá un espontáneo perdón y la
segunda exigirá, espontáneamente también, explicaciones.
A caballo entre la filosofía y la literatura tenemos una recurrente
distinción entre personas: las hay que encajan en el mundo como si este fuera
su hogar y las hay que lo miran como algo extraño, a veces con la textura de un
sueño, a veces de obra de teatro, y que
se sienten más espectadores que jugadores. Por supuesto, esta división es
simplificadora, o solamente registra los extremos. Pero la simplificación es
mía, no de las novelas, cuyos protagonistas se encuentran a menudo más cerca
del segundo tipo que del primero.
Y ahora veamos qué derecho asiste a
la filosofía y a la literatura para hacer esas distinciones, qué distingue a
estas de la mera observación de un particular basada en su experiencia
personal. Un positivista diría que o bien se puede traducir la clasificación
filosófica y la literaria a lo psicológico o bien, de no poderse, carecería de
valor como conocimiento. No parece que términos como “azar” o “destino”,
utilizados por Dilthey, puedan integrarse en la psicología. En cuanto a la novela
como género, lo que ella dice sólo ella puede decirlo, de modo que una novela
que pudiera traducirse a psicología (o a historia), no es una novela. Así que
nos queda afrontar la pregunta de si esos conocimientos no científicos, sino
filosóficos y literarios, tienen algún valor. Échenle otro vistazo a esas últimas
clasificaciones, tengan en cuenta que se hayan en el contexto de una amplia
teoría filosófica o de una obra literaria, díganse también si ustedes viven en
el mundo como en un lugar extraño o como en un sitio acogedor, o si son o no
unos perdonazos, y concluyan, después de eso, si ese conocimiento carece de sentido.
JUAN
FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA
domingo, 9 de septiembre de 2018
Un artículo sobre Miguel Nieto
Artículo publicado en la revista de San Juan de 2018
LA ORIGINALIDAD DE MIGUEL NIETO EN EL DESENLACE DE UNA
FAMOSA OPERETA
El
nombre de Miguel Nieto está asociado en nuestro pueblo a una calle, a una
historia de Navas de San Juan y a una fotografía de 1927 en el patio de Abilio
Sanz. Los lectores de esta revista y de Stella
tal vez recuerden además que fue un articulista en el Madrid de comienzos del
siglo pasado, un escritor de teatro y un colaborador de la radio cuando este
medio daba sus primeros pasos, trayectoria que le valió el homenaje de su
pueblo del que deja constancia la aludida fotografía.
Una
paciente búsqueda en la prensa de la época me ha suscitado la impresión de que
don Miguel centró su actividad literaria en artículos y cuentos a principios
del siglo XX para pasar después a destacar como dramaturgo y terminar su
carrera con textos para la radio. De la primera etapa destacamos hace dos años
un cuento que parecía basado en nuestras fiestas de San Juan. Vamos en esta ocasión
a fijarnos en una obra de ese segundo periodo, dedicado al teatro.
Hace
un siglo, en mayo de 1918, la revista jiennense Don Lope de Sosa informa: “En Barcelona ha estrenado una opereta en
tres actos, en colaboración con D. Gonzalo Cantó, el distinguido escritor y
autor dramático, nuestro comprovinciano D. Miguel Nieto. El título de la obra
es “Bella-Flor” y el estreno ha sido un éxito franco y sincero. La obra fue
presentada con gran lujo. Miguel Nieto marcha por el camino de los triunfos a
grandes pasos”. La revista ya se había hecho eco el año anterior de otros dos
estrenos de nuestro escritor: en febrero de la comedia El mejor marido (en colaboración con Ramón Portusach) y en junio de
Los castizos.
La
opereta “Flora Bella” (así aparece el título en La Vanguardia) se estrenó el día 4 de mayo de 1918 en el Teatro cómico. El periódico la anunciaba
como un “éxito mundial”. En efecto, la obra no era original de Gonzalo Cantó y
Miguel Nieto, sino que se trataba de una creación alemana que se había
representado en Munich en 1913 y, adaptada al inglés, en Nueva York en 1916,
donde tuvo un gran éxito (112 representaciones). La música era de Cuvillier, un
compositor francés de gran éxito. Los franceses intentaron llevarla a la escena
ya en 1913, con la bella Otero en el papel principal. Sin embargo, tal hecho no
ocurrió hasta el último día de 1920, con Geneviève Vix en el papel de
Florabella. De modo que en España sería representada antes que en Francia.
El argumento, al menos
el que nos consta por la versión francesa, es el de un príncipe ruso que acaba
de casarse con una gran dama española sin sospechar su verdadero origen. El
príncipe se cansa de la circunspección de su mujer y se obsesiona con una
bailarina de gran parecido con ella a la que ha visto en una fotografía traída
de París. Se le dice que se trata de una hermana de la princesa, llamada
Florabella. Hasta aquí el primer acto. En el segundo, vemos al príncipe en
París, locamente enamorada de su supuesta cuñada. Se encuentra con sus amigos
de Rusia como por azar y se desarrollan divertidas peripecias. En el tercer
acto la princesa y Florabella, que no son sino la misma persona, confiesa al
príncipe su estratagema para hacerse amar por él y le pide continuar su vida
feliz, olvidando el pasado.
Ahora bien, tenemos motivos para pensar que
Cantó y Nieto le dieron un giro sorprendente a la obra, siempre en el supuesto
de que esta versión francesa respetara el argumento original. Y es que, a raíz
de una representación en Madrid en 1921, nos enteramos por el ABC de que los dos primeros actos habían
sido traducidos, pero el tercero había que atribuirlo a la pareja de autores. También
nos informa de la repetición de un terceto cómico del segundo acto interpretado
“con mucha gracia” por Sinda Martínez, Carmen Ortega y Mariano Ozores. El doble
papel de princesa y artista frívola lo hacía Luisa Puchol. (Aquí señalaré un
guiño del azar. Ozores y Puchol pertenecerían al reparto de El rayo, una película de 1936 basada en
la obra homónima de Muñoz Seca y López Núñez, ambientada en Navas de San Juan, y
que Francisco Juan Rodríguez Oquendo y Belén Garrido Palazón editaron y
estudiaron en el año 2000).
La crítica de Guillermo
Fernández-Shaw en Las Provincias nos
aclara la intervención de Cantó y Nieto. Después de decir que la música no
pasaba de agradable, pero que el libreto estaba bien y la interpretación fue
más que excelente, nos habla del final de la obra: “El desenlace, volviendo el
Príncipe a su mujer, pero sin que se haya deshecho el equívoco y sin que su
marido sepa, por tanto, que ha sido víctima de una sencilla estratagema,
sorprendió algo al auditorio. El final que la obra tiene es el natural; pero al
público le gusta que no queden cabos por atar, y como aquí no se atan todos, le
faltaron cosas, y recibió la sensación de que la obra acababa demasiado
rápidamente”. No obstante, aplaudió “sinceramente complacido” y elogió, como la
crítica, la labor de los adaptadores, “el veterano en estas lides don Gonzalo
Cantó y el brillante escritor y periodista don Ernesto Nieto” (como se ve, hay
un error al nombrarlo “Ernesto” y no “Miguel”).
Así pues, Miguel Nieto
y Gonzalo Cantó adaptaron una exitosa opereta para la escena española
cambiándole un final convencional por otro más arriesgado en el que los cabos
sueltos, como en la vida, dejan al espectador sumido en una pensativa desazón.
JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA
miércoles, 29 de agosto de 2018
Contexto y verano
Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 27 de agosto de 2018
CONTEXTO
Y VERANO
Juan Fernando Valenzuela Magaña
No sé si la estructura de internet, el (des)orden de las
aguas cibernéticas por las que navegamos, es la causante de una cierta
fragmentariedad en nuestra vida, o si es que un mundo que ya había fragmentado
el conocimiento, que tenía una visión aislada de las cosas, era justamente el
caldo de cultivo de un fenómeno como la red. Probablemente sean elementos que
se alimenten mutuamente, como ocurre en tantas ocasiones. Los que todavía
seguimos leyendo libros, al manejar internet nos damos cuenta de la diferencia
existente entre estar inmerso en una atmósfera, dentro de un contexto, donde el
sentido de cada cosa depende del todo, y el picoteo saltarín por la red, en el
que los elementos nos aparecen con un notable grado de aislamiento. Hace un
siglo, una escuela psicológica, la Gestalt, censuraba a otra, el Asociacionismo,
que explicara la percepción en términos de elementos aislados, cuando lo que
percibimos es primariamente un todo. Justamente la dificultad de la
inteligencia artificial consiste en la imposibilidad de tener en cuenta el
contexto, como señalaba con acierto y gracia en un reciente artículo el filósofo
de la ciencia Antonio Diéguez (“No es lo mismo gritar «arriba las manos» en una
clase de zumba que en una sucursal de banco”). La verdad, ya lo decía Hegel,
está en el todo.
Viene esto a cuento porque una de las funciones del verano
(o del periodo vacacional inserto en él) es precisamente recordarnos la
importancia de las condiciones en las que se desarrolla nuestra vida, hacernos
ver una vez más que las cosas tienen sentido siempre en un contexto, formando
parte de un todo. Pasamos el resto del año, con breves interrupciones, en un
clima determinado, rodeados de calles y edificios y ruidos y rostros y voces
cotidianos. De tan familiares, apenas reparamos en ellos, como no oye la
catarata, sino su inopinado silencio, quien vive al lado de ella. En el verano
uno abandona sus condiciones habituales y las cambia por otras, ingresa en otro
contexto, donde las mismas cosas que hace o dice tienen ya otro sentido. Una
posible consecuencia es la sensación de que uno está descansando de sí mismo,
la impresión algo alarmada de que nuestro yo está desapareciendo y se
metamorfosea en un ojo observador que registra cuanto ve sin relacionarlo con
lo que hemos sido hasta ayer mismo, con el repertorio de nuestros gustos y
nuestros rechazos. Así, inmersos en esa ciudad sobre la que tanto hemos
leído, nos sorprende la indiferencia con que ahora contemplamos sus palacios,
sus iglesias, sus calles. No se trata de la decepción con que a veces la
realidad abofetea nuestras ilusiones, ni de un prejuicio soñador contra lo
existente. Es que hemos puesto entre paréntesis momentáneamente el suelo que
nutría esos intereses. La prueba de ello es que uno va guardando esas imágenes
y luego, al retomar la vida normal, podrá extraerle su riqueza, como ocurría
con los ya antiguos carretes de las cámaras fotográficas que se revelaban al
regresar de los viajes.
Pero también puede uno, al cambiar el contexto, sentir la
atracción de otras trayectorias vitales alejadas de la suya. Así, el cajero de
banca, mientras la arqueóloga explica un yacimiento fenicio, piensa qué hermosa
y detectivesca es su labor y, lamentando la brevedad de la vida (ars longa vita
brevis), se dice que si tuviera otra la dedicaría al apasionante estudio de los
restos del pasado.
Cabe
asimismo la posibilidad de que el articulista mensual no encuentre la tonalidad
que le permita redactar el texto prometido. Entonces recurre a hablar de cómo
cambia nuestro medio en verano, del mismo modo que el novelista que no
encuentra tema para su obra convierte esta dificultad precisamente en el tema
de su novela.
Las
maneras, en fin, de vivir ese paréntesis en nuestra cotidianeidad varían según
personas y edades. Lo que quiere decir que, en el fondo, siguen formando parte
de nuestra vida, el gran contexto en el que integramos todo cuanto nos pasa y
al que pertenecen tanto nuestros ocios como nuestros negocios.
Juan Fernando Valenzuela Magaña
sábado, 25 de agosto de 2018
Inquietante
INQUIETANTE
Hace dos artículos hablábamos del
carácter inquietante que tienen los robots de aspecto humano. Aunque nos pueda
parecer algo de nuestros días, esa sensación de extrañeza ante lo familiar que
nos producen los androides ya se la producía a los hombres del XVIII el maniquí
con aspecto de turco que jugaba al ajedrez o al lector de los cuentos de Hoffmann
los autómatas que en ellos aparecen. La naturaleza de ese desasosiego llevó a
Freud a escribir un opúsculo sobre el asunto titulado “Lo inquietante”. Esta
categoría no solo se da cuando nos topamos con un muñeco que se parece tanto a
un ser humano que podría ser confundido con él, también en otras situaciones o
en la perspectiva que adoptamos sobre ellas. Basta para darse cuenta con leer a
Kafka; o a Kaschnitz, una escritora alemana cuyo desconocimiento en España está
paliando la labor de traducción de Santiago Martín Arnedo.
La proliferación y el desarrollo de
artefactos de apariencia humana ligados a la inteligencia artificial (y a la
ciencia ficción) en los últimos lustros, ha propiciado una hipótesis conocida
como “el valle inquietante”. Según ella, nos llevamos mejor con robots cuyo
aspecto se asemeja al del hombre hasta que llegamos a un misterioso punto a partir
del cual el robot es tan parecido a nosotros que nos provoca una fuerte
repugnancia, que es vencida si el parecido deja de serlo para encontrarnos ante
un ser humano tal cual. En el gráfico que recoge tal variación se produce
entonces un valle que refleja el rechazo ante robots con forma demasiado
humana. La hipótesis no sirve solo para robots, sino para cualquier réplica, y
distingue entre las que se mueven y las que no. Uno mismo puede hacer un
experimento, aunque sea mental. Sitúese en primer lugar ante uno de esos
maniquíes que solo buscan reproducir las medidas de un cuerpo humano, sin orejas,
ojos o labios. A continuación, hágalo ante un maniquí de marcado realismo.
Luego, ante un muñeco de cera bien conseguido. Por último, ante un reborn, uno
de esos bebés hiperrealistas que son paseados en su carrito con orgullo
paternal o maternal. ¿Nota cómo la confianza desciende y la inquietud aumenta?
La peculiaridad de esta sensación
estriba en el juego que se produce entre familiaridad y extrañeza. Lo que nos
resulta conocido, de pronto se revela ignoto; lo claro se torna oscuro; “lo
cercano se aleja”, en palabras de Goethe referidas al crepúsculo y que Borges
aplica también al proceso de la ceguera. Lo que creíamos quieto se torna
movedizo, lo estable se tambalea, lo sólido es ahora líquido. Y cuanto mayor
sea la familiaridad que hay previamente, mayor desasosiego nos provocará su
ruptura. Pero… ¿no consiste la tarea del pensamiento en poner en cuestión lo
admitido? ¿No parte el pensar de alejar lo cercano, de tomar distancia de la pretendida
realidad? ¿Tendría ese asombro ante la
naturaleza que da origen a la reflexión una veta de terror ante un mundo que se
nos ha vuelto extraño?
Volvamos a los androides. La
confusión entre familiaridad y extrañeza explica, como acabamos de ver, la
inquietud que nos provocan. Pero podemos afinar más. El arte del siglo XX ha
usado máscaras, caricaturas y representaciones similares para referirse a un
hombre vacío. El parecido de estas figuras con los robots de aspecto humano
puede advertirnos sobre otra de las fuentes del malestar que nos provocan. Los
humanoides son nuestro reflejo, la imagen especular del hombre de hoy. Y no
solo de hoy. En un cuento de Hoffmann titulado “Los autómatas”, acabado a
principios de 1814, se califica la obsesión por reproducir mecánicamente los
órganos humanos para hacer música de “guerra declarada al principio
espiritual”. El espíritu, lo interior, desaparece en la máquina. Por eso, se
dice en ese cuento, “la simple relación del hombre con figuras sin vida que
imitan como monos las formas, movimientos y quehaceres humanos tiene para mí
algo opresivo, terrible, diría incluso espantoso”. Inquietante.
miércoles, 11 de julio de 2018
Fútbol
Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 2 de julio de 2018
FÚTBOL
Había
anunciado para hoy un nuevo artículo sobre el asunto de los robots, pero dado
que se está celebrando el mundial, rindamos tributo al puro presente. Cada vez
que hay un acontecimiento futbolístico de esta magnitud, aparecen, recurrentes,
las voces que se lamentan de que la pasión que despierta este deporte no la
susciten la educación o la ciencia. Ojalá, dicen, las masas corearan el nombre
del último premio Nobel de Medicina con la vibrante energía con que cantan el
de Iniesta o el de Ramos. No termino de ver clara esta postura. Para explicar
lo que pienso al respecto imaginemos un vocacional y abnegado científico que
sea aficionado al fútbol. Pongámoslo en dos situaciones distintas: ante una
final y ante un hallazgo científico. En el primer caso, sabemos lo que sentirá:
nerviosismo, inmensa y momentánea alegría si su equipo mete un gol, deseo
intenso de que acabe el partido si se gana solo por un tanto…, en fin, el habitual
repertorio de emociones en esas circunstancias. En el segundo, no diré que
muestre una ascética y racional constatación de que se ha conseguido algo de
importancia, exenta de sentimientos. Sin duda, habrá en su ánimo orgullo si ha
participado en el descubrimiento, admiración hacia sus colegas si no ha
intervenido él, dicha por el logro de una disciplina de la que se siente
miembro. Si se me pregunta cuál de esas actividades tiene más mérito (es decir,
es más valiosa), no dudaré en decir que la segunda a gran distancia de la
primera. Si se me dice qué alegría es de más calidad, la que uno siente ante un
gol o la que uno siente (el que la siente) ante una invención o un
descubrimiento, también diría que la segunda. Pero no entiendo qué tiene que
ver todo esto con ese lamento con que hemos comenzado el artículo. Las
emociones que provocan los hallazgos culturales (no solo un descubrimiento
científico, pensemos también en una hábil solución pictórica o en un verso
perfecto) son acaso más serenas, más profundas y más íntimas. Me cuesta pensar
a un lector exquisito que, tras entender el verso con que Góngora acaba su
famoso soneto (“en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada”), y darse
cuenta de la gradación creciente (o decreciente, según se mire), con que cuenta
el aniquilamiento de la belleza (“humo” aquí tiene que ver con “humus”,
tierra), abra la ventana de su cuarto y grite a los cuatro vientos: “¡Oooole el
Góngora! ¡Lo ha clavao!”, mientras ondea la bandera del Siglo de Oro. Más bien
me lo imagino mirando el crepúsculo a través de esa misma ventana y saboreando con
melancolía el endecasílabo. Es lo que este pide, como el gol suscita una intensa
y, si se quiere, primaria emoción que se manifiesta en gritos, saltos y
abrazos. No veo incompatibilidad entre ambas emociones, y las considero fruto
de objetos y campos distintos.
No
obstante, tal vez algunas voces que agitan ese lamento no pongan el acento
tanto en la pasión que puede hacer sentir a alguien el fútbol como en la
valoración social que ese deporte tiene, en su importancia a la hora de generar
modelos de vida y ejemplos para imitar. Una sociedad, quieren acaso decir, que
da más importancia al fútbol que a la ciencia (no ya que vibre más con el
primero que con la segunda), debería reflexionar sobre sí misma. Este, en
efecto, es otro asunto. Y aquí el fútbol no está solo. Su peso social y su
influencia serían comparables a los programas de televisión de más audiencia, a
los personajes más populares o a los grupos musicales de moda. Pero al menos
una parte de esto, ¿no pertenece a la Cultura? Que el ministro de Cultura lo
sea también de Deportes, ¿no es una intuición de la cercanía entre ambas cosas?
Si la música de los grupos que harán su gira este verano es considerada cultura
(para entendernos: si el reguetón es cultura), ¿qué impide considerar también
como tal el deporte de masas? Como se ve, además del artículo sobre los robots,
queda pendiente otro que intente responder a esta pregunta: ¿qué entendemos por
“cultura”?
Juan Fernando Valenzuela Magaña
martes, 5 de junio de 2018
Robots
Artículo publicado en el Jaén el lunes, 4 de junio de 2018
ROBOTS
Últimamente se suceden las noticias
relacionadas con los robots: logros en sus habilidades, aplicaciones diversas,
impacto en el mundo laboral, relaciones con los humanos… En realidad, desde que
apareciera el término “robot” en 1920, ni la ciencia ha dejado de mejorarlos ni
la literatura y el ensayo de proyectar su desarrollo y su presencia en el
futuro. Su papel en la ciencia ficción es de protagonista. Pero antes de que
apareciera la palabra y la tecnología permitiera una sofisticación insospechada
siglos atrás, la figura del humanoide ya existía y había dado lugar a
inevitables reflexiones.
Dejemos a nuestras espaldas los antecedentes griegos o medievales y
empecemos en los finales del siglo XVIII. Durante esos años y los de principios
del XIX, un maniquí con turbante llamado “el turco” se pasea por Europa y
Estados Unidos ganando al ajedrez a quien se atreve a retarlo. Sentado ante un
tablero dispuesto sobre una caja con un mecanismo interno de relojería, hacía
creer a la gente que era un autómata capaz de mover peones, caballos o torres
como un maestro. El mismísimo Napoleón fue derrotado por su juego. Por mucho
que se intentó descubrir dónde estaba el truco (el truco del turco), un
incendio se llevó el secreto para siempre cuando el ingenio contaba ya 85 años
desde su creación por Wolfgang von Kempelen en 1769. Nos queda una especulación
detectivesca de Edgar Allan Poe al respecto y la confesión del hijo de uno de
sus dueños, que parece explicar la verdad de este personaje de la época. Aunque
espero haber despertado la curiosidad del lector por este tatarabuelo de Deep
Blue (la supercomputadora de IBM que jugó con Kaspárov en 1996), respetaré su
secreto como estratagema para aumentarla. La curiosidad es una forma del deseo
y ya sabemos que este se halla, también, en crisis.
Cuando pienso en el turco mi mente lo asocia con una autómata ficticia
de la misma época llamada Olimpia. Aparece en el cuento de ETA Hoffmann “El
hombre de arena”. Y con “Frankestein o el moderno Prometeo”, novela publicada
hace ahora 200 años y cuyo protagonista tiene algo de que carecen los autómatas
pero que la ciencia ficción se encarga hoy de imaginarle: la consciencia. Ese interés
por estas figuras que se da en el romanticismo está relacionado, si no me
equivoco, con la cuestión de la identidad. Meterse en ella es hacerlo en un
laberinto que la página de un periódico no es lugar para desplegar. Baste con decir
que en ese momento se produce uno de los mayores cambios de mentalidad de la
historia de occidente. Isaiah Berlin destaca como rasgo de este periodo el
abandono de la idea de una estructura del mundo a la que debamos someternos y
su sustitución por la idea de que el universo es creativo, fluyente, infinito,
inabarcable. En él, nosotros debemos ser
creadores de valores, de objetivos, de fines. La idea del yo personal y la idea
del ser humano en general quedan radicalmente afectadas por esta nueva visión
de la realidad. De ahí parte, a mi juicio, el peculiar tratamiento de dos temas
que, aunque relacionados, conviene distinguir: el del doble y el del autómata.
Dejemos por ahora el primero, la posibilidad de que exista alguien que de un
modo u otro repita mi identidad, y sigamos con el segundo.
El autómata como figura casi humana viene definido por un parecido
exterior al que, no obstante, falta la expresividad de la carne. El motivo es
que el autómata, a diferencia del hombre, carece de interior. Por eso el
desarrollo de una visión del hombre que ha querido explicarlo completamente a
través de la ciencia nos ha acercado a ellos. Para tal visión no hay ya alma,
ni siquiera mente: solo cerebro. La reacción de aquellos a quienes dolía tal
concepción se expresó pictóricamente en las variantes del autómata: los
maniquíes de Chirico, las máscaras de Ensor, las caricaturas de Dix, las
figuras oníricas de Delvaux, los personajes casi de cera de Magritte… Todos nos
producen la sensación de una inhumanidad muy humana. Todos nos inquietan. Como
los robots con forma humana, que han dado el pie a este artículo. Y seguirán
dándolo al siguiente.
Juan Fernando Valenzuela Magaña
Puede leerse en el periódico.
martes, 8 de mayo de 2018
Náufragos
Artículo publicado en el Jaén el lunes, 7 de mayo de 2018
NÁUFRAGOS
En
el artículo del mes pasado acabábamos sorprendidos ante el uso de términos de
sabor antiguo para designar lo más actual. Así, llamamos “navegar” a nuestro
recorrido por internet o “nube” al espacio donde guardamos información. Hoy
podemos añadir algo más al respecto. La palabra “cibernética” proviene del
término griego “kybernētikḗ”,
que designa el arte de gobernar una nave. Parece que el elemento predominante
en nuestro mundo tecnológico es el agua. No es, pues, extraño que el
recientemente fallecido sociólogo Bauman hable de modernidad líquida, de
realidad líquida y de educación líquida.
Ahora bien, la experiencia en la que el
hombre se encuentra perdido en el agua se llama “naufragio”. Se trata de una
situación paradigmática, hasta el punto de que la filosofía de Ortega y Gasset
considera la vida precisamente así, como naufragio. Pero aunque
constitutivamente el hombre sea un náufrago, ha habido épocas en las que su
circunstancia histórica y social hacía que sintiera que el barco en el que
transcurría su existencia era tierra firme donde sus raíces se hallaban bien
afincadas. Stephan Zweig cuenta en “El mundo de ayer” cómo la generación de sus
padres, que vivió en la Austria de antes de la Primera Guerra mundial,
consideraba el mundo como un lugar estable en el que los cambios eran mínimos.
Su circunstancia era su hogar. Llama por ello a aquella época “la edad de oro
de la seguridad”. Por el contrario, él vivió una existencia sacudida por las
dos guerras mundiales y el ascenso al poder de Hitler, que de un escritor de
éxito lo convirtió en un autor prohibido y un huido apátrida. La tradición
española parece especialmente sensible a esa posibilidad de que de pronto todo
cambie, a esa concepción del poder como voluble, de la vida como inestable, del
mundo como una ruleta de la fortuna: “tu
firmeza es non ser constante”, le decía a aquella Juan de Mena. Quizá
por eso España aportó tanto al barroco, una época en que esta experiencia del
naufragio se agudizó. Viejas certezas que el paso de los siglos había
apuntalado se resquebrajaban y el hombre sentía que el suelo le faltaba bajo
los pies. De ahí la sensación de que la realidad tenía la consistencia de los
sueños: estamos hechos de la materia de los sueños (Shakespeare),
la vida es sueño (Calderón), contemplemos la posibilidad de que todo sea un
sueño (Descartes). Y de ahí también la idea de que el hombre es una mezcla de
miseria y grandeza, porque sentirse náufrago es reconocerse menesteroso, pero
en ese reconocimiento está la posibilidad de salvación. De otro modo uno se
ahoga inevitablemente.
Hay otro momento
en que el hombre siente que se halla sobre agua procelosa y que debe nadar para
salvarse. Hace dos siglos, en pleno romanticismo, Géricault pintaba “La balsa
de la Medusa”, la historia de un famoso naufragio. Por las mismas fechas,
Schopenhauer citaba en su libro más famoso las palabras de Shakespeare y de
Calderón relativas al sueño. Y Mary Shelley escribía “Frankestein”, una novela
sobre las posibilidades de la ciencia que vuelve a mostrar el carácter doble
del hombre, su lado sublime y su miseria.
El artículo está
llegando a su fin y debemos arribar a puerto. Nuestro mundo parece mirar
desorientado una brújula que señalara hacia él mismo. La sensación de naufragio
nos acerca al barroco y a los románticos. De hecho, hoy se habla de un
neobarroco, de un tecnobarroco y de un tecnorromanticismo. No es lugar este
para entrar en detalles, basta señalar las sugerentes coincidencias. El
ciberespacio, la inteligencia artificial, la globalización, configuran un
inmenso mar de agitadas aguas, en el que volvemos a sentirnos menesterosos y a
cuestionar la realidad. La ciencia ficción, que nos muestra la grandeza y
bajeza del hombre, ha pasado a ser en parte un género realista en el que
encontrar material para la reflexión. Porque solo haciéndonos cargo de la
complejidad de nuestro mundo (y su denunciada superficialidad es parte de esa
complejidad) compondremos un arte de gobernar bien nuestra nave, una buena
cibernética.
Juan Fernando Valenzuela Magaña
Puede leerse en el periódico.
jueves, 12 de abril de 2018
Nubes
Artículo publicado en el periódico Jaén el 9 de abril de 2018.
NUBES
Llama la atención la facilidad con la que
cuanto nos rodea (paisajes, personas, acontecimientos) se vuelve duro y pétreo,
deja de hablarnos y enmudece. Quizá lo acertado sería decir lo inverso, señalar
la facilidad con la que nosotros nos volvemos sordos al mundo, de espaldas a
él, al que de modo automático sustituimos por una cadena de tópicos con que, a
la vez, lo apresamos. Nos movemos entonces como si paseáramos por un mapa en
vez de hacerlo por un territorio. Sospecho que esa sordera es inevitable, que
es imposible vivir continuamente tocando la profundidad de las cosas. Pero si
no podemos habitar siempre en el fondo de lo que nos rodea, tampoco nos
satisface quedarnos sin más entre sus corazas. Una voz interior nos zarandea
quejándose de sed. Y hay así momentos en los que nos detenemos y abrimos las
puertas de objetos, personas o hechos y entramos en su interior con el asombro
que siempre la realidad nos produce cuando sabemos mirarla. Ese asombro que es
según Aristóteles el origen del pensamiento.
Coincidimos con alguien en el ascensor y,
queriendo hablar y sin saber de qué, recurrimos al tiempo. El de estas semanas
nos echa una mano, porque parece menos convencional y disimula el carácter
mostrenco de la conversación. Pero imaginemos que, por extraño e improbable
azar, queramos justo en esa situación romper el cascarón del mundo y
asombrarnos de lo que contiene. Supongamos, por ejemplo, que, al hilo de la
tópica conversación, nuestro
interlocutor pronuncia la palabra “nube” y nuestros ojos, los suyos y los
nuestros, brillan despertados por un puñado de sugerencias. Varios caminos se
abren entonces ante nuestros pies. Siguiendo uno de ellos hablaremos de lo
efímero, de lo pasajero. Uno citará los versos de Amado Nervo: “que el hombre pasa como las naves,/como las nubes, como las
sombras”. El otro sacará su inevitable as, recurriendo a Jorge Manrique,
“¿Qué se hicieron las damas,/sus tocados, sus vestidos,/sus olores?”, y entre
ambos buscaremos el sentido del paso del tiempo. Pero podemos echar el pie en
el camino que hay junto a este y decir que la nube ha simbolizado la apariencia
vana. Inevitable recurrir entonces al mito de Néfele. Zeus había perdonado a
Ixión una traición cometida y lo había sentado a su mesa. Ixión, reincidente,
pretendió traicionar al mismísimo Zeus acostándose con su mujer, Hera.
Borracho, no se dio cuenta de que yacía con Néfele, una nube a la que Zeus
había dado la forma de su esposa. Desde entonces, sufre uno de los castigos más
famosos de la mitología griega: recorre el firmamento atado a una rueda
ardiente. Chamfort alude a este castigo en una comparación que yo no he parado
de recordar durante la crisis: El
ambicioso que ha perdido su objeto y vive desesperado, me recuerda a Ixión en
la rueda por haber abrazado una nube.
Pero hay más caminos. También la nube
ha significado divina bendición. El pueblo bíblico, al habitar una región
semidesértica, asocia la nube al agua y a la sombra, es decir, a la fecundidad
y a la protección. Asimismo, podía ser la señal visible de Dios. Un recorrido,
como puede verse, opimo y prometedor.
Alguien que en ese momento se subiera
en el ascensor podría pensar que estamos en las nubes. Quizá nos escogería como
personajes de una versión contemporánea de “Las nubes” de Aristófanes, la
comedia donde se ridiculiza a Sócrates. Entonces iniciaríamos los tres un
debate sobre la relevancia que el pensamiento y las ideas tienen en la que
suele llamarse vida real. ¿Fecundan las nubes de la teoría la tierra de la
práctica o son el refugio de los que no saben vivir?
Pero
nadie ha subido. Y, de pronto, nuestro interlocutor dice, escogiendo otro
camino: ¿Te has fijado en los términos tan antiguos que usamos para nuestro
invento más actual, internet? Como los fenicios o los griegos, “navegamos” por
su proceloso espacio, consistente en una “red” como la inventada por Aracne, a
quien Minerva convirtió en araña. ¿Y dónde guardamos nuestra información? En
efecto, respondemos pensativos: en la nube.
Juan Fernando Valenzuela Magaña
Puede leerse en el periódico.
lunes, 19 de marzo de 2018
El consumo del arte
EL
CONSUMO DEL ARTE
Es
posible que el signo de nuestro tiempo sea carecer de signo alguno. Predomina
la sensación de que nada de cuanto surge lo hace para quedarse. Sospecho que
esto tiene que ver con la aplicación del patrón del consumo a ámbitos que le
son ajenos. La pista me la dio una famosa presentadora de televisión, que dijo
hace años: “Consumo todo tipo de música”. A la sorpresa que me produjo el que
pudiera pasar sin solución de continuidad de la “Novena” a “Macarena”, se añadió
el empleo del verbo “consumir” en ese contexto. Uno consume tomates o plátanos,
pero… ¿música? Lo característico del consumo, cuenta la perspicaz Hannah
Arendt, es que se produce en nuestra dimensión biológica, es necesario para
nuestra subsistencia en la naturaleza. Consecuentemente, lo consumido es poco
duradero, está destinado a desaparecer, tragado por nuestro cuerpo o sometido a
la corrupción natural.
Pero,
además de este ámbito y sobre él, el hombre ha creado un espacio donde las
cosas están hechas para perdurar. Más allá de la naturaleza, hemos levantado un mundo que nos recibe al nacer y que seguirá
tras nuestra muerte. Las obras de arte, pero no solo ellas, pertenecen a ese
mundo.
Consumir
música, o libros, o cuadros, supone así tratar algo destinado a perdurar como
si perteneciera a nuestro espacio de mera supervivencia. Aunque también cabe la
posibilidad de que el producto consumido se haya hecho para tal menester, es
decir, que desde su origen la música o el libro haya sido proyectado para un
trato con el oyente o el lector de usar y tirar. Es la sospecha que nos
sobreviene al leer la primera página (para nosotros también la última) de
algunas novelas o escuchar las primeras notas (a menudo, ay, condenados a que
no sean las últimas) de tantas canciones. Contrariamente a la búsqueda de la
pervivencia que animaba en otro tiempo las obras, estas parecen ahora reclamar
a gritos el olvido. Sin duda tal destino tiene que ver con la velocidad con que
hoy se hace todo. “Quien vive de prisa no vive de veras”, canta el verso de
Santos Chocano, tal vez porque la celeridad propicia que el hombre viva un puro
presente desgajado del pasado y del futuro. La consecuencia es que el individuo
pasa de puntillas por las cosas sin ser afectado por ellas, produciéndose así
un déficit de experiencia, cuyas manifestaciones van desde el turista que
fotografía lo que es incapaz de experimentar a la superficial lectura de picoteo
que hacemos en internet (”mariposeo cognitivo”, la llama Vargas Llosa).
Esa
falta de experiencia explica el afán por el selfi. En él no se trata tanto de
mostrar a los demás la intensidad de un momento de nuestra vida cuanto del
intento por convencernos de que estamos, por fin, viviendo. La palabra (de “self”,
“auto” o “a sí mismo”) ilumina otro aspecto de esa actividad: su tentativa de aferrarse a una identidad que
sentimos que se nos escapa. Pues la estabilidad de ese mundo hecho de cosas
perdurables del que hemos hablado hace que nos sintamos en él como en nuestro
hogar y, por tanto, que nos reconozcamos a nosotros mismos, que sintamos la
seguridad de nuestro yo. Un entorno estable permite un sujeto que, alejándose
del cambio incesante inherente a lo natural, conquista su unicidad. Si las
cosas de ese mundo (obras de arte, sí, pero también sillas, mesas y demás
objetos que están hechos para acompañarnos en la vida) son diseñadas, mediante
la obsolescencia programada, no para durar sino para desaparecer
inmediatamente, no para que nos acompañen sino para ser consumidas, nos
quedamos a la intemperie. Y un sujeto a la intemperie se disgrega, no sabe ya
quién es. Por eso un famoso sociólogo ha propuesto la figura del refugiado como
figura de nuestro tiempo. Y también por eso las identidades que se exhiben
tienen en común su afectación, como si se luchara por recuperar un yo que
tenemos la impresión de haber perdido en alguna parte del camino que nos ha
llevado hasta el presente.
Juan Fernando Valenzuela Magaña
Ir al periódico.
martes, 13 de febrero de 2018
Si todo se repitiera
Pongo aquí el artículo publicado ayer, lunes, 12 de febrero de 2018, en el diario Jaén. En la edición del periódico han omitido dos puntos y aparte, uno de ellos muy necesario.
SI TODO SE REPITIERA
Ahora que
usted está de lunes, sacudiéndose su somnolencia e intentando orientarse en la
semana que se abre a sus pies, le voy a proponer un juego. En la miscelánea de
noticias que llenan las páginas de este periódico las encontrará terribles,
simpáticas, previsibles o inverosímiles. Aunque dejen un cierto poso en el
lector, en poco tiempo serán olvidadas. Si hay un objeto perecedero, es el
diario. Pero… ¿y si no fuera así?
Un día de
agosto de 1881, en los bosques junto al lago de Silvaplana, “a 6000 pies más
allá del hombre y del tiempo”, Nietzsche fue presa de la intuición del eterno
retorno, del pensamiento de que nuestra vida se repite una y otra vez en todos
sus detalles. La idea puede abordarse de distintos modos. Yo propongo en este
artículo que la consideremos una prueba mental. ¿Cambiaría algo nuestra visión
del mundo, nuestra actitud ante la vida, si estuviéramos convencidos de que la
nuestra volverá una y otra vez, de que leeremos este mismo periódico con estas
mismas noticias infinitas veces?
Kundera,
en el comienzo de La insoportable levedad
del ser, responde afirmativamente a la pregunta. Nuestro mundo adquiriría
un peso enorme si hubiera de repetirse eternamente. Como consideramos que no es
así, la historia se vuelve leve. Lo que ha pasado una sola vez es
insignificante. Dado que Robespierre no volverá, aquellos “años sangrientos se
convierten en meras palabras, en teorías, en discusiones, se vuelven más
ligeros que una pluma, no dan miedo.” Se ficcionalizan.
Pero
todo cambia si esperamos que esos mismos años se repitan. El eterno retorno
hace que hayamos de cargar con el peso
de la responsabilidad. Las dos categorías que usa Kundera son, como vemos, la
del peso y la de la levedad. La primera pertenece al mundo
del eterno retorno, la segunda al mundo de lo que solo se da una vez. Las
implicaciones, podemos intuirlo fácilmente, aparecen tanto en el plano
histórico como en el personal.
Entre
la idea de Nietzsche y la consideración de Kundera media un siglo. En mitad de
esos cien años de separación un argentino aficionado a los laberintos, los
espejos y los tigres, dedica dos apartados de su Historia de la eternidad al asunto. En el primero de ellos alude a
la crítica de San Agustín a la idea del eterno retorno. Lo asombroso es que lo
que para el escritor checo en la segunda mitad del siglo XX significa gravedad,
es irrisorio para el hombre que abre la puerta de la Edad Media. Si todo se
repite, piensa San Agustín, las cosas pierden dignidad. Sería ridícula una
crucifixión que volviese una y otra vez, del mismo modo que la seriedad de una
despedida se vuelve cómica si vamos a volvernos a ver infinitas veces todavía.
¿En qué
quedamos, pues? ¿El eterno retorno daría peso, seriedad y valor a la vida, como
piensan Kundera y Nietzsche, o, por el contrario, siguiendo a San Agustín, se
lo restarían, harían de ella algo leve e insignificante? Si dos dicen lo mismo,
no es lo mismo, reza la sentencia. Invirtámosla: si dos dicen lo contrario,
podría ser lo mismo. Y es que ambas posturas buscan la importancia de la vida,
pero la encuentran en sitios distintos. Para el santo algo que haya pasado una
vez tiene consistencia: Dios recoge cada instante en el seno de su eternidad.
Para un mundo marcado por “la muerte de Dios”, lo único se convierte en leve,
en humo, en sombra, en nada.
¿Y no será lo
mismo, bien mirado, el instante fugaz y el eterno retorno? Si, como dijo
Leibniz, dos cosas idénticas son la misma cosa, ¿no serían dos o infinitos
instantes idénticos un mismo instante?
Desplegado el tablero
de juego y repartidas las cartas, ¿qué dice usted? Si este lunes y las noticias
del diario que tiene entre manos estuvieran llamadas a repetirse eternamente,
¿haría usted lo mismo que tenía previsto hacer esta semana? Tal vez la
hipótesis le parezca absurda, y entonces mi pregunta es: si este instante no va
a volver ya jamás, si las noticias de este diario solo fulgurarán hoy, ¿serán
por ello intrascendentes, será el dolor que algunas de ellas destilan distante
como una ficción?
JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA
Versión digital en el periódico:
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