viernes, 28 de septiembre de 2018

Clasificaciones


Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 24 de septiembre de 2018       

CLASIFICACIONES

            No es infrecuente encontrar en la psicología, la filosofía y la literatura clasificaciones de hombres basadas en su actitud ante la vida. En la primera de estas disciplinas, son famosas y ya antiguas las divisiones de Kretschmer y Sheldon, que relacionan la constitución corporal y la personalidad. Así, Sheldon vio una correlación entre el tipo endomorfo (huesos y músculos blandos y redondeados) y una forma de ser sociable y tolerante, entre el tipo mesomorfo (constitución atlética) y la seguridad en uno mismo, y entre el tipo ectomorfo (altos, delgados, frágiles, sistema nervioso sensible) y la timidez, la hipersensibilidad y la introspección. Más reciente es la teoría de los cinco grandes factores de personalidad, de Paul Costa y R. McCrae, que habla de cinco dimensiones de la personalidad. La primera, por ejemplo, llamada  neuroticismo/estabilidad emocional, nos indica el grado en que una persona manifiesta ansiedad y experimenta emociones negativas o bien goza de tranquilidad y seguridad y resiste el estrés. Al margen de la validez de estas y otras clasificaciones concretas, la psicología, al ser una ciencia, no puede ir más allá del temperamento y el carácter, es decir, de los elementos biológicos y los aprendidos a lo largo de nuestra vida. Pues qué, ¿es que hay algo más que ciencia, biología y aprendizaje?
            Es lo que pretende la filosofía, cuando habla de tipos de hombres de un modo diferente. Por ejemplo, si tomamos a Dilthey, un filósofo alemán nacido en el XIX y muerto en 1911, vemos que nos habla de temples distintos: hay quien se apega a lo sensible, y disfruta de lo que tiene a mano; hay quien persigue grandes fines a través del azar y el destino; y quien no soporta la caducidad de aquello que ama y tiene, y la vida le parece vana, o busca en el más allá algo perdurable.
            También la literatura aporta clasificaciones. En la última novela de Milan Kundera, “La fiesta de la insignificancia”, se distingue entre el perdonazos, que va por la vida pidiendo perdón por todo, y el que no lo es, que siempre que hay un conflicto se cree el agredido, el que posee un derecho que se le ha pisoteado. Piensen en un choque entre dos personas en una acera: la primera pedirá un espontáneo perdón y la segunda exigirá, espontáneamente también, explicaciones.
A caballo entre la filosofía y la literatura tenemos una recurrente distinción entre personas: las hay que encajan en el mundo como si este fuera su hogar y las hay que lo miran como algo extraño, a veces con la textura de un sueño, a veces de obra de teatro,  y que se sienten más espectadores que jugadores. Por supuesto, esta división es simplificadora, o solamente registra los extremos. Pero la simplificación es mía, no de las novelas, cuyos protagonistas se encuentran a menudo más cerca del segundo tipo que del primero.
            Y ahora veamos qué derecho asiste a la filosofía y a la literatura para hacer esas distinciones, qué distingue a estas de la mera observación de un particular basada en su experiencia personal. Un positivista diría que o bien se puede traducir la clasificación filosófica y la literaria a lo psicológico o bien, de no poderse, carecería de valor como conocimiento. No parece que términos como “azar” o “destino”, utilizados por Dilthey, puedan integrarse en la psicología. En cuanto a la novela como género, lo que ella dice sólo ella puede decirlo, de modo que una novela que pudiera traducirse a psicología (o a historia), no es una novela. Así que nos queda afrontar la pregunta de si esos conocimientos no científicos, sino filosóficos y literarios, tienen algún valor. Échenle otro vistazo a esas últimas clasificaciones, tengan en cuenta que se hayan en el contexto de una amplia teoría filosófica o de una obra literaria, díganse también si ustedes viven en el mundo como en un lugar extraño o como en un sitio acogedor, o si son o no unos perdonazos, y concluyan, después de eso, si ese conocimiento carece de sentido.
JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA

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