Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 24 de septiembre de 2018
CLASIFICACIONES
No es infrecuente encontrar en la
psicología, la filosofía y la literatura clasificaciones de hombres basadas en
su actitud ante la vida. En la primera de estas disciplinas, son famosas y ya
antiguas las divisiones de Kretschmer y Sheldon, que relacionan
la constitución corporal y la personalidad. Así, Sheldon vio una correlación
entre el tipo endomorfo (huesos y músculos blandos y redondeados) y una forma
de ser sociable y tolerante, entre el tipo mesomorfo (constitución atlética) y la
seguridad en uno mismo, y entre el tipo ectomorfo (altos, delgados, frágiles,
sistema nervioso sensible) y la timidez, la hipersensibilidad y la
introspección. Más reciente es la teoría de los cinco grandes factores de
personalidad, de Paul Costa y R. McCrae, que habla de cinco dimensiones de la
personalidad. La primera, por ejemplo, llamada
neuroticismo/estabilidad emocional, nos indica el grado en que una
persona manifiesta ansiedad y experimenta emociones negativas o bien goza de
tranquilidad y seguridad y resiste el estrés. Al margen de la validez de estas
y otras clasificaciones concretas, la psicología, al ser una ciencia, no puede
ir más allá del temperamento y el carácter, es decir, de los elementos
biológicos y los aprendidos a lo largo de nuestra vida. Pues qué, ¿es que hay
algo más que ciencia, biología y aprendizaje?
Es lo que pretende la filosofía,
cuando habla de tipos de hombres de un modo diferente. Por ejemplo, si tomamos
a Dilthey, un filósofo alemán nacido en el XIX y muerto en 1911, vemos que nos
habla de temples distintos: hay quien se apega a lo sensible, y disfruta de lo
que tiene a mano; hay quien persigue grandes fines a través del azar y el
destino; y quien no soporta la caducidad de aquello que ama y tiene, y la vida
le parece vana, o busca en el más allá algo perdurable.
También la literatura aporta
clasificaciones. En la última novela de Milan Kundera, “La fiesta de la
insignificancia”, se distingue entre el perdonazos, que va por la vida pidiendo
perdón por todo, y el que no lo es, que siempre que hay un conflicto se cree el
agredido, el que posee un derecho que se le ha pisoteado. Piensen en un choque
entre dos personas en una acera: la primera pedirá un espontáneo perdón y la
segunda exigirá, espontáneamente también, explicaciones.
A caballo entre la filosofía y la literatura tenemos una recurrente
distinción entre personas: las hay que encajan en el mundo como si este fuera
su hogar y las hay que lo miran como algo extraño, a veces con la textura de un
sueño, a veces de obra de teatro, y que
se sienten más espectadores que jugadores. Por supuesto, esta división es
simplificadora, o solamente registra los extremos. Pero la simplificación es
mía, no de las novelas, cuyos protagonistas se encuentran a menudo más cerca
del segundo tipo que del primero.
Y ahora veamos qué derecho asiste a
la filosofía y a la literatura para hacer esas distinciones, qué distingue a
estas de la mera observación de un particular basada en su experiencia
personal. Un positivista diría que o bien se puede traducir la clasificación
filosófica y la literaria a lo psicológico o bien, de no poderse, carecería de
valor como conocimiento. No parece que términos como “azar” o “destino”,
utilizados por Dilthey, puedan integrarse en la psicología. En cuanto a la novela
como género, lo que ella dice sólo ella puede decirlo, de modo que una novela
que pudiera traducirse a psicología (o a historia), no es una novela. Así que
nos queda afrontar la pregunta de si esos conocimientos no científicos, sino
filosóficos y literarios, tienen algún valor. Échenle otro vistazo a esas últimas
clasificaciones, tengan en cuenta que se hayan en el contexto de una amplia
teoría filosófica o de una obra literaria, díganse también si ustedes viven en
el mundo como en un lugar extraño o como en un sitio acogedor, o si son o no
unos perdonazos, y concluyan, después de eso, si ese conocimiento carece de sentido.
JUAN
FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA
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