viernes, 20 de diciembre de 2013

Blanco roto. La ciencia: el fracaso de un éxito (I)

BLANCO ROTO
LA CIENCIA: EL FRACASO DE UN ÉXITO (I)

       Un filósofo alemán (valga la redundancia) se preguntaba en los años treinta del siglo pasado si las ciencias estaban en crisis. Sólo hay que pensar en la física de aquel tiempo y nombrar a Einstein, Bohr o Heisenberg para darse cuenta de lo peregrino de la pregunta de Husserl, que así se llamaba el filósofo. Sin embargo, la extraña pregunta era pertinente. En el Renacimiento, el hombre europeo renunció a su modo anterior de existencia y se propuso nuevas metas: una teoría libre del mito y la tradición, una acción autónoma y un cambio político. Las ciencias eran parte esencial de ese proyecto, unas ciencias no independientes, sino que formaban parte de una gran ciencia o filosofía que las incluía a todas y que trataba tanto problemas de hecho o temporales como problemas de razón o eternos. Husserl respondía afirmativamente a su pregunta, y consideraba que la crisis de las ciencias era consecuencia del abandono de ese ideal de una ciencia omniabarcadora y de la renuncia de las ciencias a formar parte de ese proyecto racional común que encarnaría luego la Ilustración. Las ciencias acabaron dedicándose a problemas concretos y desentendiéndose de cualquier “pregunta última”. Eso les proporcionó un éxito sorprendente, y, a partir de la segunda mitad del XIX, la prosperity embaucó a las gentes. El problema era que, puesto que las ciencias estaban en el núcleo de lo que era el hombre europeo desde el Renacimiento, la crisis de aquellas era también la crisis de la humanidad europea. Como el año 2014 hará un siglo de la Primera Guerra Mundial, conviene tener esto en cuenta. Pero antes de tratar de ella, nos preguntaremos si hoy podemos hablar de crisis en las ciencias.
JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA
Artículo aparecido en Diario Jaén el día 10 de enero de 2014

lunes, 9 de diciembre de 2013

Blanco roto. La educación

BLANCO ROTO
LA EDUCACIÓN

            La insistencia por parte del gobierno en que la nueva ley de educación permitirá una mayor competitividad en el mercado y una mejor inserción laboral de los titulados (en la “Exposición de motivos” se habla de “capacidad de competir con éxito en el ámbito del panorama internacional”, de “puestos de trabajo de alta cualificación” y de “crecimiento económico”) supone el manifiesto olvido de que la educación es un fin en sí mismo y, por tanto, una desvirtuación de la misma. Preguntarse para qué sirve la educación es tan absurdo como preguntarse para qué sirve el amor o la felicidad. Si algún responsable hubiera pensado sobre ella, habría venido a caer de bruces inexorablemente en el texto platónico del mito de la caverna, uno de esos textos fundacionales de nuestra cultura occidental de los que no deja de manar agua por mucho que los siglos hayan bebido de él. En ese lugar se propone la educación como un cambio radical e integral de la persona, que es otra después de haber sido educada. No es que el educado haya aprendido algunas cosas, sino que se ha transformado en otro. Su vida ya no es la misma ni podrá serlo nunca. Cómo conseguir eso en una sociedad como la nuestra, tan distinta no ya a la de la Grecia del siglo IV a.C., sino a la de nuestros padres, sería un buen y complejo territorio de discusión política y ciudadana que me temo seguirá desierto por mucho tiempo. Pero, se objetará, ¿no se dice también en la “Exposición de motivos” que “El aprendizaje en la escuela debe ir dirigido a formar personas autónomas, críticas, con pensamiento propio”? En efecto, y por ello la Historia de la Filosofía, donde anualmente se explica el mencionado texto platónico, deja de ser obligatoria en 2º de Bachillerato.

JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA
Artículo publicado el viernes 6 de diciembre de 2013 en Diario Jaén