IRREALIDAD
La
situación que vivimos ha sido calificada de irreal, de pesadilla, de distópica.
Una novela de 2005 que imaginaba una situación de confinamiento con calles
desérticas, fue rechazada por las editoriales, alegando que era “extremadamente
exagerada”, “un escenario distópico e irreal”. Puede que en estas situaciones
anormales se dispare con más profusión esa sensación de estar ante una ilusión
que, me parece, constituye un rasgo de la vida humana. El ver la vida como un
sueño o el mundo como un teatro fue algo característico del barroco, y tal vez
lo sea de toda época de crisis. De hecho, desde Matrix hasta El show de
Truman, son muchas las películas que desde hace ya muchos años retoman ese
tópico, apuntando a un desequilibrio en la intimidad de nuestro tiempo. Pero,
como digo, si determinados periodos aumentan la probabilidad de que sintamos la
vida como un sueño, el mundo como un teatro, no se trata de una experiencia
cicunscrita a ellos. Recuerdo una mañana estival en Ferrara, en un espacio
abierto por donde transitaban paseantes solitarios y corrientes ciudadanos en
bicicleta. Tuve la aguda sensación de encontrarme en un cuadro de Giorgio de
Chirico, que es un modo de verse en un sueño o en una escena teatral. Por su
parte, la relación entre ambas cosas, el sueño y el teatro, es otro lugar común
que podemos leer en Góngora (El sueño,
autor de representaciones, / en su teatro sobre el viento armado,/ sombras
suele vestir de bulto bello) o en Addison (El alma, cuando sueña, es teatro, actores y auditorio).
Quienes
somos aficionados a transitar la confusa línea que separa la realidad de la
ficción (que somos los mismos aficionados a darles vueltas al asunto de la
realidad en un sentido amplio) disfrutamos con los juegos que la exploran. La
metaficción, por ejemplo, que tanto éxito ha tenido en los últimos decenios
pero que hace más de un siglo que Unamuno la inventara con su nivola Niebla. O esas historias de detectives en las que aparece una obra
de teatro. Sería interesante hacer una recopilación de las mejores (recuerdo
algunas del padre Brown de Chesterton), en las que se juega siempre con la
ambigüedad de lo que se recita o hace en el escenario, que no sabemos si
pertenece al guion de la obra representada o a la “realidad” de lo que ocurre
en la trama de la historia.
También
hemos tenido que reparar, inevitablemente, en una categoría de libros que
narran experiencias reales. En ellos, como en la vida de cada uno, que también
tiene un ingrediente narrativo, se trata de contarnos y contar a los demás
nuestra propia vida. Sería absurdo decir que nos hallamos ante un libro de
ficción alegando que toda interpretación de lo ocurrido, por cuanto supone de selección
y de acentuación, lo es, arguyendo que no todos vemos lo mismo ante las mismas
cosas y que por tanto lo que decimos que pasó es una ilusoria construcción que,
se añade, responde a unos intereses inconscientes y probablemente egoístas. He
leído últimamente algunos libros pertenecientes a esa literatura no literaria,
o no ficticia, y basta hacerlo para darse cuenta de que cuando alguien cuenta
sinceramente una experiencia brutal el lector se enfrenta a otro género, si es
que cabe denominarlo así. Enfrentémonos a Si
esto es un hombre, de Primo Levi, donde este químico cuenta su estancia en Monowice,
uno de los campos de concentración del complejo de Auschwitz. O a Reportaje al pie de la horca, un libro
compuesto con las hojas que la mujer de Fucik consiguió reunir acabada la
Segunda Guerra Mundial y que su marido había conseguido escribir y hacer llegar
al exterior gracias a un guardián de la cárcel de Praga donde se encontraba
prisionero de los nazis. O tomemos El
colgajo, en que Philippe Lançon, uno de los supervivientes del atentado de Charlie Hebdo en París en enero de 2015,
narra su terrible experiencia. Son libros más allá o más acá de la literatura,
pero de los que no están ausentes los recursos de la ficción. Exigen demorarnos
en ellos en el siguiente artículo.
Juan Fernando Valenzuela Magaña