martes, 15 de enero de 2019

El mandarín y la inquietante sospecha


Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 14 de enero de 2019 


EL MANDARÍN Y LA INQUIETANTE SOSPECHA
           
            Recordemos la cuestión del mandarín de la que hablábamos el mes pasado. Usted tiene la posibilidad de heredar una gran fortuna con la condición de hacer que un viejo mandarín en la lejanía de la China muera. El crimen quedará impune y no solicita de usted más que hacer un gesto con la cabeza o apretar un botón. ¿Mataría usted al mandarín? Vimos que este cuento moral constaba de estos cuatro elementos: el beneficio, la lejanía respecto de aquel a quien se daña, la facilidad de la acción y la impunidad. Relacionamos esta última con la corrupción y anunciamos que hoy hablaríamos del ingrediente de la distancia. Dañar a alguien que nos resulta lejano parece más fácil que hacerlo a alguien próximo a nosotros.
            Aristóteles decía que compadecemos a quienes son semejantes a nosotros en “edad, costumbres, modo de ser, categoría o linaje”, así como los padecimientos cercanos en el tiempo, no los muy antiguos o los del futuro, al menos no del mismo modo. La distancia, espacial y temporal, está relacionada con la compasión.
Muchos siglos después, Diderot apuntaba que “el asesino, que acaba en las costas de China, ya no está en condiciones de percibir el cadáver que ha dejado desangrándose a orillas del Sena”. Y Adam Smith imagina cómo un europeo decente se entristecería por la noticia de un terremoto devastador en China para pasar después a sus propias cuitas, alguna de las cuales podría quitarle el sueño que no enturbiarían los cadáveres de tantos hermanos desconocidos.
            Tanto individual como colectivamente, el progreso moral ha consistido en contrarrestar ese egoísmo natural, en aplicar nuestros principios a un campo cada vez más amplio.
El psicólogo Köhlberg estudió el desarrollo moral de la persona, situándola al principio en un estadio egoísta y dependiente de recompensas y castigos hasta llegar al respeto a unos principios universales, pasando antes, entre otros estadios, por el de camaradería y proximidad. De la impunidad a la máxima distancia, diríamos en los términos de la cuestión del mandarín.
            Si hablamos colectivamente, como comunidad, ¿no inquieta nuestra conciencia la sospecha de si nuestra vida confortable no estará siendo comprada al precio de la miseria de otros, de si no estamos matando al mandarín continua y comunitariamente? Tal vez la China de nuestra cuestión tenga que ser hoy sustituida por India, donde nada cuesta imaginar a trabajadores explotados por marcas cuyos productos podemos comprar, por tal explotación precisamente, a un precio asequible. O por Yemen, un país tan distante emocionalmente que no importa si las armas que vendemos a Arabia Saudí pueden ser utilizadas contra su población siempre que se aseguren los seis mil puestos de trabajo que permite el contrato de cinco corbetas para este país con Navantia (revísese el reciente caso y dígase si no es pertinente ahí la cuestión del mandarín). La interrelación entre todo lo humano no es ya un ideal, sino un hecho. De ahí que la justicia tenga que ser global. Sin embargo, da la impresión de que la política se haya atrapada en conceptos locales, estatales, y es incapaz de controlar el verdadero poder, situado fuera de todo territorio y carente de fronteras. Es esa la zona oscura de la globalización, que ha generado distópicas pesadillas. El ciudadano siente hoy que el rumbo de las cosas no depende ya de él y que está a merced de golpes que no puede prever. ¿No se viven estos a veces como el castigo por la muerte de los mandarines?
            Y del mismo modo que ya nada humano, por lejano que sea espacialmente, puede resultarnos ajeno, el pasado y el futuro imponen deberes al hombre de hoy. Las posibilidades ambivalentes de nuestra capacidad tecnológica ponen de manifiesto la necesidad de preservar restos pretéritos y, sobre todo, las obligaciones con las generaciones venideras. Nunca estas han estado tan cerca de nosotros, reclamando su derecho a un planeta habitable.

Juan Fernando Valenzuela Magaña






El mandarín y la corrupción


Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 17 de diciembre de 2018 

EL MANDARÍN Y LA CORRUPCIÓN
           
            En nuestros tiempos veloces, donde todo adquiere una importancia tan enorme como fugaz, las obras (literarias, pictóricas…) brillan efímeramente y son de inmediato engullidas por el olvido. No digamos los diarios, que, como espejo de la actualidad, tienen por destino, incluso en tiempos menos céleres, una rauda desaparición. Sin embargo, hay una fuerza opuesta propiciada por la tecnología: de esos olvidos y de otros mucho más lejanos, podemos extraer fácilmente lo que en ellos cayó y calló. A la mano tenemos textos rescatados que antes solo podían consultar investigadores especializados. Una voluntad de totalidad alienta tanto en la digitalización del presente como en la reconstrucción del pasado. Por eso uno puede leer, recorrido por una nostalgia imposible, la nostalgia de lo no vivido, periódicos del siglo XIX. En uno francés, “L´Intermédiaire de chercheurs et de curieux”, la gente hacía preguntas que eran respondidas por otros lectores o por algún redactor. El 10 de mayo de 1866, un tal P.L. se interesa por la obra de Rousseau donde aparece la expresión “tuer le mandarin” (“matar al mandarín)”. ¿A qué se refiere con esto?
            Se trata de una interrogación moral. Usted, lector del Jaén, tiene la posibilidad de heredar una gran fortuna con la condición de aceptar que un viejo mandarín en la lejanía de la China muera. Tal crimen quedará impune. Pongamos que todo lo que tiene que hacer es un gesto con la cabeza. ¿Usted lo haría? ¿Mataría usted al mandarín?
            De manera que “tuer le mandarin” es beneficiarse de una acción que perjudica a un desconocido teniendo garantizado que permanecerá sin saberse y sin castigo. Cuatro son, pues, los ingredientes de este cuento moral: el beneficio, la lejanía respecto de aquel a quien se daña, la facilidad de la acción y la impunidad.
            La cuestión del mandarín fue debatida en la prensa francesa porque no había manera de encontrar el pasaje en la obra de Rousseau (entonces no bastaba con darle a “Buscar” e introducir la palabra adecuada). Si se atribuía a él fue porque así aparece en una novela de Balzac. Sin embargo, hoy sabemos que la memoria de este novelista le jugó una mala pasada atribuyendo a Rousseau lo que había leído en Chateaubriand, a quien hay que apuntar el hallazgo. En cualquier caso, la pregunta sobre el mandarín, que apunta en su planteamiento a un desarrollo narrativo, va a tenerlo con diferentes variaciones. La más famosa de ellas es la novela “El mandarín” de Eça de Queiroz.
Pero la cuestión tiene también aspectos que son de gran interés y actualidad para la ética. Hemos visto que hay en ella dos elementos que ya aparecían, por separado, en las reflexiones de los griegos: la impunidad y la distancia. Diré algo sobre la primera en el tiempo (espacio) que me queda y emplazo al lector al mes próximo para hablar de la segunda.
            No voy a destacar más que un aspecto del terrible problema de la corrupción, el de la sensación de impunidad en que parece haberse cometido. Esto plantea la pregunta: ¿cumplimos las normas morales porque son también normas sociales o jurídicas, es decir, porque tememos las sanciones que acarrearía transgredirlas? Si estuviéramos en la situación de quienes han robado lo que es de todos y supiéramos que no nos pasaría nada, ¿qué haríamos? ¿Mataríamos al mandarín? ¿Lo hacemos ya de algún modo como ciudadanos cuando tenemos la seguridad de que “no nos van a pillar”?
Los griegos hablaban del anillo de Giges, que permite hacerse invisible a quien lo tiene con solo girarlo. Un personaje de Platón sostiene que si se le da un anillo así a un hombre justo y a otro injusto, ambos actuarían mal, pues solo el miedo al castigo retiene al justo de hacerlo. Sin embargo, podemos replicar nosotros con Kant, cuando el hombre justo actúa bien únicamente por miedo a la condena, social o jurídica, no se trata propiamente de un hombre justo. Los corruptos confundieron una baratija con el anillo de Giges, pero si hubieran sido decentes jamás hubieran matado al mandarín.
Juan Fernando Valenzuela Magaña