lunes, 24 de octubre de 2022

Últimas palabras

 Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 24 de octubre de 2022.  


ÚLTIMAS PALABRAS

 

El asunto de las últimas palabras que alguien dice antes de morir se ha movido entre lo anecdótico y lo trascendental. El componente primero se lo da su carácter de respuesta rápida e ingeniosa, ese rasgo que era tan valorado en los salones parisinos y cuya sombra es el llamado esprit de l´escalier. Ya hablamos sobre eso anteriormente. El segundo, es claro, la estrecha cercanía a la muerte. Uno tiende a pensar que esas palabras que cierran una vida, tras las que alguien no dirá nunca nada más, encierran, incluso si de ello no es consciente quien las pronuncia, un significado especial. Esa tendencia es mayor si el protagonista sabe que va a morir, pero también se da cuando la muerte es inopinada y sorprende al fallecido. Cifra de la esencia de una persona, revelación del secreto de una vida, auscultación del presente o chispeante salida, broma intencionada, frase que involuntariamente crea un chiste, las últimas palabras han interesado a biógrafos, historiadores, escritores y lectores en general. Voy a intentar aquí clasificar un buen puñado de ellas que he ido recolectando a lo largo de años de lectura, indagando hasta donde me es posible en las fuentes de donde originalmente surgieron.

Comencemos por las que podríamos llamar enigmáticas. Las más famosas son las de Goethe: “¡Luz, más luz!” Parece ser que debemos esta noticia a su médico, que, aunque no estuvo presente, las ha trasmitido a la posteridad. Yo las leí por primera vez en Ortega y Gasset (conocida es la afinidad de Ortega con Goethe, que al discípulo del primero, Julián Marías, gustaba llamar “amistad”), que las relaciona con el imperativo de claridad y con otras palabras del escritor alemán: “Yo me declaro del linaje de esos/ Que de lo oscuro hacia lo claro aspiran.” Con ese estilo que tanto cala (o calaba) en la adolescencia y tanta vocación despierta (o despertaba), don José escribía: «Y a la hora de morir, en la plenitud de un día, cara a la primavera inminente, lanza en un clamor postrero un último deseo, la última saeta del viejo arquero ejemplar: “¡Luz, más luz!”».

Goethe murió el 22 de marzo de 1832, en la primera mitad del XIX. En la segunda, otro día 22, esta vez de mayo y en 1885, Víctor Hugo pronuncia sus últimas palabras: “Je vois la lumière noire”, “Veo la luz negra”. La noticia me la proporciona la introducción a Nuestra Señora de París en la edición de Cátedra, aunque no se da por segura. El contraste con las últimas palabras de Goethe más que pedir un intento de explicación sugiere dejarlo así y recrearse en su constatación.

         Otra categoría la pueden integrar las que tienen un toque de humor, ese con que el hombre encara a veces la muerte. Así, tenemos las de Saint-Gelais, poeta francés del Renacimiento, que tomo de los diarios de Jünger. Los médicos discutían junto a su lecho sobre su enfermedad y tratamiento. Saint-Gelais se volvió hacia la pared y dijo: “Señores, voy a poneros de acuerdo”, y murió.

         De humor involuntario podemos calificar aquellas del señor de Lagny, apasionado de las matemáticas, que recoge Paul Hazard en su libro sobre el pensamiento en el siglo XVIII: «cuando estaba moribundo y le decían en vano las cosas más tiernas, llegó el señor de Maupertuis y puso empeño en hacerle hablar: “Señor de Lagny, ¿el cuadrado de doce?” “Ciento cuarenta y cuatro”, respondió el enfermo con voz débil; y ya no dijo una palabra más».

         Este tipo de humor que, al contacto con la muerte, se convierte en humor negro, aparece también en las últimas palabras del poeta Dylan Thomas. Las leo en una novela de Eduardo Lago, Llámame Brooklyn: «cuando se agarró la monumental cogorza que le costó la vida, lo trasladaron con el hígado reventado al cercano hospital de San Vicente. Las últimas palabras del galés, justo antes de morir, fueron: 18 whiskies, no está mal».

         Hay más finales humorísticos, que dejaremos para el próximo artículo. Sobre este asunto conviene no decir todavía la última palabra.

 

JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA




miércoles, 12 de octubre de 2022

La herencia del mendigo

 Publicado en Stella, 2020.

LA HERENCIA DEL MENDIGO

 

Salvo yo, que no existo, todo cuanto voy a decir es verdad. Al menos, es lo que podríamos admitir como tal después de cotejar los datos que nos ofrece la prensa de la época. Y no tanto por ser concordantes (pues hasta llegan a ser contradictorios) como por ser variados, lo que permite corregir esta noticia con otra, aquella con la de más allá, hasta hacerse una idea suficientemente aproximada de lo que ocurrió.

Soy un ser virtual, y desapareceré tan pronto como ponga el punto final de este artículo. Consisto en una voz y un deseo: saber qué pasó en los años 1934 y 1935 en las vidas de unas personas vinculadas a Navas de San Juan.

Nací de la lectura de una entrevista, la que en el Mundo gráfico del 7 de agosto de 1935 le hace G.S.-B. a Amador Martínez, un mendigo que vivía en una barraca de la Barceloneta. La Fortuna, fiel a su imagen de rueda tornadiza e imprevisible, se le presentó a Amador a sus sesenta y dos años con una herencia de cuarenta mil duros (para los jóvenes, doscientas mil pesetas, unos mil doscientos euros) y varias fincas en Úbeda. Según informa el entrevistador, el año anterior había ardido, en Navas de San Juan, la casa en que vivía doña Bernardina Martínez, viuda de un ebanista, con sus sobrinos. Estos se salvaron, pero ella murió en el incendio. Cuando los sobrinos reclamaron la herencia, el notario les dijo que el heredero directo era el hermano de la difunta. Cierto que no se sabía si vivía o había muerto, pero debían esperar a ver si se averiguaba su existencia. Ese hermano, en efecto, es Amador Martínez, que malvive en una barraca a la que llamó Villa Amparo en recuerdo de su mujer muerta dos años atrás. La policía lo localizó tras ocho meses buscándolo. Parece que al principio se mostró incrédulo y que luego nada quiso saber de la herencia. En el momento de la entrevista ha pedido a sus parientes de Navas quinientas pesetas para ropa (de “modestísima indumentaria” es calificada por el entrevistador la que lleva), el viaje y la comida en el tren. Con la herencia, Amador se propone acabar tranquilamente sus días, pero no en Navas de San Juan, afirma categóricamente, sino en Barcelona, en “Villa Amparo”, donde murió su mujer y donde, desde los cuarenta en que dejó el Cuerpo de Carabineros, ha pasado los años más tristes de su vida. La entrevista está acompañada de una fotografía de Amador delante de su barraca. Parece un hombre de complexión fuerte, de tamaño medio. Su rostro sin afeitar ha resistido bien el paso del tiempo y solo le falta pelo en la parte delantera de la cabeza. Bajo sus espesas cejas, los ojos no miran a la cámara sino a sus recuerdos.  

        Podemos mantener como cierta la versión de Mundo gráfico excepto en algunos puntos que serán corregidos más adelante. A su favor tenemos una noticia en ABC del 2 de agosto del mismo año. En ella se matiza que “un policía” (atención a ese detalle) estuvo buscándolo durante “más de ocho meses” y que la cantidad heredada es superior a trescientas mil pesetas (lo que no contradice las doscientas mil si tenemos en cuenta las fincas de Úbeda). La noticia destaca la incredulidad de Amador y nos cuenta su sospecha de que el incendio no fuera casual. Perdonemos, en fin, que el breve artículo ubique Navas de San Juan en la provincia de Ciudad Real. También lo hace el Ahora del mismo día, en el que veo por primera vez el segundo apellido de Amador Martínez: Cano. Como en la noticia de ABC, se llama la atención sobre el hecho de que nuestro paisano (fichado como “vago profesional”) se hallaba fuera de la ley con motivo del bando que reprimía la mendicidad. Otro artículo aparecido en La Voz, firmado por Febus, aunque le pone, erróneamente, diez años más a Amador, nos aporta dos valiosos datos. Uno: el inspector de Policía que lo localizó se apellidaba Asensio y lo hizo a petición de un amigo suyo residente en Navas de San Juan. Nuestro mendigo respondió al inspector que no le interesaba la herencia, “y que —reza el artículo—antes de ir a Navas para entendérselas con sus parientes, prefería seguir siendo pobre.” Y segundo dato: Bernardina se había casado en Úbeda con un ebanista, que luego se estableció en las Navas. Al quedarse viuda vivieron con Bernardina unas sobrinas suyas. El incendio donde murió Bernardina habría ocurrido “en octubre pasado”, es decir, en octubre del 34. Los sobrinos, vemos, se han convertido en sobrinas.

        Recapitulemos. Estamos en 1935. Amador Martínez Cano, un antiguo carabinero, mendigo, viudo y que vive en una barraca en la Barceloneta, hereda doscientas mil pesetas y fincas en Úbeda de su hermana Bernardina, viuda a su vez de un ebanista establecido en Navas de San Juan. Bernardina ha muerto en un incendio en la casa que habitaba con sus sobrinos o sobrinas. Incrédulo y reticente al principio, al final accede a viajar a Navas para lo que pide quinientas pesetas a sus parientes de allí.

        Puro deseo de saber, me pregunto (¿ustedes no?) quién era esa Bernardina, quién su marido ebanista fallecido, cómo,  cuándo y en qué calle se produjo el incendio que acabó con su vida.

Y aquí aparece una sorpresa. No hubo ningún incendio en Navas que diera fin a la existencia de Bernardina. Hubo incendio, sí, hubo notable muerte, en efecto, pero no ocurrió en Navas. Tuvo lugar… en Úbeda. Y tampoco fue en octubre, sino en junio. Saltando del ABC a El Sol, de este a El defensor de Córdoba, de aquí a La Voz, de La Voz a El Liberal, de este a Luz y de aquí a La Libertad, reconstruyo la noticia. En la noche del 11 de junio de 1934 se declara, debido a un cortocircuito, un violento incendio en el almacén de maderas de Juan José Cano, en la calle Doña María de Molina, número 10. Vecinos y autoridades intentan sofocarlo sin éxito. Entonces se pide ayuda al Servicio de Incendios de Linares. Al llegar de allí dos brigadas de bomberos, la gente aplaude. El que una ciudad como Úbeda, de 35.000 habitantes, carezca de agua, material de incendios y Cuerpo de bomberos, será objeto de una crítica que se abordará en la sesión del Ayuntamiento celebrada el día 15, donde el señor Dueñas ruega se busquen los medios para que Úbeda sea dotada de un buen servicio de incendios.

Entre los escombros aparece el esqueleto de la tía del propietario, Bernardina Martínez, de unos cincuenta años de edad, cuyo cuerpo fue consumido por las llamas.

El deseo de saber, a la vez que se calma se acrece. Toda respuesta no es sino el alimento de una nueva pregunta. Termino estas líneas con aquellas que no pude resolver.  ¿Vino Amador al pueblo a recoger su herencia? ¿Terminó, rico y tranquilo, sus días en Villa Amparo, como él quería? ¿Era navera o ubetense Bernardina? ¿Quién era su marido, el ebanista que se estableció en nuestro pueblo y al que en ningún momento se le da nombre? ¿Qué vecino de Navas escribió a su amigo el inspector de policía Sr. Asensio para que localizara a Amador? En aquellos tiempos en que establecerse en una gran ciudad suponía un dificultoso reto, los naveros que en ellas vivían establecían una estrecha relación. Si no me equivoco, los hermanos Nieto coincidieron en Barcelona con Amador durante un buen número de años. Siendo ambos miembros del Cuerpo de Vigilancia, ¿se relacionaron con el carabinero Amador? ¿Supieron, dada la vinculación de Miguel Nieto al mundo del periodismo, de la cuestión de la herencia?

Cierro con estas preguntas el telón de mi virtual existencia.

 

JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA