Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 22 de octubre de 2018
REALIDAD Y FICCIÓN
Empezaré
este artículo con una parábola. Se la debemos a Kierkegaard. En un teatro se
declaró un incendio entre bastidores y el payaso salió al proscenio para
avisar. El público pensó que era un chiste y aplaudió. Insistió el payaso y el
público, a carcajadas, aplaudió más fuerte. Así piensa el filósofo danés que
perecerá el mundo. Destaquemos en esta historia la confusión entre la realidad
y la ficción. Fue lo que pasó en 2002, cuando miembros del ejército checheno
irrumpieron en un teatro de Moscú en plena representación de un musical. Los
espectadores creyeron que formaba parte de la obra. Del mismo modo, en el Burgtheater
de Viena, en 2008, un actor estaba representando el suicidio de Mortimer en “María
Estuardo”, de Schiller, cuando se cortó el cuello sin querer con el cuchillo.
Brotó sangre real y el hombre cayó al suelo. La gente aplaudió la veracidad de
la actuación. Afortunadamente, la hoja no seccionó la arteria carótida y el
actor sobrevivió. Cuenta Francisco de Cossío en “Confesiones” un duelo a sable
ocurrido en un teatro a las cuatro de la madrugada. Él se hallaba tras la
cortina de un palco y dice que “el ambiente de aquel duelo daba a los
personajes y al escenario donde se movían una teatralidad impresionante.” Si en
estas historias la realidad es tomada como ficción, ocurre también lo inverso,
situaciones ficticias que son confundidas con la realidad. Paradigmático a este
respecto fue el episodio ocurrido en 1938, cuando Orson Welles retransmitió por
la radio una adaptación de “La guerra de los mundos”. Muchos oyentes fueron
presa del pánico al creer que estaban realmente siendo invadidos por
extraterrestres. La familiaridad con la radio, la televisión y el cine, no
parecen habernos hechos inmunes a esta confusión. El año pasado, un agente
disparó en Indiana a un actor que rodaba la escena de un atraco confundiéndolo
con un ladrón real.
La
sensación que uno tiene cuando asiste a estos ejemplos es la de que nos
hallamos ante un asunto sobresaliente. En efecto, la pregunta por lo real, el
esfuerzo por distinguir la realidad de la apariencia, lo encontramos en el
núcleo del origen del pensamiento racional. Y, como las grandes cuestiones del
hombre se dan la mano unas a otras, encontraremos esta de la realidad ligada a
lo largo de la historia a otras como la del conocimiento o la identidad. Por
eso la novela, tan interesada en la búsqueda del yo, ha explorado afanosamente
este territorio, dando lugar en los últimos decenios a la llamada
“autoficción”, casi un género literario, en la que el escritor del libro
aparece dentro de la historia como un personaje, jugando con los límites que
separan la realidad y la ficción, de modo que el lector queda atrapado en una
ambigüedad fecunda, sin saber del todo si lo que está leyendo pertenece al
terreno de lo acontecido o a la invención de la fantasía.
Podría
objetarse que este artículo eleva a normalidad lo que no es más que excepción;
que, si no distinguiéramos habitualmente entre realidad y ficción, no
destacarían tanto los ejemplos aportados; que, salvo puntuales confusiones o
lamentables trastornos, la gente tiene claro cuándo se halla ante algo
auténtico o ante algo ficticio. A esto podría, sin embargo, responderse que
acaso la realidad no sea un mundo exterior objetivo independiente de nosotros,
que quizá toda realidad esté ya seleccionada, evaluada, interpretada y, por
tanto y en cierto modo, inventada. Es decir, ficcionalizada. Pero, sin llegar
tan lejos, basta un vistazo a nuestro alrededor para constatar con qué facilidad
proliferan los bulos por las redes sociales, cómo la gente cree en cosas
manifiestamente falsas. La palabra del año 2016 fue para el Diccionario Oxford
post-truth, posverdad. Desde entonces su uso no ha hecho más que crecer,
indicando una situación en la que los hechos objetivos influyen menos a la hora
de sostener algo que la emoción o la creencia personal. ¿No estamos, entonces,
confundiendo continuamente la ficción con la realidad?
Juan Fernando Valenzuela Magaña