lunes, 20 de julio de 2020

La mentira


   Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 20 de julio de 2020.


LA MENTIRA

            Quiero partir en este artículo de una experiencia que sospecho común y habitual. Ante ciertas declaraciones, manifestaciones o noticias nos preguntamos: ¿realmente esta persona cree lo que está diciendo? Se nos plantea entonces la siguiente elección: o bien miente descaradamente o bien está  siendo sincero, en cuyo caso no entendemos cómo ha podido llegar a creer semejante dislate. Aunque podría haber una tercera opción, un cierto autoengaño que situaría al sujeto a caballo entre la sinceridad y la falsedad.
            Si bien últimamente se habla mucho de la mentira, el asunto, por supuesto, no es nuevo. En el mundo griego tenemos a Epiménides, aquel cretense que decía que todos los cretenses mienten, provocando una paradoja que obsesionó al poeta Filetas de Cos hasta el punto de llevarlo a la muerte. Platón advertía en Hipias menor que el sabio estaba en mejores condiciones para mentir que el ignorante, pues este podía, aun intentando mentir, decir la verdad sin querer. San Agustín, siglos después, sostenía que se puede mentir diciendo la verdad y ser veraz diciendo algo falso. El mentiroso no lo es por sostener algo erróneo, sino por no creer en lo que está diciendo. Si yo digo que dos y dos son cuatro, pero creo que son cinco, estoy mintiendo. Si digo que un triángulo tiene cuatro lados y realmente lo creo, estoy siendo veraz y no se me puede acusar de mentiroso, aunque sí de estar equivocado. La mentira, por tanto, tiene que ver con quien dice y no tanto con lo que dice.
            La cuestión de si se debe mentir en ciertas ocasiones (por ejemplo, para no perjudicar a alguien) aparece también en San Agustín, y sería objeto de una famosa polémica entre el filósofo Kant y el escritor Constant a finales del siglo XVIII. Mientras que Kant era partidario de no admitir excepción alguna al deber de decir la verdad, Constant cree que no puede tomarse tal deber de modo absoluto y aislado: ¿y si un asesino nos pregunta si nuestro amigo se ha escondido de él en nuestra casa? Mark Twain hubiera estado de acuerdo con él. En La decadencia del arte de mentir dice que si los niños y los tontos siempre dicen la verdad, entonces los adultos y los sabios nunca la dicen.
            Según una estadística, una persona normal miente al hablar tres veces cada diez minutos. Creo que no se trata propiamente de mentiras, al menos de un modo puro. La mayoría de ellas, quiero pensar, son involuntarias (fallos de memoria, por ejemplo) o fruto del autoengaño. A veces el sujeto se está convenciendo de ellas mientras las enuncia.
            Las mentiras de las que venimos hablando son sobre todo personales. Otra cosa son las mentiras públicas, el terreno resbaladizo de los bulos, los hechos alternativos y la posverdad. Si nos mantenemos en los términos agustinianos, habríamos de distinguir entre quienes lanzan la mentira voluntaria e interesadamente y quienes se la creen (“quienes se la compran”, se dice ahora) y la propagan. Los primeros mentirían, los segundos no, lo que no priva a estos de toda responsabilidad, pues, dado el contexto en el que estamos, es un deber cívico no ser un crédulo integral, sobre todo si se es propenso a “compartir”. Pero quizá San Agustín no nos baste en este caso.
            Como en todos los demás grandes asuntos humanos (pues la mentira, o la verdad, es uno de ellos) cada época ejecuta al respecto una variación característica, y es eso lo interesante. Puede que la posverdad sea la mentira, pero es nuestra mentira, y no debemos desaprovechar lo que nos dice de nuestro mundo. Maurizio Ferraris, en su sugerente libro sobre el asunto, la ha ligado a esa posmodernidad que en el último cuarto del siglo XX sostenía que no existen los hechos, solo las interpretaciones. Eso me lleva a pensar que lo característico de la mentira actual no entra dentro de la categoría de mentira agustiniana. Los ejemplos de posverdad que pueden ponerse (las declaraciones de Trump o de los antivacunas) muestran que los sujetos creen  lo que dicen. Una creencia, además, con gran carga emocional y en ocasiones con consecuencias terribles, a la que no son ajenas las nuevas tecnologías.
JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA



lunes, 6 de julio de 2020

El puente


EL PUENTE

         Cuando vi el puente que saltaba el profundo abismo al fondo del cual discurría un breve río recordé un cajón. Fue lo primero que vino a mi memoria, el cajón de la casa de mis padres donde guardaba, desordenados, cartas, postales, documentos, carnets, fotografías y pequeños objetos (llaveros, bolígrafos, una flor seca, la pluma de una paloma) del lejano tiempo de mi adolescencia y primera juventud. Pensé en el cajón y luego pensé en una postal que estaría dentro de él. En ella se veía el mismo puente sobre el mismo abismo desde la misma perspectiva que ahora yo tenía. Por detrás, estaba escrito: Querido amigo: Esta es la ciudad en la que ahora enseño y vivo. Una ciudad señorial, de un señorío venido a menos, como simboliza el río que hay bajo este puente, un río otrora caudaloso y ahora apenas una lágrima que se desliza tristemente. Pero ya me conoces. Esa melancolía me gusta y me da fuerzas. Me he propuesto acabar mi novela y leer todo Balzac. Espero que este curso estés aprendiendo mucho y viviendo aun más. Un abrazo. Juan Manuel. Juan Manuel había sido mi profesor de literatura los dos años anteriores y aquel curso, mi último de instituto, le habían concedido traslado a la ciudad señorial desde la que me escribía. Yo había sido su alumno predilecto, había leído todos los libros que recomendaba y ganado todos los concursos de poesía que organizaba. Intercambiamos un buen puñado de cartas durante unos años. Yo le contaba mis desengaños amorosos o académicos y le mandaba mis pretenciosos poemas. Él me aconsejaba sobre estos con tino de experto y sobre aquellos con suficiencia de adulto, al tiempo que me ponía al día de sus logros y proyectos literarios. En aquel tiempo llegó a publicar su novela y se embarcó en un libro del que nadie podría decir a qué género pertenecía. No recuerdo exactamente cuándo murió nuestra correspondencia, pero cuando acabé la carrera ya no le escribí para decírselo. Tampoco escribía ya poesía.
         Al ver el puente sobre la hondura veo también la foto de la postal y se despierta en mí exactamente el punto de vista en el que estaba situado a mis diecisiete años, la idea del mundo, de mi corto pasado y del largo futuro que entonces tenía. Siento y veo lo que entonces sentía y veía, como si no hubieran transcurrido después más de treinta años. Esa perspectiva y la actual se dan al mismo tiempo o, como ocurre con las imágenes ambiguas (el pato-conejo, la vieja-joven), alternan tan rápidamente que dan la impresión de ser simultáneas. El adolescente que fui y el hombre maduro que soy. La postal y el puente. En la ciudad señorial venida a menos que visitaba por primera vez y en la que no sabía si viviría todavía, quizá jubilado ya, mi profesor de literatura del instituto, autor de tres o cuatro novelas descatalogadas, mi hijo mayor, diecisiete años, corto pasado y largo futuro, me dijo:
         —Papá, ¿qué ves en ese puente que tienes una expresión tan extraña?

JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA