Artículo aparecido en el Jaén el Lunes Santo, 11de abril de 2022.
OLORES
Quiero comenzar este artículo
con dos recuerdos. El primero, de mi infancia, es el de un juego de mesa del
que solo he conocido ese ejemplar. Se encontraba en el local de una asociación
de mi pueblo, Navas de San Juan, y, aunque he olvidado las reglas, en el fondo se
trataba de identificar el olor (a fresa, a violetas, a vainilla…) de las
diferentes tarjetas que venían en él. El segundo recuerdo también es lejano,
aunque no tanto. En el Museo Arqueológico de Sevilla, hará unos veinte años, había
una urna cerrada que al ser abierta permitía oler un aroma del lejano pasado
(creo que recreaba el usado en ritos funerarios tartésicos).
El
hecho de la singularidad del juego de mi infancia (hace poco vi un libro de
niños con olores, pero me da que son contados) unido al de la necesidad de
recrear un aroma para siempre perdido, nos hace caer en la cuenta de la
volatilidad, la fugacidad de los olores, que se sustraen a nuestros intentos
por conservarlos. Por eso mismo y porque el olfato se enlaza directamente con
el hipocampo (el centro de la memoria a largo plazo del cerebro) tienen un gran
poder evocador. Lo experimentó bien Proust, quien levanta la catedral literaria
de En busca del tiempo perdido a
partir del famoso episodio de la magdalena: “Cuando después de la muerte de las
personas, después de la destrucción de las cosas, nada subsiste de un pasado
antiguo, solo el olor y el sabor ― más
débiles pero más vivaces, más inmateriales, más persistentes, más fieles― perdurarán durante mucho
tiempo aún, como almas, recordando, aguardando, esperanzados, sobre la ruina de
todo lo demás, portando sin flaquear sobre su gotita casi impalpable el inmenso
edificio del recuerdo”.
No
hay más que leer la novela El perfume
de Süskind para darse cuenta de cómo ha cambiado la permisividad olfativa en
los últimos siglos. Ambientada en el siglo XVIII, se dice en ella que en las
ciudades reinaba “un hedor apenas concebible para el
hombre moderno. Las calles apestaban a estiércol, los patios interiores
apestaban a orina, los huecos de las escaleras apestaban a madera podrida y
excrementos de rata; (…); los aposentos sin ventilación apestaban a polvo
enmohecido; los dormitorios, a sábanas grasientas, a edredones húmedos y al
penetrante olor dulzón de los orinales”. Hoy nos resistimos a convivir con esos
olores, así como con los que en esos tiempos eran normales en los cuerpos:
“Hombres y mujeres apestaban a sudor y a ropa sucia; en sus bocas apestaban los
dientes infectados, los alientos olían a cebolla y los cuerpos, cuando ya no
eran jóvenes, a queso rancio, a leche agria y a tumores malignos”. La campaña
por la desodorización del mundo no tardaría en iniciarse. La difusión de la
mentalidad burguesa fue acompañada de un descenso de la tolerancia olfativa. La
gran intervención de Haussmann en la ciudad de París, ya a mediados del XIX, se
guio por esa nueva sensibilidad, que afectó también a los olores corporales.
Hoy nos asombra la ceremonia que todos los días se llevaba a cabo en torno a
Luis XIV al levantarse (el Grand Lever).
Solo los elegidos de la corte asistían a ella. Los sirvientes limpiaban la cara
y las manos del Rey Sol, lo rasuraban y lo peinaban. No le lavaban el
pelo, donde, mientras lo tuvo, nadaban felices los piojos, sino que se lo
empolvaban o le ponían una peluca. Y en algún momento mientras era vestido o
comía sopa de pollo, el rey orinaba o cagaba en su asiento diseñado para ello
ante su escogido público. Al mismo tiempo, amaba los perfumes. Encargó a su
perfumero favorito uno para cada día de la semana.
Hoy
los historiadores miran a aspectos desatendidos tiempo atrás, como este que
comentamos. Así se ha destacado que en el Renacimiento, por ejemplo, gustaban
para perfumarse los densos olores de origen animal, como el amizcle o el misterioso
ámbar gris, que resultaban repelentes a finales del XVIII, mientras se imponía
el agua de Colonia, de la que Napoleón usaba sesenta litros por mes (perfumaba
también a sus caballos con ella). Del mismo modo que un olor levanta el
recuerdo de toda una parte de nuestra vida, puede animar una época del pasado.
JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA