lunes, 9 de diciembre de 2019

Últimas palabras


 Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 9 de diciembre de 2019.




ÚLTIMAS PALABRAS

Hablábamos en el artículo anterior de la facilidad que algunas personas tienen para improvisar respuestas ingeniosas, para decir rápidamente algo pertinente y agudo en una conversación. Pero ¿qué ocurre si esa conversación es la última, si esa réplica es la que cierra el telón? Ante las puertas de la muerte, puede que incluso hasta al más aquejado de l´esprit de l´escalier le sea concedido el don de una sagaz y ajustada sentencia. En cualquier caso, la historia abunda en ejemplos, no todos libres de sospecha, de memorables y últimas invervenciones en el gran teatro del mundo.
            Y, ya que nos referimos, en clásica imagen, al mundo como teatro, recojamos el mutis por el foro del emperador Augusto. Se dice, y de ello se hace eco la Wikipedia, que acabó su vida diciendo: “Si la comedia os ha gustado, concededle vuestro aplauso y, todos a una, despedidnos con alegría.”  Sin embargo, Suetonio nos cuenta que murió después de decir eso, en los brazos de Livia, exclamando: “¡Livia, conserva mientras vivas el recuerdo de nuestra unión! Adiós”.  Esas habrían sido realmente sus últimas palabras.
            Los franceses del XVII y XVIII, que tanto valoraron, como vimos, la improvisación ingeniosa, han dejado famosas despedidas. Ya mencioné la de Fontenelle, quien dijo que sentía “una cierta dificultad de ser”. Añadamos la de Saint-Gelais, que, tras escuchar las discusiones de los médicos que tenía junto a su lecho sobre su enfermedad y tratamiento, se volvió hacia la pared y dijo: “Señores, voy a poneros de acuerdo”. Algunos llevaron su pasión hasta el final. Paul Hazard, en un libro clásico sobre la Ilustración, nos cuenta que el señor de Lagny, moribundo, no respondía a las tiernas cosas que le decían. Llegó entonces el señor de Maupertuis e intentó hacerle hablar. “Señor de Lagny —le dijo—, ¿el cuadrado de doce?” “Ciento cuarenta y cuatro”, respondió el enfermo, con las que fueron sus últimas palabras. Carême, famoso cocinero francés alabado por Talleyrand, murió en 1833 diciéndole a un amigo: “Tus albondiguillas estaban excelentemente preparadas, pero mal sazonadas. Tampoco la salsa bien ligada. Mira, la próxima vez deberías…”, y al querer demostrarle con las manos el movimiento que debía imprimir al cazo, no pudo terminar.
            Es difícil comprobar la veracidad de estas postreras frases, pero al menos deberían citarse recurriendo a fuentes de cierta solvencia. Entre ellas no cuento ciertas páginas de internet ni los sobrecillos de azúcar, que nos ofrecen descontroladas sentencias atribuidas a nombres que evocan sabiduría, como Aristóteles, Nietzsche o Einstein. Las que aquí estampo, sin poner por ellas la mano en el fuego, tienen una tradición, si no contrastada, al menos seria. Es de suponer que las personas que eran ya reconocidas en su tiempo, tuvieran a su alrededor testigos deseosos de apuntar sus últimas palabras. Las más famosas de todos los tiempos son las de Goethe, quizá por el abanico de interpretaciones que abre. Nos las transmite su médico, que no estaba presente: “Luz, más luz”. Tampoco lo estaba Platón cuando, según él mismo nos cuenta, su maestro Sócrates pronunció, antes de que la cicuta acabara con su vida: “Critón, le debemos un gallo a Asclepio. Así que págaselo y no lo descuides”. Asclepio es el dios de la salud, el médico por excelencia. ¿Le debía un gallo Sócrates a causa de un voto que hiciera en una ocasión que desconocemos? ¿O se trata más bien, como se ha apuntado, de una alusión irónica a que la muerte cura todos los males humanos? Es curioso que Platón no se hallaba presente porque estaba… enfermo.
            Y ya que estamos con filósofos, mencionaremos a Wittgenstein, cuyas últimas palabras, dirigidas a Mrs. Bevan, quien le había dicho que sus amigos más íntimos de Inglaterra llegarían al día siguiente, fueron: “Dígales que mi vida fue maravillosa”.
            En cuanto a Unamuno, murió con dos de sus ideas favoritas en los labios, Dios  y España. “¡Dios no puede volverle la espalda a España! ¡España se salvará porque tiene que salvarse!”, fue lo último que dijo.

Juan Fernando Valenzuela Magaña

En el periódico puede leerse aquí.

           
           




           
           


lunes, 11 de noviembre de 2019

El ingenio de la escalera



Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 11 de noviembre de 2019.
   
EL INGENIO DE LA ESCALERA

Quizá por esa tendencia que tenemos a admirar aquello de que carecemos, a mí me deslumbra la capacidad de improvisación que algunas personas muestran al conversar. Su réplica resulta siempre rápida y oportuna, sus anécdotas siempre están bien traídas, sus citas tienen una impecable pertinencia. Por mucho tiempo que uno tuviera para pensar, no encontraría una intervención mejor. Distingue Montaigne en sus Ensayos entre dos cualidades distintas del don de la elocuencia, aquella de quienes tienen “la facilidad y la prontitud” y la de quienes, “más tardíos, jamás dicen nada que no hayan elaborado y premeditado”. Es a la primera a la que aquí me refiero. Se cuenta que un periodista provocó en Roma a Borges preguntándole si en Argentina todavía había caníbales. El escritor contestó: “Ya no, nos los comimos a todos”. Un joven muy feo que se paseaba en un jardín público oyó decir: “Míralo que parece un Esopo”, a lo que respondió: “Y tiene razón, pues que hago hablar a las bestias”. Dos alemanes conversaban en una taberna sobre el “año platónico”, cuando todo volvería a su antiguo estado, y dijeron al tabernero que tras dieciséis mil años estarían de nuevo bebiendo en ese mismo día, y que les fiara el vino hasta entonces; el tabernero respondió: “De acuerdo, pero como hace exactamente dieciséis mil años que estabais bebiendo aquí y os fuisteis sin pagar, pagadme lo atrasado y os fiaré lo que ahora estáis bebiendo”. Cuando el médico le preguntó a Fontenelle qué sentía, el longevo académico contestó: “Una cierta dificultad de ser”. En este último caso, nos hallamos ante un género de la improvisación: el de las últimas palabras. Y es que, aunque parezca lo contrario, el final de la vida puede favorecer la bella y ajustada frase. Pero este género requiere y merece un artículo aparte. Quedémonos en la facilidad espontánea para la expresión aguda que se produce en un debate, en una conversación o en una tertulia ligera y divertida.
Tal virtud era muy apreciada en los salones parisinos, una institución que tiene sus orígenes en el siglo XVII con el de madame de Rambouillet, y de la que todavía hace un siglo quedaban los ejemplos que inspiraron los salones que aparecen en la obra de Marcel Proust. En ellos la conversación ha de ser ingeniosa, chispeante, rápida, de transiciones veloces. Se pasa con celeridad de un tema a otro, se pregunta y se responde sin solución de continuidad. Como decía un cronista, «cada frase recuerda un golpe de remos, leve y a la vez profundo». Tal vez por ello fue precisamente en el auge de ese mundo de los salones cuando Diderot, en su Paradoja del comediante, acuñó una expresión que define perfectamente cómo nos sentimos aquellos que, no teniendo esa facultad de una respuesta a un tiempo ingeniosa y célere, somos capaces no obstante de hallarla, aunque cuando ya es demasiado tarde y resulta, por tanto, inútil. Diderot habló de “l´esprit de l´escalier”, algo así como “el ingenio de la escalera”, para referirse a este fenómeno. La escalera que se nombra es la de la tribuna, pues es ahí, bajándola, donde se nos ocurre la respuesta ingeniosa que ya no podremos proferir. Quien se ha encontrado en esa situación, conocerá la sensación, mezcla de frustración y de orgullo, que lleva consigo. Es como tener un dinero que no se puede gastar. El escritor Vila-Matas persiguió a un tipo para recrear con él una situación ya vivida y así tener la oportunidad de replicarle a unas palabras que en su momento lo dejaron “mudo y humillado”. Por mi parte, tengo la impresión de haber escrito más de una historia para resarcirme de algún momento en el que no encontré las palabras adecuadas, que sin embargo descubrí brillantes, perfectas, cuando todo había pasado y ya eran inservibles.  En la ficción mi respuesta lucía a su debido tiempo. Así que cuando Valéry dice que la literatura es la venganza de l´esprit de l´escalier, entiendo perfectamente a qué se refiere.
Juan Fernando Valenzuela Magaña




lunes, 14 de octubre de 2019

El gimnasio


Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 14 de octubre de 2019.

EL GIMNASIO

A estas alturas, los gimnasios, cuyo agosto lo tienen en enero y en septiembre, los meses de los buenos propósitos, ya se habrán quedado con sus clientes habituales. Aun así, el gimnasio es uno de los lugares más frecuentados en nuestra sociedad. Conviene, pues, echar un vistazo a su interior por si nos dijera algo sobre nosotros y nuestro mundo. Paseando los ojos por sus salas y máquinas, nos damos cuenta de que dos visiones del mundo se entrecruzan. Una es la propia de la modernidad. La otra, la propia de la actualidad.
La modernidad nació allá por el siglo XV (por poner una fecha, aunque imprecisa, unitaria, pues en unas cosas se originó antes y en otras después). La nueva manera de pensar que significa esta era en la historia de occidente, y que se aleja del mundo medieval, ha sido objeto de innúmeros debates. A quienes se dedican a estas cuestiones preocupa saber si ahora acabamos de entrar en una nueva era, a la que llaman “postmodernidad”, o si esta no es más que una figura más que ha adoptado el espíritu que se inició cuando se inventó la imprenta, cuando cayó Constantinopla, cuando se descubrió América o cuando empezó a decirse que era la Tierra la que se movía alrededor del Sol, y no al contrario. En el espacio de este artículo no se pueden ni plantear los términos de la cuestión (hay que volver ya al gimnasio), pero podemos acordar que hay algunas diferencias significativas entre la modernidad y el siglo XXI. Iremos aclarando lo propio de ambos mientras observamos el interior del gimnasio.
La modernidad está sustentada en la matemática, y la cuantificación es su gran herramienta. Las ciencias que estudian los distintos aspectos de la naturaleza, especialmente la física, han echado mano de la matemática no solo para comprender el mundo, sino para dominarlo. También las ciencias que estudian lo humano, como la economía, la sociología, la psicología o la pedagogía, utilizan con profusión e incluso orgullo fórmulas, cifras, estadísticas, tantos por ciento. El cociente intelectual es un número que pretende medir la inteligencia. Si ahora miramos los aparatos que encontramos en un gimnasio, veremos que su función es precisamente calcular, registrar, medir. Su propia apariencia, impoluta y esquelética, recuerda el mundo geométrico de Descartes (uno de los fundadores de la modernidad), que era, sin más, el mundo, pues sus otros aspectos, como el sabor o el olor, eran estrictamente subjetivos. Añadamos un elemento más. Los aparatos del gimnasio reproducen la realidad: el camino que uno recorre andando es ahora la superficie de una cinta de correr, la bolsa de la compra que sostengo con esfuerzo se ha convertido en una pesa con su equivalente en kilos. Pero no solo se ha remedado la realidad, sino que se la ha corregido, liberándola de molestas imperfecciones. Ese idealismo que se aleja de lo particular y los matices constituye también un rasgo propio de la modernidad.
Pero, del mismo modo, nos encontramos en el gimnasio la visión que del mundo tiene el presente. Así, los aparatos guardan otra relación con la realidad: no es ya que la reproduzcan o que la imiten, no es sólo que la corrijan, es que la sustituyen y la crean, la virtualizan. Corremos kilómetros, pedaleamos durante minutos y, al terminar, no nos hemos movido de nuestro sitio. Nos hemos movido sin movernos. Sin duda, a algún emprendedor del sector no tardará en ocurrírsele la inclusión de paisajes virtuales a elección del cliente que quema calorías. Ese movimiento real en la virtualidad (el mismo que permite la videoconsola Wii) nos habla de la reducción de la experiencia de la realidad a una experiencia de imágenes. 
Y ahora el epílogo. Encerrados en una habitación, uno se ha esforzado, ha sudado, ha gastado la energía sobrante. Es el momento de coger el coche para llegar a casa, dos calles más allá.

                                                             JUAN FERNANDO VALENZUELA  MAGAÑA




miércoles, 2 de octubre de 2019

Matar al mandarín, en Cuadernos hispanoamericanos

   En el número de Julio-Agosto de este año 2019 de Cuadernos Hispanoamericanos aparece mi trabajo "Matar al mandarín". Puede leerse aquí.




martes, 17 de septiembre de 2019

Las primeras veces o Proust bajando una escalera

Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 16 de septiembre de 2019.

LAS PRIMERAS VECES O PROUST BAJANDO UNA ESCALERA
           
Del mismo modo que terminamos por no percibir un olor instantes después de estar en relación con su fuente, necesitamos poco tiempo para adaptarnos a una novedad y que esta, dejando de serlo, parezca que siempre ha estado con nosotros. La cara positiva de este fenómeno, en el que lo extraño deviene familiar, es que nos permite seguir buscando otras novedades. Es desde  la barca de la costumbre desde donde lanzamos la caña hacia las sorpresas… que un día formarán a su vez parte de la embarcación. El envés es que se vuelve rutinario lo que nos rodea, de modo que terminamos por dejar de percibirlo. El mundo se vuelve pétreo con demasiada facilidad, y es necesario el zarandeo de un acontecimiento imprevisto y rotundo (el amor, la muerte) para que se licúe y volvamos a sentir el misterio de la existencia. De ahí que el novelista Milan Kundera insista en la conveniencia de prestar oído a la aparición de ciertos fenómenos humanos que hoy nos resultan normales. Pensemos qué sintieron los primeros habitantes de ciudades como París o Londres en el momento en que empezaron a ser el lugar de la multitud, en el siglo XIX. O la impresión de los hombres que veían sus rostros fielmente reproducidos en un daguerrotipo o escuchaban sus voces en el fonógrafo de Edison. O la extrañeza de quienes comprendieron que los ruidos de motos y coches constituirían la banda sonora de nuestras calles.
Hay unas páginas en En busca del tiempo perdido, de Proust, donde puede verse el asombro del autor hacia el invento del teléfono. Las telefonistas son tratadas en términos mitológicos (los mitos, explicaciones del origen de las cosas) y la lejanía del cuerpo del interlocutor le hace pensar en la muerte. El propio Proust usó un invento relacionado, el teatrófono, mediante el cual escuchó sin salir de casa óperas de Wagner y de Debussy. Todo eso, cuyas perfeccionadas derivaciones utilizamos hoy sin reparar en ellas, era nuevo entonces. También la grabación de imágenes. Precisamente, un investigador canadiense ha encontrado unas filmadas en 1904 en la boda de la hija de la condesa Greffulhe (quien inspiró un famoso personaje proustiano), donde se ve, bajando las escaleras de la ceremonia, una figura que bien podría ser la del escritor francés. Las imágenes están a disposición de cualquiera en internet. La mezcla de asombro, gozo y profundidad al verlas está reservada a quienes conocen la obra del novelista y lo observan entre la gente que diseccionará en ella. Las reflexiones, las sugerencias, los matices, el mundo que de esos segundos de filmación puede surgir solo está al alcance de una pluma como la del propio Proust.
También sobre la costumbre, de la que hemos empezado hablando, tiene Proust unas memorables líneas donde habla de sus “analgésicos efectos”. En el transcurso de nuestras vidas hemos asistido a un cambio que tal vez no tenga precedentes. Entre los lectores de este artículo, unos vivieron una infancia sin televisión, otros una adolescencia sin internet, pero, pese a haber tenido la experiencia de la transformación del mundo, nuestra capacidad de absorber la novedad es tal que tratamos esas cosas con la familiaridad destinada a lo que siempre ha estado con nosotros.
Del mismo modo, los profesores nos hemos acostumbrado a dar clase. Septiembre, sin embargo, es el mes del recomienzo en el que nos es dado volver a la fuente y vivir por primera vez lo que ya hemos vivido muchas veces.

Juan Fernando Valenzuela Magaña




lunes, 26 de agosto de 2019

Perder la cabeza

Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 26 de agosto de 2019.


PERDER LA CABEZA

            No es descabellado considerar la frenología como una versión de la fisiognómica. Esta, como vimos en otro artículo, pretende conocer el carácter o la personalidad de alguien a través de su aspecto exterior. La frenología considera que las facultades y habilidades personales están localizadas en las distintas zonas del cerebro. Quien tenga más desarrollado el sentido de la ubicación, por ejemplo, tendrá el órgano cerebral correspondiente más grande y eso dará lugar a una variación en la forma del cráneo. Así que si estudiamos este (usando los dedos, las palmas de la mano, una cinta métrica o un calibrador especial llamado “craneómetro”) podemos llegar a conocer los rasgos mentales y la personalidad del sujeto. De lo exterior a lo interior, de lo material a lo inmaterial, una vez más.
            Franz Joseph Gall, que debía de tener muy desarrollado el órgano del sentido de la inferencia, desarrolló esta teoría en el paso del siglo XVIII al XIX. Por esa época murió Haydn en la cima de su gloria. Dos discípulos de Gall pensaron que nada mejor que su cráneo para palparlo y poder ver el desarrollo de la parte correspondiente al talento musical. Uno de ellos, tras el examen, lo colocó en la repisa de su chimenea en una caja con ventanas de cristal coronada con una lira. Tiempo después se deshizo de su colección de cráneos y le dio el de Haydn a su compañero, llamado Rosenbaum. Cuando el príncipe Esterházy, cuya familia había protegido al compositor durante la mayor parte de su carrera, quiso traer el cadáver a sus dominios, se descubrió el pastel. La investigación llevó a su poseedor, pero el registro en su casa fue infructuoso: la mujer del frenólogo (la famosa cantante Therese Gassmann) lo escondió en su colchón de paja y se metió en la cama diciendo que tenía la menstruación, lo que hizo que los funcionarios del príncipe no se acercaran a su lecho. Esterházy acabó ofreciendo una recompensa a Rosenbaum, que no le pagó al recibir el cráneo. Tal vez el frenólogo se lo barruntara, porque el que le dio no era el de Haydn.  Hubo que esperar hasta 1954 para que cabeza y cuerpo del músico se unieran por fin. Junto a esos restos yace también, como un invitado de la casa del que hemos olvidado cómo empezó a frecuentarla, la calavera sustituta.
            Por las mismas fechas en que en la tumba de Haydn aparecía la peluca pero no la cabeza, en París se abría el sarcófago donde Lenoir, encargado de proteger los bienes franceses en el periodo revolucionario, había depositado los restos de Descartes, muerto a mediados del XVII en Estocolmo y cuyo cadáver, tras reposar en Suecia dieciséis años, fue exhumado y trasladado a París. Tampoco había allí cráneo alguno. El químico sueco Berzelius se hallaba entonces en la capital francesa y se enteró del asunto. Dos años después, de vuelta en Suecia, supo por un periódico de Estocolmo que habían subastado el cráneo de Descartes tras la muerte de un profesor de medicina y farmacia a cuyas órdenes precisamente había trabajado. ¿Era, pues, cierto, el rumor que decía que el cráneo nunca había salido de Suecia? Berzelius se hizo con él y lo envió a París a través del embajador sueco en Francia.
¿Cómo había perdido el filósofo de la duda metódica la cabeza? Cuando se exhumaron los restos en el XVII para llevarlos a París, fueron custodiados en casa de Terlon, el embajador francés, por miembros de la guardia municipal de Estocolmo. Fue al parecer el capitán de ese contingente quien se apropió del cráneo para que Suecia no se desprendiera del todo de alguien tan célebre. El cráneo tiene anotados los nombres de los propietarios por los que fue pasando de mano en mano hasta que Berzelius lo recuperara para Francia. Gracias a él hoy está en el Museo del Hombre en París. En cuanto al resto de los restos, parece que, pese a la Wikipedia, no son los que Lenoir guardó en el sarcófago y que luego pasaron a la iglesia de Saint Germain de Près. La prueba es que Lenoir los había recogido de un ataúd de madera, cuando sabemos que vinieron de Estocolmo en uno de cobre.

Juan Fernando Valenzuela Magaña


Puede también leerse en la versión digital del periódico

lunes, 29 de julio de 2019

Obras perdidas


Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 29 de julio de 2019.

OBRAS PERDIDAS

                No deja de llamar la atención que, en un mundo en el que todo parece registrado, catalogado, clasificado, digitalizado, guardado y en gran medida compartido, aparezcan inopinadamente obras perdidas. En 2016 se daba a conocer que una cantata firmada por Mozart,  Salieri y un tal Cornetti se había identificado en los archivos del Museo de la Música de Praga, de la que solo se tenía noticia por los documentos de la época. Un año antes, la prensa hablaba del descubrimiento por un escocés en su ático de una historia de Sherlock Holmes, que Conan Doyle había publicado en 1904 y que se creía perdida. En 2014, los propietarios de una casa de Toulouse (Francia) entraron al desván con la intención de llegar al tejado para reparar una fuga de agua. Se toparon con una puerta cerrada de la que no tenían llaves y decidieron tirarla. Ante ellos apareció una mujer de rostro implacable y reflexivo degollando con una espada a un hombre con barba mientras lo sujeta del cabello. Una criada la acompaña en actitud de ayuda. Era un cuadro que narra la historia bíblica de Judith y Holofernes. ¿Se trata del Caravaggio al que se perdió la pista en 1617 y cuya existencia está acreditada por unas cartas entre mercaderes y una copia del pintor Louis Finson? Así lo asegura el experto Eric Turquin. El cuadro iba a ser subastado este 27 de junio con un precio de salida de treinta millones de euros, aunque se preveía alcanzar los cien. Sin embargo, la subasta no llegó a producirse, porque el cuadro fue vendido antes de la fecha prevista para ella. Un acuerdo de confidencialidad nos impide saber a quién y por cuánto. Un antepasado de los propietarios del mirífico desván era un oficial de Napoleón, y probablemente fue él    quien adquirió el lienzo en uno de sus viajes. Se da la irónica circunstancia de que años antes del hallazgo unos ladrones habían robado en la propiedad, dejándose, ahora lo sabemos, la joya más valiosa.
            En 2009 un historiador de arte de Budapest encontró una obra perdida en el sitio más inusitado: en el decorado de la película “Stuart Little”, que se encontraba viendo con su hija. El cuadro de Róbert Berény “Mujer dormida con jarrón negro”, perdido desde 1928, estaba allí, en el salón de la familia Little. El pintor es un vanguardista húngaro que evoca a Modigliani y Matisse y se pensaba que esta obra podía haber sido víctima de la destrucción del taller del pintor durante la II Guerra Mundial. Ahora se sabe que había sido comprada en una tienda de segunda mano de California por una ayudante de decoración del largometraje, por lo que su descubridor piensa que quizá fuese adquirido en 1928 por una persona de origen judío que logró dejar Hungría antes de que los nazis tomaran el país.
Este tipo de hallazgos mantiene viva la esperanza de la editorial S. Fischer, que desde 1982 lleva a cabo la edición crítica de las obras completas de Kafka. El quinto y último volumen de la correspondencia (que abarcaría los años 1921-1924) todavía no ha visto la luz porque los editores alemanes confían en encontrar las cartas de Dora Diamant, el último amor de Kafka, requisadas por la Gestapo. 
Si bien podemos albergar esperanzas, más o menos fundadas, de hallar obras así, hay otras que, sin embargo, parecen perdidas para siempre. Umberto Eco especuló en su estupenda novela “El nombre de la rosa” con la idea de que el libro de la comedia de Aristóteles, la segunda parte de su “Poética”, se conservara todavía en la Edad Media, pero no creo que nadie confíe en la posibilidad de su descubrimiento, como tampoco en que aparezcan sus obras exotéricas, los “Partenion” (una colección de poemas) de Alcmán de Sardes, los al menos 13 libros perdidos de Píndaro, la producción de Agatón de Atenas,  las 100 comedias de Eubulo de Atenas, las 101 comedias de Dífilo de Sínope, las 250 tragedias de Astidamas, los 30 libros de las “Memorias” del historiador Arato de Sición, los 47 libros de las “Memorias Históricas” de Estrabón (el autor de la “Geografía”) …



miércoles, 10 de julio de 2019

Reseña en Claves de Razón Práctica

   En el número de Julio/Agosto de 2019 de la revista Claves de Razón Práctica, hay una reseña mía sobre el libro Los archivos de Alvise Contarini, de José María Herrera.

El doble


 Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 1 de julio de 2019.

EL DOBLE

            No sé cuáles serán los argumentos comunes de los sueños de nuestros hijos cuando lleguen a adultos, pero en el mundo onírico de mi generación aparecen con frecuencia una mili que no se ha hecho, una asignatura universitaria que no se ha aprobado o unas oposiciones a las que de pronto hay que enfrentarse. Situaciones que en su momento marcaron nuestra vida reaparecen irresueltas y su fantasma nos recuerda la angustia que vivimos. Puede que estas oposiciones para ingresar en el cuerpo de maestros que ahora se celebran sean la semilla de miríadas de pesadillas dentro de veinte años. Hace más o menos un cuarto de siglo yo viajé a Alicante para presentarme a unas similares. Lo que me aconteció, aunque no tiene que ver con tribunales o plazas, está también hecho de la materia de los sueños.
Un matrimonio me alquiló una habitación en el piso donde vivían hasta la fecha de mi examen. Una cama, una mesita de noche, un armario, una mesa, una estantería con algunos libros y una marina en la pared. El hombre, panadero, se levantaba de madrugada. Apenas recuerdo haberlo visto. La mujer mostró al principio una amabilidad distante. Yo pasaba el tiempo en el cuarto o dando paseos en un cercano y pequeño acantilado junto al mar. Salía a comer a un bar cercano. Al tercer o cuarto día, la mujer insistió en que compartiera con ella la cena, sin gasto suplementario alguno. Poco a poco fue contándome cosas. Me habló de la jubilación de su marido, próxima, del sacrificio de un trabajo que lo obligaba a salir de casa mientras todos dormían para que al levantarse tuvieran el mejor pan de la provincia, y de lo solos que se sentían. Yo había notado una indefinida atmósfera de contenida tristeza en la casa. Las únicas pistas sobre la vida familiar eran una foto de boda del matrimonio y otra de comunión de un niño. ¿Su hijo? ¿Un sobrino? Tardó en decírmelo. Una noche soltó el tenedor con un trozo de tortilla en el extremo y, evitando mirarme, me espetó: “El de la foto de comunión es mi hijo. Murió en un accidente de moto”. No supe qué decir. Quizá balbuceé un “lo siento”, quizá ni eso, escondiéndome tras un sorbo de agua. Ella continuó: “Hace cinco años. Hoy tendría veinticinco. Los que tienes tú”. “Qué pena”, debí de decir, pero ella pareció no oírme. “Era un chico muy bueno, muy agradable, tenía muchos amigos, era muy querido”. La dejé hablar, dibujarme la silueta de un chico de veinte años como todos los chicos de veinte años: especial y prometedor. Lo último que dijo antes de sumirse en un largo silencio fue: “Su habitación era la que tú ocupas. Me recuerdas mucho a él”.
            Intenté aclarar tiempo después la impresión de inquietud que esta revelación me dejó, a través de un cuento fallido. En él, mi doble literario acababa acomodándose en el hueco que había dejado su doble fallecido, ocupando el lugar del hijo, del amigo y hasta del novio perdido.
            Hay algo inquietante en estas y otras historias de dobles. La categoría de lo inquietante (“Unheimliche”) es objeto de un conocido estudio de Freud de 1919. Lo inquietante mezcla terror y familiaridad. Schelling, en relación con esto y en el contexto romántico, había dicho que “Unheimliche” es lo que debería estar oculto pero ha salido a la luz. Además del doble, Freud anota otros fenómenos que provocan la misma impresión: la repetición de algo en nuestras vidas (un número, un lugar),  la locura, las figuras inertes que parecen vivas (muñecas, autómatas) o a la inversa. Lo inquietante se produce, a juicio de Freud, porque nos hallamos ante unas arcaicas ideas cuya superación es puesta en duda o porque lo que habíamos convenientemente reprimido de pronto aflora.
            Aunque no lo parezca, el verano es una tierra propicia para ello. Se rompen rutinas y se abren horizontes. No me sorprendería que alguno de ustedes me dijera, a la vuelta de él, que, en una ciudad europea, o caminando por el paseo marítimo de una ciudad malagueña, se ha topado, inopinadamente, con su doble.
                                  
Juan Fernando Valenzuela Magaña
Puede leerse aquí



La Fisiognómica



Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 3 de junio de 2019.

                                                                                                             
                                               LA FISIOGNÓMICA
           
            La Fisiognómica es el estudio del carácter a través del aspecto físico y, sobre todo, del rostro del individuo. ¿A qué deseo humano responde esta técnica o este saber? ¿Qué fundamento tiene? Por múltiples razones, el hombre siempre ha querido saber lo que sentía y pensaba el otro, y esa es la aspiración que está en la base de la Fisiognómica, cuyo fundamento consiste en la relación entre el interior de la persona, su dimensión psicológica, con su exterior, su dimensión física. A la primera sólo tiene acceso directo el propio individuo. Si yo estoy alegre, yo siento mi alegría, pero, a no ser que la comunique oral o gestualmente, nadie podrá saberlo. El camino para llegar al interior del otro es justamente su exterior. El camino, pero también a veces el obstáculo: si yo estoy alegre, puedo fingir que estoy triste. Con esto llegamos a la mentira, y con ella a la versión actual, si no me equivoco, de la Fisiognómica: la comunicación no verbal. Pero empecemos por el principio.
Cuenta Cicerón que en una ocasión un tal Zópiro, que se preciaba de conocer el interior de las personas a través de su aspecto externo, dijo tras examinar a Sócrates que éste era torpe, estúpido y aficionado a las mujeres. Los que se hallaban presentes rieron por lo que les parecía un mayúsculo desatino, pero Sócrates defendió al fisiognomista diciendo que, en efecto, tenía esos vicios, pero que los había vencido mediante la razón. De no mucho después de esta escena data el primer escrito conservado sobre la Fisiognómica, de aire aristotélico aunque no del mismo Aristóteles. Desde entonces, este estudio ha tenido una agitada historia.
Ligada a veces a prácticas como la astrología o la quiromancia, otras se ha nutrido del espíritu científico de la modernidad. Se ha relacionado con el arte, que precisaba saber cómo expresar los estados de ánimo (un ejemplo es Le Brun, el pintor de la corte de Luis XIV) o con la criminología, que quería adivinar en los rasgos de los rostros la condición delincuente de los hombres (así, Lombroso). En su seno ha habido distintas corrientes: una era rígida, y pretendía listar una serie de signos exteriores que se correspondían con rasgos interiores, como cabello abundante con lujuria, cara pequeña con astucia, tendencia a la pendencia y presunción, etc. Otra buscaba una correlación entre caras humanas y animales, de modo que podríamos saber el temperamento de una persona según su parecido con un animal determinado, habida cuenta de que a cada animal le atribuimos unas cualidades morales: el cerdo es perezoso y sucio, el león valiente. Y una tercera se fijaba en el movimiento corporal, en los gestos, como medio de acceder al interior de una persona. Esta corriente es la más fructífera, y Feijoo, con su abrumador sentido común y su fino humor, la defendió frente a las otras dos en su Teatro crítico universal. La llamaba “nuevo arte fisionómico” y decía que esta materia exige dos cosas que a él faltaban: “mucho comercio con el mundo, para hacer observación en muchos individuos; y mucha reflexión para cotejar la señas con los significados”.
Lo que le faltaba al religioso erudito lo ha tenido un norteamericano dos siglos después: Paul Ekman. Profesor de la Universidad de California (San Francisco), se ha dedicado a averiguar cuándo alguien miente. Hace décadas realizó un experimento en el que una estudiante de enfermería, tras ver una horripilante película (Ekman tenía ciertos reparos por el carácter de la cinta, así que eligió personas que al fin y al cabo debían acostumbrarse a ese tipo de cosas), tenía que mentir sobre su contenido. Como previamente ya había descrito algo alegre tal y como lo había visto, podían compararse ambas descripciones y encontrar las diferencias entre las expresiones de nuestro rostro y nuestro cuerpo cuando decimos la verdad y cuando mentimos. Una serie de televisión, Lie to me, da cuenta de sus hallazgos en el mundo de la mentira. Aunque, a mi juicio, hay todavía algo más fascinante y que también puede ser detectado: el autoengaño.
                                                             
JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA
Puede leerse aquí.



lunes, 6 de mayo de 2019

Un día esperado


Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 6 de mayo de 2019

UN DÍA ESPERADO

            Todo el mundo hablaba hace unos días de ello, la fecha tan esperada iba a llegar. Algunos ya habían elegido, otros estaban indecisos. Algunos incluso se habían adelantado, otros preferían hacerlo la misma jornada. Me refiero, claro, al día del libro, el 23 de abril. Las ocasiones y las ofertas proliferan entonces y uno aprovecha el descuento para llevarse la presa apetecida. Es sabido que la fecha homenajea a Cervantes y a Shakespeare, fallecidos el 23 de abril de 1616. Sin embargo, hay quien no conoce que, muriendo el mismo día, no murieron el mismo día. La paradoja se disipa si se tiene en cuenta que había un pequeño desfase entre el calendario inglés y el español. El 23 de abril en Inglaterra, el día que murió su dramaturgo, en España estábamos a 3 de mayo.
            Permítaseme, pues, hablar hoy de un libro. En concreto, de un libro sobre Venecia.
            En las páginas que Proust dedica en La fugitiva a esta ciudad, observa que cualquiera de nuestros deseos acoge, como un acorde único, las notas fundamentales de nuestra vida. Esa referencia al deseo y al acorde en el contexto de Venecia nos deja en las puertas del libro de José María Herrera que quiero comentar, aparecido el año pasado en Los libros de fronterad y titulado Los archivos de Alvise Contarini. Pues como un deseo, en efecto, el libro es un acorde único integrado por diferentes notas. Cada capítulo (incluyamos el prefacio) está escrito con un estilo propio. El narrador empieza contándonos cómo conoció a Contarini, un erudito veneciano, y la intención de recopilar sus dispersas aportaciones a la historia de Venecia. Tal tarea la realiza a lo largo de diez capítulos en los que se expone desde una conferencia de Contarini analizando un cuadro de Carpaccio hasta una lección impartida a unos niños con el objeto de explicar por qué hay siempre flores frescas sobre la lápida de Monteverdi. La variedad de todas esas notas da lugar a un acorde llamado Venecia.
            Venecia comparte con París el ser la ciudad soñada y el escenario del amor y el turismo prefabricado, pero mientras que la capital francesa es una ciudad cambiante, “Venecia cautiva porque ha quedado apartada de la acción de la historia” (Contarini). Lo que no significa que esté muerta. Del mismo modo que el interés por los caminos no transitados de la historia (dado el horror que el transitado produjo en el siglo XX) ha iluminado una tradición antimoderna que ha estado siempre como sombra acompañando a la modernidad, estamos hoy en mejor disposición de aprender de Venecia una manera de continuar el mundo clásico antiguo que fue despreciada y malinterpretada por la Europa de la Ilustración, la razón calculadora y el progreso.
            De las dos ciudades mencionadas y de un puñado más de ellas (Roma, Londres, Lisboa), todo el mundo tiene una imagen o, como ahora se dice, una marca. El viajero que quiera ir más allá de ella habrá de preguntarse qué es tal ciudad, del mismo modo que nos preguntamos quién es realmente una persona si queremos traspasar la etiqueta que socialmente lleva. La cuestión no es simple, pero tampoco eludible. Cuando se pulsa el asunto de la identidad o de la esencia, entramos en un laberinto como el de las calles venecianas. Habremos de escoger el hilo adecuado si no queremos perdernos. En relación a Venecia, este libro lo es. ¿En qué consiste esta ciudad milenaria a la que todo el mundo quiere ir? Ya lo hemos dicho: Venecia es un acorde. Un acorde que integra lo material y lo espiritual, la naturaleza y la arquitectura, las pasiones y la razón. La idea del alma como armonía, de procedencia platónica, supone que el hombre tiene distintas instancias, pero que deben concordar, ajustarse. La razón, una de esas partes, es la encargada de mandar en ese orden. Las pasiones han de supeditarse a ella, pero no suprimirse. Venecia entendió de ese modo la vida, y sus manifestaciones artísticas (su pintura, por ejemplo, frente a la florentina) así lo expresan. De ahí la importancia de la música, que integra lo sensible y sensual y lo espiritual en un todo que incluye a nuestra comunidad. La música veneciana vertebra esta obra, como vertebra Venecia.
             
Puede leerse aquí.



             
           
        

Reseña de Los archivos de Alvise Contarini

    En la revista Librújula aparece mi reseña sobre el libro de José María Herrera Los archivos de Alvise ContariniAquí puede leerse.


domingo, 14 de abril de 2019

Que piensen y digan

   Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 8 de abril de 2019 


QUE PIENSEN Y DIGAN

            Entre las recientes polémicas fugaces que los políticos nos procuran ha habido una que me ha llamado la atención. La recuerdo brevemente. El secretario de Estado de Seguridad Social, Octavio Granado, hace unas declaraciones sobre las pensiones en una jornada organizada sobre el asunto por una asociación de directivos. Sus palabras parecen perjudicar al gobierno de cara a las elecciones y la ministra del ramo, Magdalena Valerio, además de decir que el gobierno no tiene intención de modificar las pensiones de viudedad, comenta sobre la persona que al parecer la ha puesto en un brete: “Opina en alto, va a conferencias, a charlas, él opina, opina... y a veces no se da cuenta de que forma parte de un Gobierno.” Eso sí, concede que “sabe mucho, es un buen técnico de la Seguridad Social...”. Es justo esto lo que quiero señalar. Alguien que forma parte de un gobierno no puede decir ciertas cosas como experto en la materia y en un foro de entendidos. Entiendo que la ministra le otorga el carácter de experto al decir que “sabe mucho”, si bien eso contradice sus palabras anteriores al calificar despectivamente las intervenciones de su subordinado de “opiniones”. Saber y opinar parecen ser dos modos opuestos de enfrentarse a la realidad, sin que el primero suponga, maticemos, la posesión absoluta de la verdad.
            Alguien que sabía de estas distinciones escribió un artículo en 1784 en la ciudad prusiana de Königsberg. Se llamaba Immanuel Kant, y en ese texto se preguntaba por el significado de la Ilustración. Su respuesta era esta: “Ilustración significa el abandono por parte del hombre de una minoría de edad cuyo responsable es él mismo. Esta minoría de edad significa la incapacidad para servirse de su entendimiento sin verse guiado por algún otro. Uno mismo es el culpable de dicha minoría de edad cuando su causa no reside en la falta de entendimiento, sino en la falta de resolución y valor para servirse del suyo propio sin la guía del de algún otro. Sapere aude! ¡Ten valor para servirte de tu propio entendimiento! Tal es el lema de la Ilustración”. En ese contexto, el filósofo prusiano hace una interesante distinción. Los individuos pertenecemos a diversas agrupaciones, incluida la sociedad. Como miembros de ellas, tenemos que obedecer las normas que las rigen. Pero esa obediencia no está reñida con la posibilidad de pensar por nosotros mismos sobre las cosas que nos conciernen y de las que entendemos y exponer al público nuestras conclusiones. La distinción consiste en eso: en cuanto que ocupo un puesto en la sociedad, debo obedecer; en cuanto que entiendo de algo, debo tener libertad ilimitada para pensar y decir. El violinista de una orquesta deberá seguir las instrucciones del director, pues si cada músico interpretara del modo que él considera el mejor una partitura,  la ejecución de la obra se vería truncada. Ahora bien, si en una revista especializada, y como docto en materia musical, el violinista expone sus ideas sobre la interpretación más rica de la pieza en cuestión, nada habría que objetar. Pensemos en los diferentes ámbitos donde se lleva a cabo una obra en común: educación, empresa, deporte colectivo. Discrepar con argumentos de la línea conjunta no supone insubordinación mientras el miembro del grupo cumpla adecuadamente su función. Que la política suprima ese “uso público de la razón” (así lo nombraba Kant) y obligue a un experto, no solo a obedecer como miembro de un proyecto, sino también a no cuestionarlo o a no proponer futuras posibilidades a un público versado en la materia, es una mala noticia, no solo para el saber sino para las propias autoridades.
Juan Fernando Valenzuela Magaña
Puede leerse en el periódico.

La flecha en ARCO


    Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 11 de marzo de 2019 


LA FLECHA EN ARCO

Desde que Duchamp propuso su famoso urinario en 1917 con el título de “La fuente”, el arte dejó de ser lo que era. Si bien los movimientos estéticos siempre se habían sucedido rompiendo con lo anterior, ahora parecía que con lo que se había roto era con la historia del arte en su totalidad. John Cage escribió una partitura que consiste en más de cuatro minutos de completo silencio, al cabo de los cuales la gente aplaude entusiasmada de haber oído nada. Piero Manzoni enlató 30 gramos de su propia defecación en cada una de las noventa latas que se vendían al precio de 30 gramos de oro. De eso hace ya más de medio siglo, con lo que hoy apenas sorprenden las recurrentes noticias en las que una mujer de la limpieza tira una obra de arte de miles de euros. Como estoy seguro de que tienen un móvil o un ordenador a mano, les pido que  echen un vistazo, si no lo conocen, a cuanto acabo de decir (la obra de Cage se llama 4´33´´; la de Manzoni, “Mierda de artista”; y luego tecleen en su buscador “limpieza tira arte”).  Ahora, podemos continuar.
            Reconozcámoslo. Quienes no pertenecemos al mundo (hoy se dice “mercado”) del arte, sentimos un cierto desasosiego ante las manifestaciones artísticas de nuestro tiempo. Cuando leemos noticias sobre los aspirantes al premio Turner de la Galería Tate de Londres, cuando visitamos el Pompidou de París o cuando asistimos a un reportaje sobre ARCO, que acaba de celebrar una edición exitosa, componemos un gesto que muestra que nuestra relación con el arte no es nada cómoda. ¿Se están quedando conmigo?, ¿soy un analfabeto artístico, como los hay digitales?, ¿pido que me devuelvan el dinero de la entrada?, ¿necesitaría una audioguía que me explicara esto?, ¿habrá alguna cámara oculta?, ¿es esto arte?, ¿y qué lo diferencia de lo que no lo es?
            Sin duda, el lector interesado podrá informarse con todo detalle sobre cuanto había en esta edición de ARCO. Sin embargo, quien solo haya recibido las noticias que flotan en el ambiente lo único que sabrá de ella es que se ha exhibido una figura gigantesca del rey Felipe que quien la adquiera habrá de quemar antes de un año, según el contrato de compra. El ninot, como se esperaba, ha generado polémica, pero no se ha retirado. ¿Hacerlo hubiera sido atentar contra la libertad artística? Para ello, previamente deberíamos haber respondido a esta pregunta: ¿es esa figura una obra de arte? ¿Por qué entonces no lo son los ninots de las fallas de Valencia? ¿O las figuras del museo de cera? ¿O es que hay algo en la pieza expuesta en ARCO que no se halle en los muñecos que arderán para San José o en la réplica del rey del Paseo de Recoletos?
            El asunto es complejo, porque tanto el arte como la realidad, con la que de algún modo está en relación (como escape de ella o como su auténtica descripción), llevan tras de sí una larga e intrincada historia poblada de teorías, sensibilidades y modos de ver el mundo. No hay espacio en este artículo más que para lanzar una sospecha como quien lanza una flecha cuyo acierto en la diana está por ver. En toda obra de arte hay algo inexplicable conceptualmente, algo que queda una vez que aplicamos todos los medios químicos, psicológicos, sociológicos o históricos para aclarar la creación. Si, de la obra de ARCO mencionada, elimino la polémica (en la que intervienen como elementos la propia exposición, por definición transgresora, los medios de comunicación, por definición amantes de lo escandaloso, y el público, por definición buscando “lo que hay que ver”), ¿qué nos queda? Aun admitiendo la autenticidad de la transgresión (lo que es mucho admitir en este caso, pues era demasiado previsible), el hecho de que todo arte sea transgresor no implica que toda transgresión sea artística. 
Volvamos al principio. Gran parte de lo que ha hecho el arte en el último siglo ha sido, en el fondo, preguntarse por su identidad. El tema es legítimo, pero será su tratamiento, como siempre, lo que hará que una obra sea o no artística.




                                                                                                         Juan Fernando Valenzuela Magaña

Puede leerse en el periódico.


martes, 12 de febrero de 2019

Impostores


   Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 12 de febrero de 2019 

IMPOSTORES


Por muy satisfechos que estemos de nuestra vida, siempre fantaseamos con las que hemos dejado de vivir. Elegir es siempre renunciar, y lo real está hecho a base de descartar posibilidades que ya nunca serán. A veces incluso imaginamos vidas imposibles, trayectorias vitales que, por el lugar o el momento en que nacimos, nos estaban vedadas. ¿Cómo sería mi vida si hubiera acontecido en el siglo XVIII en París? ¿O si fuera el príncipe heredero de Noruega?  Tal vez esto explique por qué nos fascinan los impostores. Ellos saltan esos límites y viven una vida que no es la suya. Por supuesto, los hay de todo tipo. Quien falsifica un título universitario no está burlando límite alguno, sino ahorrándose un esfuerzo que desdeña hacer. Son impostores de poca monta. Me gustaría ilustrar mediante dos ejemplos impostores más interesantes.
Un día de octubre de 1748 atracó en Sevilla una lujosa embarcación en cuyas velas estaban bordadas las armas de Módena. Los extranjeros, brillantemente ataviados, se alojaron en la posada de la Reina. Poco después se supo que se trataba del Príncipe heredero de los estados de Módena y su séquito, entre los cuales estaba el Marqués de Ragni. Se le puso una guardia para custodiar su casa y escoltar a su persona, y se fueron presentando el Asistente, el Corregidor y demás personalidades. La ciudad le agasajó pública y privadamente, pues además de las visitas oficiales en que se le recibía con pompa y boato, los jóvenes de las principales familias le enseñaron las diversiones no siempre honestas que la ciudad ofrecía. Mientras, en Madrid habían recibido los despachos que desde Sevilla les remitieran informándoles de la visita y, extrañados de no tener notificación alguna por parte de Módena de la visita de su Príncipe, como era protocolario, se pusieron en contacto con el representante español en aquella corte y se supo que todos los príncipes de aquel Estado estaban en su país, lo que se transmitió rápidamente a Sevilla. Detenido y encerrado en la Torre de Triana (la mayoría de su séquito había actuado también engañada), él seguía declarándose Príncipe de Módena. Consiguió escaparse (luego justificaría su huida diciendo que no se le trataba como correspondía a su rango) y refugiarse en el convento de San Pablo, acogiéndose al derecho de asilo, pero finalmente fue detenido y llevado a un oscuro calabozo de la cárcel Real. Acabó condenado al presidio de Ceuta. ¿Quién era realmente este impostor? El pintoresco personaje había servido a un noble oficial de la Guardia de Corps de Luis XV y, tras robarle, consiguió huir a Méjico, donde se hizo pasar por un comerciante, y luego recorrió otros países de la América española como viajero distinguido. Cuando el dinero empezó a faltarle, ideó la farsa principesca y se presentó en la isla de la Martinica, donde fue agasajado por el gran Almirante de Francia y donde fácilmente obtenía dinero de comerciantes y banqueros. Su fino instinto le advirtió de que era llegado el momento de levantar el vuelo y fue así como apareció en Sevilla, donde a lo largo de cinco meses mantuvo en vilo a sus habitantes, y de la cual el Asistente y el Corregidor, deseosos de echar tierra sobre un asunto en el que habían pecado de cándidos, ordenaron que saliera de noche, encerrado en una calesa para mayor seguridad.
Pasemos al otro caso. El Almirante del Dreadnought, orgullo de la marina británica a principios del siglo pasado, recibió con todos los honores al emperador de Abisinia. Dado que había avisado con poca antelación, no se pudo encontrar una bandera de ese país, y se izó la de Zanzíbar. Pero eso no pareció molestar a su Majestad y su séquito, que visitaron el barco y condecieron honores militares de su país a algunos oficiales. Poco tiempo después, un periódico publicaba que la delegación imperial era un realidad un grupo de amigos ingleses tiznados y con barbas postizas. Entre ellos estaba Virginia Stephen (futura Virginia Woolf) y el famoso bromista Horace de Vere Cole. Al conocer la noticia, el Almirante debió sentirse como el Asistente y el Corregidor sevillanos.
Juan Fernando Valenzuela Magaña

Aquí puede leerse en la versión digital del periódico, con el modificado título (ignoro por qué) de "Los impostores".