jueves, 18 de diciembre de 2014

La voz de Gregoria (Revista de San Juan, 2005)


 LA VOZ DE GREGORIA
                                                                                 


            Soy una voz. Es mucho, si se tiene en cuenta que morí hace doscientos cincuenta y cuatro años y un puñado de días, según debe de constar, para curiosos y eruditos, en el registro del Hospital de Santiago de Úbeda. Así morí en el mismo lugar que me había acogido como Casa-Cuna trece años antes, cuando según dicen me dejó allí un cosario que venía de Quesada.
            Sin duda perseveré en el ser, por parafrasear a Spinoza, con asombroso denuedo, porque mi existencia parecía destinada a asomarse por alguna puerta trasera al siglo XVIII y abismarse a continuación en el olvido. La naturaleza y la sociedad no escatimaron dones para ese destino: año 1738, pueblo de Jaén, sexo femenino, nacimiento ilegítimo, acogida en la Casa-Cuna de Úbeda de la Cofradía de San José y ceguera. Sin embargo, venciendo ese destino, que es el modo de encontrar el verdadero, llegué a cumplir los trece años, edad en la que morí, superando con creces a la de la muerte de todos mis compañeros de Cuna.
            Y además, ya ven, queda mi voz, acaso como compensación a mis desgracias terrenales o quizá como logro de mi fuerza de voluntad, de la que el prior de Navas de San Juan, aldea a pocas leguas de Úbeda, decía sentirse impresionado.
            Mientras me quede la voz diré su nombre: Francisco Pedro Martínez. Fue el instrumento con que me cruzó la providencia para sacudirme la fatalidad de mi condición y buscarme un destino nuevo y mío. Su voz sonaba transparente y aterciopelada a un tiempo, lejos del agudo pero sin entrar de lleno en el grave. Era alto, sus palabras me llegaban de arriba, aunque se agachara como solía para hablarme, cuando no estábamos sentados. No sé cómo se me ocurrió hacerle la pregunta que cambió mi vida, pero sin ella es seguro que yo no sería hoy ni tan siquiera una voz.
            ¿Es cierto, le dije, que las mujeres, en la Resurrección Universal, pasarán a ser hombres, perfeccionándose así? Caminaba junto al Convento de San Miguel, donde había muerto el recién canonizado San Juan de la Cruz, con el prior de San Lorenzo, y yo, en vez de pedirles un maravedí, les espeté la pregunta, pero dirigiéndome a esa voz que tanto me gustó y que me respondió: Eso supone que la mujer es imperfecta y que el varón no lo es, y se compadece con la idea de que la naturaleza en la generación busca siempre el varón, y sólo por error nacen las mujeres. Pero yo no estoy de acuerdo con estas ideas. Le contesté que yo tampoco, pero que no sabía si era herejía no estar de acuerdo.
            Aunque tenía diez años, sabía muchas cosas. Tenía por naturaleza una inteligencia viva y despierta, y, como no podía jugar, pasaba mucho tiempo pensando en lo que oía en las misas y en las conversaciones de las plazas.
            El prior de Navas me respondió que más bien era herejía sostener la imperfección femenina, y sobre ser herejía era una manifiesta falsedad, como demuestran tantos ejemplos, y me puso el de doña Juliana Morella, de Barcelona, que con doce años defendió Conclusiones públicas en Filosofía, dedicadas a la reina de España doña Margarita de Austria. Supo, además de Filosofía, Teología, Música y Jurisprudencia, y hablaba catorce lenguas.
            A mí me gusta mucho saber cosas, le dijo mi ingenuidad, y él se quedó callado y, pude notarlo, mirándome pensativo. Tal vez intercambió un interrogativo gesto con el prior de San Lorenzo. Al cabo de unos segundos, me dijo: Si estás dispuesta a aprender, serás mi alumna.
            Las primeras clases fueron muy espaciadas, una cada quincena, en una dependencia de la iglesia de San Lorenzo. Me enseñaba Filosofía, Teología y Latín. Puedo decir que aprendí con él, sobre todo en la primera de estas disciplinas, más que cualquier universitario de Salamanca o Baeza, porque, sobre explicarme Aristóteles y Santo Tomás, no dejó de contarme las novedades de Descartes y las polémicas entre novatores y tomistas que habían tenido lugar en su juventud. Pero lo que más me gustaban eran los descansos que hacíamos cada hora. No porque estuviera cansada (tenía tal sed de saber agrandada por los años y la ceguera que jamás me cansaba), sino porque en ellos hablaba de lo que más me emocionaba: de mi vida. Como si estuviera hablando con un amigo suyo, relataba sin afectación y hasta con humor casos históricos de ciegos y de mujeres que habían destacado en alguno de los campos del intelecto. Me hablaba de Dídimo de Alejandría, de Eusebio el asiático, de Nicasio de Mechlin o de Tiresias. Y, ya en nuestro tiempo, de Saunderson, matemático inglés ciego desde la edad de un año, autor de Elementos de álgebra y, sobre todo, de unas máquinas que permitían a un ciego hacer cálculos algebraicos y estudiar geometría. Más tarde el prior conseguiría construirlas y enseñarme la Matemática. También me contaba que en Francia un oculista llamado Himler había operado a una ciega de nacimiento, hija del grabador del señor de Réamur y que había un tal Daviel que había devuelto la vista a más de un ciego. Algún día, me decía con reservas pero confiado, tal vez podría llegar a ver los colores.
            La ceguera, me provocó una vez en uno de esos descansos, contrarresta tu feminidad, porque, si las mujeres tenéis tendencia a lo concreto, los ciegos la tenéis a lo abstracto, por carecer del sentido de la vista, tenaz obstáculo para la operación de la abstracción. Yo le contesté con el ejemplo que él mismo me puso al conocernos, el de doña Juliana Morella. Muy bien traído ese ejemplo, me contestó. Eso demuestra que esa tendencia a lo concreto que, en efecto, vemos en las mujeres, no se debe a su naturaleza, sino a su educación. Como te he enseñado en la Lógica, de la carencia del acto a la de la potencia no vale la ilación. Así pues, de que las mujeres no sepan de Filosofía no se infiere que no tengan talento para ella. Y más: entre los Drusos las mujeres son las que saben leer y escribir, mientras los hombres se dedican a la agricultura y la guerra. Si aplicáramos allí la misma lógica, diríamos que los hombres son inútiles para las letras.
            Los hechos, más que los razonamientos, tenían para mí más valor probatorio. Por eso le pedía que me relatara ejemplos de mujeres que habían destacado en algún ámbito de los que se creía reservados a los hombres. Me habló así, en cuanto al gobierno político, de Semíramis, reina de los Asirios; de Artemisa, reina de Caria; de pueblos donde la corona estaba reservada a las mujeres, como antiguamente en la Isla de Meroe o modernamente en Borneo. Y en cuanto a la inferioridad del entendimiento femenino, me abrumó con los nombres de doña Isabel de Joya, que predicó en la Iglesia de Barcelona y que convirtió a muchos judíos en Roma; Luisa Sigéa, que supo la lengua latina, la griega, la hebrea, la arábiga y la siriaca; doña Oliva de Sabuco de Nantes, quien destacó en Física y Medicina; doña Bernarda Ferreyra, quien dejó escritos poéticos y supo Matemáticas; Sor Juana Inés de la cruz, gran poeta; Susana de Habert, gran conocedora de la doctrina de los Santos Padres; Madalena Scuderi, a la que todas las Academias querían tener en su seno; Maria Madalena Gabriela de Montemart, versada en la antigua y nueva Filosofía; Lucrecia Helena Cornaro, nombrada Doctora en la Facultad Filosófica en Italia. Meses después me leyó una defensa de las mujeres publicada por el monje benedictino Feijoo, autor al que a veces sin querer imitaba en sus expresiones y de donde tomaba algunas de sus ideas sobre nuestro sexo, que no eran menos avanzadas que las que Madame de Beaumer y Madame de Maisonneuve expusieron en su Journal de Dames, algunos de cuyos números el prior conseguiría introducir en España,  ya después de mi muerte.
            Poco después me llevó a su aldea, acogiéndome en su casa. Vivía con una tía suya muy anciana. Fue entonces cuando construyó las máquinas de Saunderson y me enseñó álgebra y geometría. Él decía estar asombrado de mis progresos, y eso me impelía a aplicarme con más empeño. Un día, mientras descansábamos de utilizar una de las máquinas matemáticas, y como yo me quejara de la injusticia que a las mujeres se les hacía en España cuando se decía que “la mujer que más sabe, sabe ordenar un arca de ropa blanca”, me respondió con sorna: No te quejes, que provocasteis la expulsión del Paraíso. Entonces yo le contesté con algo que debió de dejarlo boquiabierto: si porque Eva indujo a Adán a pecar, las mujeres son peores que los hombres, entonces los Ángeles son peores que las mujeres, porque un Ángel indujo a Eva a pecar. Además, Eva fue engañada por una criatura de gran inteligencia, mientras que Adán lo fue por una mujer. Por eso el delito de Eva fue menor, y menor aún cuanto más tonta consideres a la mujer.
            Poco después de este episodio, el prior tuvo que marcharse durante una temporada. Me contó en secreto que iba a París, donde tenía grandes y buenos amigos, y que allí compraba libros prohibidos. No hacía falta, concluyó, insistirme en la necesidad de que esa confesión que me hacía se mantuviera en el más estricto de los secretos. Ni siquiera su tía debía saberlo.
            Sólo después de muerta he entendido mi creciente desesperación al paso de los días sin su presencia y mi también creciente consuelo porque cada hora que pasaba estaba una hora más cerca de su vuelta. Como tantas cosas dentro de mí, como yo misma, esos sentimientos y otros afines que se daban con ellos murieron sin llegar a desarrollarse y madurar. También aprendí muchas ideas que sólo entendí después.
            Un día irrumpieron en la casa dos hombres forasteros. La tía del prior les contestó a sus preguntas por el sobrino, pero ellos les dijeron que todo eso ya lo sabían. Lo que querían saber era dónde había ido y dónde estaban sus libros. A lo primero respondió que no tenía ni idea y a lo segundo señalando una habitación contigua que hacía las veces de despacho. Los dos hombres revolvieron los volúmenes, pero no debieron de encontrar lo que andaban buscando. Sin duda, dijeron al cansarse, los tiene escondidos. Pero quizá esta sepa algo. Entonces mi brazo notó el grillete de una mano fuerte, y con brutos modales el hombre que me había cogido me zarandeó preguntándome: Ya está bien de tonterías, tú sabes dónde ha ido y dónde están los libros. Yo me hice la muda o la tonta o las dos cosas, pero ellos estaban bien informados. Vendrás con nosotros.
            Me sentaron en una silla en una casa de la Plaza de Arriba. Oí voces de gente de la aldea, a la que sólo conocía de oídas. Ellos empezaron a interrogarme. Primero cambiaron de persona y de tono, y fue el otro hombre quien, con los más exquisitos, corteses y franceses modales, intentó convencerme de que yo era inocente y niña, de que nada me pasaría si les contaba lo que querían saber, que era algo importante para la marcha de la Iglesia y del bien público y, por tanto, algo querido por Dios. Yo había decidido permanecer completamente callada, pero cuando uno de los hombres de la aldea comentó riendo y en voz baja, creyendo que yo no lo oía, que no hay mujer que sepa guardar un secreto, le dije dirigiéndome a él: Lo que dices es otra falsedad más inventada por los hombres, pues la hija de Pitágoras, Damo, recibió de su padre sus escritos junto la orden de no publicarlos y, aunque su venta pudo sacarla de la pobreza, jamás la ejecutó. Y además, añadí, se cuenta de una mujer que, llevada a la tortura por el tirano de Atenas Hippias tras el asesinato de su hermano Hipparco, conocedora de los nombres de los cómplices, se cortó con los dientes la lengua. Que sería lo que yo haría si supiera lo que me preguntan estos hombres y no estuviera segura de resistir sus malas artes.
            Debieron de quedarse impresionados o convencidos de que decía la verdad, y decidieron perdonarme la lengua. La ausencia de la cual, empero, hubiera soportado mejor que el castigo que me infligieron, castigo que, por otra parte, no estaba dispuesta a cumplir: me prohibieron que volviera a ver al prior. Fui enviada de nuevo a Úbeda, y volví a vagabundear por las calles. Contaba los días que faltaban para la vuelta de mi bien y confiaba en que volvería por mí. Entonces contraje la viruela y volví a entrar en el Hospital de Santiago, esta vez como enferma. En una de esas camas, un uno de mayo, morí de muerte real, porque en mejor cama pero la misma enfermedad se llevó, con diecisiete años, a nuestro rey “El bien amado”, en la década anterior a la de mi nacimiento.
            Han pasado los años y las gentes. El prior sufrió mucho mi pérdida y se sintió culpable por haber ido a París dejándome a merced de sus enemigos. Murió el prior, murió Voltaire y Diderot, murieron los aldeanos, murieron los hombres que pretendieron que les contara un secreto. Sic transit gloria mundi. Otros tiempos sustituyeron a los que yo viví, y otros a esos. Mi voz se fue haciendo más vieja y quizá más sabia. Mi voz, lo que soy.
 Juan Fernando Valenzuela Magaña