martes, 6 de diciembre de 2022

Manuel García Morente

 Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 5 de diciembre de 2022.


MANUEL GARCÍA MORENTE


         Había nacido en Arjonilla en 1886. La mañana del día 7 de diciembre de 1942, hace ahora ochenta años, moría en Madrid. Tenía en la mano la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino.

         Aquel lejano día de posguerra, en un salón del convento de la Asunción, en torno a ese hombre amortajado con su sotana, su figura, como rodeada de espejos, se iría multiplicando, igual y diferente, en la memoria de los amigos que lo rodeaban. Es probable que todos recordaran en ese momento de despedida dos momentos esenciales en la vida del difunto. Uno por ser símbolo y otro por ser comienzo de un camino que la muerte acababa de truncar recién nacido.      

El momento simbólico acaece en 1933 y lo constituye un crucero universitario por el Mediterráneo. Morente, su jefe de expedición, era por entonces decano de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Central de Madrid. El 15 de enero de ese mismo año se había inaugurado su nuevo edificio en la Ciudad Universitaria. Tal edificio, fruto de la compenetración del arquitecto Aguirre y el decano, compartía con el crucero el mismo espíritu abierto y luminoso que vertebraba también el nuevo plan de estudios, diseñado por Morente. Ninguno de los participantes olvidaría ese viaje. Uno de ellos, Julián Marías, escribió en sus memorias: “Creo que nadie pudo olvidarlo nunca. Nuestras vidas se han nutrido en buena medida de aquella experiencia”. El crucero en el Ciudad de Cádiz supuso una convivencia durante cuarenta y cinco días de una parte significativa de los intelectuales de aquel momento y de los años posteriores, en un entorno enormemente estimulante para ellos. Estaba planteado como un viaje al origen de nuestra cultura, un contacto con ruinas y paisajes de las orillas del Mediterráneo donde empezó nuestra milenaria aventura. Isabel García Lorca expresó el motivo de la importancia que tuvo aquel crucero para muchos de sus participantes: “Era (…) la primera vez ante muchas cosas: el descubrimiento”. El Ciudad de Cádiz, en lo que constituye otro símbolo, fue hundido en la guerra civil.         

El momento de radical transformación acontece pocos años después del crucero, en abril de 1937. Morente ha tenido que huir del Madrid de principios de la guerra porque su vida corre peligro. Lo han despojado del decanato, han asesinado a su yerno en Toledo, dejando a su hija viuda con veintidós años y dos hijos. Está en París, en un estado de extrema penuria, comiendo en casa de la viuda de un antiguo compañero de estudios muerto en la Gran Guerra y alojado en el piso de su amigo Ezequiel de Selgas, que, como correo secreto, se ausentaba días y noches enteros dejándolo solo. Al dolor se suma el remordimiento por haber dejado a su familia en España y su preocupación por sacarla de allí. Todas sus gestiones fracasan, también las que hace para encontrar trabajo. Su situación económica cambia al conseguir un encargo editorial, un diccionario francés-español y español-francés. Recibe entonces la oferta de la cátedra de Filosofía en la Universidad de Tucumán, en Argentina. Acepta, pero condiciona el viaje a la salida de España de su familia con el objeto de que lo acompañen. Esta salida se pone difícil y entonces, en la noche del 29 al 30 de abril, solo en el piso desde el que puede verse, en la lejanía, Montmartre y la luz de la torre Eiffel, Morente vive una conversión que le da un nuevo rumbo a su vida. Cuando uno toca fondo, se encuentra con Dios. Al día siguiente, resuelve hacerse sacerdote, pero mantiene la decisión en secreto. Sus hijas consiguen llegar a París y la familia emprende el viaje transoceánico.

En Tucumán, con ese secreto todavía guardado en el corazón, imparte en 1937 un curso que queda recogido en un libro exitoso, Lecciones preliminares de filosofía, que nos permite entender la afirmación de quienes asistieron a sus clases: Morente tenía un enorme talento pedagógico. La lectura de cualquiera de sus obras corrobora completamente esa impresión.

JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA

 







miércoles, 16 de noviembre de 2022

Últimas palabras (II)

 Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 14 de noviembre de 2022.

 

ÚLTIMAS PALABRAS (II)

 

            Hablábamos de las últimas palabras proferidas por alguien antes de morir. Habíamos destacado algunas enigmáticas y otras humorísticas. Añadiré dos más de este tipo. Cuenta Rousseau que la condesa de Vercellis, ya en los estertores de la agonía, soltó una ventosidad y dijo: “Bueno, mujer que se pede no está muerta”. Esas fueron sus últimas y escatológicas palabras. En un libro que Federico Sopeña escribió de noche y que siempre de noche leo, aparece una muerte “bien humorada”, contada por Eugenio d´Ors: la de Apeles Mestres. Este escritor y dibujante murió la tarde del 19 de julio del 36 en una Barcelona ya tomada por la guerra. “Por lo visto, nos vamos todos a hacer puñetas”, dijo antes de hacerlo.

            Continuemos con otra categoría. Las hay que definen una personalidad o un estilo, o que resumen una vida. En El colgajo, el estremecedor libro de Philippe Lançon, me entero de que Chéjov murió diciendo: “Ich sterbe”, “Me muero”. El autor indica que eso es puro Chéjov, sin efecto literario. Carême, famoso cocinero francés alabado por Talleyrand, murió en 1833 diciéndole a un amigo: “Tus albondiguillas estaban excelentemente preparadas, pero mal sazonadas. Tampoco la salsa bien ligada. Mira, la próxima vez deberías…”, y al querer demostrarle con las manos el movimiento que debía imprimir al cazo, no pudo terminar. Las últimas palabras de Wittgenstein fueron dirigidas a Mrs. Bevan, quien le había dicho que sus amigos más íntimos de Inglaterra llegarían al día siguiente: “Dígales que mi vida fue maravillosa”. Unamuno murió con dos de sus ideas favoritas en los labios, Dios  y España. “¡Dios no puede volverle la espalda a España! ¡España se salvará porque tiene que salvarse!”, fue lo último que dijo.

            También las hay que remiten a sí mismas, con calidad de espejo. Pancho Villa, en el momento de su ejecución, rogó a un periodista: “¡No deje que acabe así! ¡Escriba usted que he dicho algo!”. Lo que hizo el periodista, en un gesto que no sé si calificar en el fondo de obediente, fue contar ese bloqueo en tan trascendente momento.

            Otros parecen interesados en hacer una petición. Se dice que el emperador Augusto acabó su vida diciendo: “Si la comedia os ha gustado, concededle vuestro aplauso y, todos a una, despedidnos con alegría”, en clásica imagen del mundo como teatro. Sin embargo, Suetonio nos cuenta que murió después de decir eso, en los brazos de Livia, exclamando: “¡Livia, conserva mientras vivas el recuerdo de nuestra unión! Adiós”. Esas habrían sido realmente sus últimas palabras. Las de Plotino, filósofo del siglo III, nos las relata su biógrafo Porfirio, basándose en el testimonio de Eustoquio, discípulo y médico del autor de las Enéadas, así como testigo de su muerte. Si bien no hay duda sobre la veracidad de lo dicho, hay distintas interpretaciones. Según una diría: “Esforzaos por reconducir el dios que hay en vosotros a lo que hay de divino en el universo”.

            Conmovedoras porque tal vez reflejen un íntimo anhelo son las últimas palabras del ajedrecista Fischer, quien protagonizara junto con Spassky en 1972 el duelo de ajedrez quizá más memorable de todos los tiempos. Según el doctor Skulason, mediaba un abismo entre la capacidad mental de Fischer y el mundo emocional infantil en que vivía. Cuando a los 14 años le llegó inopinadamente la fama al convertirse en campeón de ajedrez de Estados Unidos, “construyó unos muros, una forma de protección inmadura y agresiva en la que la confianza (…) fue eliminada”. Este doctor acompañó al ajedrecista la última noche que este durmió en su casa, 48 horas antes de morir. “Una vez se despertó, me dijo que le dolían los pies y me pidió que se los masajeara. Yo lo intenté, le acaricié suavemente, y entonces dijo las últimas palabras, las últimas dirigidas a mí y, que yo sepa, a cualquier otra persona. Cuando sintió que le tocaba dijo, con una voz de una suavidad terrible: “No hay nada que alivie el dolor como el toque humano””.

 

JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA



También puede leerse en el periódico.


jueves, 10 de noviembre de 2022

Dos reseñas en El Ciervo

    Reseña del libro de Santiago Martín Arnedo La tentación del silencio, publicado en Comares, en el número de mayo/junio de la revista El Ciervo.



    
Reseña en el número de septiembre/octubre de la revista El Ciervo acerca del libro de José María Herrera La tumba de Dios (y otras tumbas vacías) editado en Turner.



lunes, 24 de octubre de 2022

Últimas palabras

 Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 24 de octubre de 2022.  


ÚLTIMAS PALABRAS

 

El asunto de las últimas palabras que alguien dice antes de morir se ha movido entre lo anecdótico y lo trascendental. El componente primero se lo da su carácter de respuesta rápida e ingeniosa, ese rasgo que era tan valorado en los salones parisinos y cuya sombra es el llamado esprit de l´escalier. Ya hablamos sobre eso anteriormente. El segundo, es claro, la estrecha cercanía a la muerte. Uno tiende a pensar que esas palabras que cierran una vida, tras las que alguien no dirá nunca nada más, encierran, incluso si de ello no es consciente quien las pronuncia, un significado especial. Esa tendencia es mayor si el protagonista sabe que va a morir, pero también se da cuando la muerte es inopinada y sorprende al fallecido. Cifra de la esencia de una persona, revelación del secreto de una vida, auscultación del presente o chispeante salida, broma intencionada, frase que involuntariamente crea un chiste, las últimas palabras han interesado a biógrafos, historiadores, escritores y lectores en general. Voy a intentar aquí clasificar un buen puñado de ellas que he ido recolectando a lo largo de años de lectura, indagando hasta donde me es posible en las fuentes de donde originalmente surgieron.

Comencemos por las que podríamos llamar enigmáticas. Las más famosas son las de Goethe: “¡Luz, más luz!” Parece ser que debemos esta noticia a su médico, que, aunque no estuvo presente, las ha trasmitido a la posteridad. Yo las leí por primera vez en Ortega y Gasset (conocida es la afinidad de Ortega con Goethe, que al discípulo del primero, Julián Marías, gustaba llamar “amistad”), que las relaciona con el imperativo de claridad y con otras palabras del escritor alemán: “Yo me declaro del linaje de esos/ Que de lo oscuro hacia lo claro aspiran.” Con ese estilo que tanto cala (o calaba) en la adolescencia y tanta vocación despierta (o despertaba), don José escribía: «Y a la hora de morir, en la plenitud de un día, cara a la primavera inminente, lanza en un clamor postrero un último deseo, la última saeta del viejo arquero ejemplar: “¡Luz, más luz!”».

Goethe murió el 22 de marzo de 1832, en la primera mitad del XIX. En la segunda, otro día 22, esta vez de mayo y en 1885, Víctor Hugo pronuncia sus últimas palabras: “Je vois la lumière noire”, “Veo la luz negra”. La noticia me la proporciona la introducción a Nuestra Señora de París en la edición de Cátedra, aunque no se da por segura. El contraste con las últimas palabras de Goethe más que pedir un intento de explicación sugiere dejarlo así y recrearse en su constatación.

         Otra categoría la pueden integrar las que tienen un toque de humor, ese con que el hombre encara a veces la muerte. Así, tenemos las de Saint-Gelais, poeta francés del Renacimiento, que tomo de los diarios de Jünger. Los médicos discutían junto a su lecho sobre su enfermedad y tratamiento. Saint-Gelais se volvió hacia la pared y dijo: “Señores, voy a poneros de acuerdo”, y murió.

         De humor involuntario podemos calificar aquellas del señor de Lagny, apasionado de las matemáticas, que recoge Paul Hazard en su libro sobre el pensamiento en el siglo XVIII: «cuando estaba moribundo y le decían en vano las cosas más tiernas, llegó el señor de Maupertuis y puso empeño en hacerle hablar: “Señor de Lagny, ¿el cuadrado de doce?” “Ciento cuarenta y cuatro”, respondió el enfermo con voz débil; y ya no dijo una palabra más».

         Este tipo de humor que, al contacto con la muerte, se convierte en humor negro, aparece también en las últimas palabras del poeta Dylan Thomas. Las leo en una novela de Eduardo Lago, Llámame Brooklyn: «cuando se agarró la monumental cogorza que le costó la vida, lo trasladaron con el hígado reventado al cercano hospital de San Vicente. Las últimas palabras del galés, justo antes de morir, fueron: 18 whiskies, no está mal».

         Hay más finales humorísticos, que dejaremos para el próximo artículo. Sobre este asunto conviene no decir todavía la última palabra.

 

JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA




miércoles, 12 de octubre de 2022

La herencia del mendigo

 Publicado en Stella, 2020.

LA HERENCIA DEL MENDIGO

 

Salvo yo, que no existo, todo cuanto voy a decir es verdad. Al menos, es lo que podríamos admitir como tal después de cotejar los datos que nos ofrece la prensa de la época. Y no tanto por ser concordantes (pues hasta llegan a ser contradictorios) como por ser variados, lo que permite corregir esta noticia con otra, aquella con la de más allá, hasta hacerse una idea suficientemente aproximada de lo que ocurrió.

Soy un ser virtual, y desapareceré tan pronto como ponga el punto final de este artículo. Consisto en una voz y un deseo: saber qué pasó en los años 1934 y 1935 en las vidas de unas personas vinculadas a Navas de San Juan.

Nací de la lectura de una entrevista, la que en el Mundo gráfico del 7 de agosto de 1935 le hace G.S.-B. a Amador Martínez, un mendigo que vivía en una barraca de la Barceloneta. La Fortuna, fiel a su imagen de rueda tornadiza e imprevisible, se le presentó a Amador a sus sesenta y dos años con una herencia de cuarenta mil duros (para los jóvenes, doscientas mil pesetas, unos mil doscientos euros) y varias fincas en Úbeda. Según informa el entrevistador, el año anterior había ardido, en Navas de San Juan, la casa en que vivía doña Bernardina Martínez, viuda de un ebanista, con sus sobrinos. Estos se salvaron, pero ella murió en el incendio. Cuando los sobrinos reclamaron la herencia, el notario les dijo que el heredero directo era el hermano de la difunta. Cierto que no se sabía si vivía o había muerto, pero debían esperar a ver si se averiguaba su existencia. Ese hermano, en efecto, es Amador Martínez, que malvive en una barraca a la que llamó Villa Amparo en recuerdo de su mujer muerta dos años atrás. La policía lo localizó tras ocho meses buscándolo. Parece que al principio se mostró incrédulo y que luego nada quiso saber de la herencia. En el momento de la entrevista ha pedido a sus parientes de Navas quinientas pesetas para ropa (de “modestísima indumentaria” es calificada por el entrevistador la que lleva), el viaje y la comida en el tren. Con la herencia, Amador se propone acabar tranquilamente sus días, pero no en Navas de San Juan, afirma categóricamente, sino en Barcelona, en “Villa Amparo”, donde murió su mujer y donde, desde los cuarenta en que dejó el Cuerpo de Carabineros, ha pasado los años más tristes de su vida. La entrevista está acompañada de una fotografía de Amador delante de su barraca. Parece un hombre de complexión fuerte, de tamaño medio. Su rostro sin afeitar ha resistido bien el paso del tiempo y solo le falta pelo en la parte delantera de la cabeza. Bajo sus espesas cejas, los ojos no miran a la cámara sino a sus recuerdos.  

        Podemos mantener como cierta la versión de Mundo gráfico excepto en algunos puntos que serán corregidos más adelante. A su favor tenemos una noticia en ABC del 2 de agosto del mismo año. En ella se matiza que “un policía” (atención a ese detalle) estuvo buscándolo durante “más de ocho meses” y que la cantidad heredada es superior a trescientas mil pesetas (lo que no contradice las doscientas mil si tenemos en cuenta las fincas de Úbeda). La noticia destaca la incredulidad de Amador y nos cuenta su sospecha de que el incendio no fuera casual. Perdonemos, en fin, que el breve artículo ubique Navas de San Juan en la provincia de Ciudad Real. También lo hace el Ahora del mismo día, en el que veo por primera vez el segundo apellido de Amador Martínez: Cano. Como en la noticia de ABC, se llama la atención sobre el hecho de que nuestro paisano (fichado como “vago profesional”) se hallaba fuera de la ley con motivo del bando que reprimía la mendicidad. Otro artículo aparecido en La Voz, firmado por Febus, aunque le pone, erróneamente, diez años más a Amador, nos aporta dos valiosos datos. Uno: el inspector de Policía que lo localizó se apellidaba Asensio y lo hizo a petición de un amigo suyo residente en Navas de San Juan. Nuestro mendigo respondió al inspector que no le interesaba la herencia, “y que —reza el artículo—antes de ir a Navas para entendérselas con sus parientes, prefería seguir siendo pobre.” Y segundo dato: Bernardina se había casado en Úbeda con un ebanista, que luego se estableció en las Navas. Al quedarse viuda vivieron con Bernardina unas sobrinas suyas. El incendio donde murió Bernardina habría ocurrido “en octubre pasado”, es decir, en octubre del 34. Los sobrinos, vemos, se han convertido en sobrinas.

        Recapitulemos. Estamos en 1935. Amador Martínez Cano, un antiguo carabinero, mendigo, viudo y que vive en una barraca en la Barceloneta, hereda doscientas mil pesetas y fincas en Úbeda de su hermana Bernardina, viuda a su vez de un ebanista establecido en Navas de San Juan. Bernardina ha muerto en un incendio en la casa que habitaba con sus sobrinos o sobrinas. Incrédulo y reticente al principio, al final accede a viajar a Navas para lo que pide quinientas pesetas a sus parientes de allí.

        Puro deseo de saber, me pregunto (¿ustedes no?) quién era esa Bernardina, quién su marido ebanista fallecido, cómo,  cuándo y en qué calle se produjo el incendio que acabó con su vida.

Y aquí aparece una sorpresa. No hubo ningún incendio en Navas que diera fin a la existencia de Bernardina. Hubo incendio, sí, hubo notable muerte, en efecto, pero no ocurrió en Navas. Tuvo lugar… en Úbeda. Y tampoco fue en octubre, sino en junio. Saltando del ABC a El Sol, de este a El defensor de Córdoba, de aquí a La Voz, de La Voz a El Liberal, de este a Luz y de aquí a La Libertad, reconstruyo la noticia. En la noche del 11 de junio de 1934 se declara, debido a un cortocircuito, un violento incendio en el almacén de maderas de Juan José Cano, en la calle Doña María de Molina, número 10. Vecinos y autoridades intentan sofocarlo sin éxito. Entonces se pide ayuda al Servicio de Incendios de Linares. Al llegar de allí dos brigadas de bomberos, la gente aplaude. El que una ciudad como Úbeda, de 35.000 habitantes, carezca de agua, material de incendios y Cuerpo de bomberos, será objeto de una crítica que se abordará en la sesión del Ayuntamiento celebrada el día 15, donde el señor Dueñas ruega se busquen los medios para que Úbeda sea dotada de un buen servicio de incendios.

Entre los escombros aparece el esqueleto de la tía del propietario, Bernardina Martínez, de unos cincuenta años de edad, cuyo cuerpo fue consumido por las llamas.

El deseo de saber, a la vez que se calma se acrece. Toda respuesta no es sino el alimento de una nueva pregunta. Termino estas líneas con aquellas que no pude resolver.  ¿Vino Amador al pueblo a recoger su herencia? ¿Terminó, rico y tranquilo, sus días en Villa Amparo, como él quería? ¿Era navera o ubetense Bernardina? ¿Quién era su marido, el ebanista que se estableció en nuestro pueblo y al que en ningún momento se le da nombre? ¿Qué vecino de Navas escribió a su amigo el inspector de policía Sr. Asensio para que localizara a Amador? En aquellos tiempos en que establecerse en una gran ciudad suponía un dificultoso reto, los naveros que en ellas vivían establecían una estrecha relación. Si no me equivoco, los hermanos Nieto coincidieron en Barcelona con Amador durante un buen número de años. Siendo ambos miembros del Cuerpo de Vigilancia, ¿se relacionaron con el carabinero Amador? ¿Supieron, dada la vinculación de Miguel Nieto al mundo del periodismo, de la cuestión de la herencia?

Cierro con estas preguntas el telón de mi virtual existencia.

 

JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA

lunes, 26 de septiembre de 2022

El fracaso del éxito

 Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 26 de septiembre de 2022. 


EL FRACASO DEL ÉXITO


         Como no hay luz sin sombra, los premios Nobel originaron la suya en el año 1991. Desde entonces se vienen otorgando los Ig Nobel, una suerte de parodia de los primeros, que premian aquellas investigaciones, publicadas en revistas de prestigio, que “primero hacen reír a la gente, y luego la hacen pensar”. En 2018, por ejemplo, el galardón de Medicina fue para un equipo estadounidense que probó que una montaña rusa que hay en Disney World en Orlando es efectiva para eliminar cálculos renales, obteniendo mejores resultados si se iba en la parte trasera. El de Antropología recayó entonces en un estudio que demostraba que en los zoológicos los chimpancés imitan a los humanos con tanta frecuencia como los humanos los imitan a ellos. Los galardonados de este año ya se han dado a conocer, y, si bien todos son chocantes, voy a seleccionar dos de ellos.

         El premio de Literatura ha sido para un estudio que demuestra que lo que hace ilegibles los textos jurídicos no es el uso de conceptos técnicos, sino lo mal escritos que están. Tras analizar 10 millones de palabras usadas en contratos, los investigadores descubrieron que contienen “proporciones sorprendentemente altas de ciertas características [lingüísticas] difíciles de procesar”. Conclusión que no sorprenderá al lector.

         El Ig Nobel de Economía ha sido para un equipo que ha tocado un asunto polémico: el mérito y el éxito. La pregunta que subyace a esta investigación es clásica: ¿triunfan los mejores? Dicho de otro modo: ¿es el éxito justo? El refranero avala esta postura: El buen paño en el arca se vende. Algunos consejos secundan esta idea: trabaja, y al final serás recompensado; tarde o temprano, se reconocerá tu talento y tu esfuerzo. ¿Es esto así? ¿O más bien ocurre lo contrario? Lo que triunfa, se dice de hecho, es lo barato, lo fácil, lo burdo, hasta lo zafio. Quien llega a lo más alto es quien menos escrúpulos tiene y toda la energía que gasta en maquinar su ascenso es la que no dedica a su formación y trabajo. El estudio no llega tan lejos. Lo que dice es que la suerte interviene más de lo que pensamos: “Nuestro modelo muestra que, si es cierto que se necesita cierto grado de talento para tener éxito en la vida, casi nunca las personas más talentosas alcanzan las cimas más altas, siendo superadas por individuos medianamente talentosos, pero sensiblemente más afortunados”. Creemos otorgar “honores y recompensas” a los más competentes, dando lugar a una “meritocracia ingenua”. La deformación profesional hace que al leer “honores y recompensas” venga a mi memoria el momento en que Platón se pregunta qué pensaría el prisionero liberado de la caverna al recordar a sus antiguos compañeros de cautiverio: “Respecto de los honores y elogios que se tributaban unos a otros, y de las recompensas” para los expertos en sombras, ¿los desearía? Porque esa es la cuestión si hablamos de éxito y fracaso. Puede que Proust sea menos leído que un plano best seller, pero eso no significa que tenga menos éxito literario, si, en vez de entender por tal el dinero o el número de lectores, entendemos el logro de lo que se proponía (su proyecto era tan claro como arduo), o el reconocimiento por parte de los que contaban para él. La pregunta se torna más seria si lo que planteamos es si han quedado otros Proust en el olvido. Que Kafka acabara imponiendo su genialidad (aunque, pese a lo que se piensa, no fue tan ignorado en su tiempo) no es un argumento a favor del refrán del paño en el arca, porque solo podemos contar con lo conocido. De lo desconocido, por definición, nada sabemos. Habría que demostrar que escritores de esa talla no fueron preteridos, y eso nos llevaría a preguntarnos si parte de la grandeza de una obra es lo que los lectores y otros escritores han hecho de ella, su influencia, con lo que nos adentraríamos en los laberintos teóricos de la literatura que recorre Compagnon en El demonio de la teoría, lo que, no teman, no vamos a hacer porque este artículo ya se acaba.

Juan Fernando Valenzuela Magaña

 

 

  


 

 

martes, 30 de agosto de 2022

Anécdotas (y IV)

 Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 29 de agosto de 2022.

ANÉCDOTAS (Y IV)

 

Démosle a las anécdotas un último espacio. Los habituales de esta página recordarán que hablamos una vez de una carta de Kafka a Felice en la que el escritor de Praga hablaba de ciertas noticias periodísticas que parecen dirigirse directamente a uno. Se trata de noticias que, aunque a otros pueden resultar prescindibles, a nosotros nos interpelan personalmente por algún motivo. Algo parecido puede decirse de las anécdotas. Las que nos parecen especiales están relacionadas con íntimos intereses y las mejores son aquellas que ni siquiera podemos determinar por qué nos resultan tan interesantes.

            Hago memoria y selecciono algunas de este tipo.

            He destacado alguna vez la facilidad con que nos acostumbramos a lo asombroso siempre que se instale entre nosotros y perdure. La realidad o la propia vida son un ejemplo. Quizá por eso me llamen la atención anécdotas referidas a los orígenes de algo que hoy nos resulta cotidiano. En el libro de Timothy Day Un siglo de música grabada se cuenta que Hans von Bülow grabó en el laboratorio de Edison una mazurka de Chopin y casi se desmayó al escucharse. Se trata de una de las primeras grabaciones de música clásica, y no ha llegado hasta nosotros. Sí lo han hecho, sin embargo, grabaciones del tenor italiano Caruso. Una de ellas dio lugar a una anécdota que refleja la diferencia cultural existente entonces entre Inglaterra y los pueblos meridionales. En una demostración del gramófono para unas señoras en un salón de Mayfair, se reprodujo “Vesti la giubba”, con su sollozo tan emotivo. Tras el final, se hizo un silencio, hasta que una vieja dama levantó la vista de su ganchillo y dijo: “Me parece que este hombre estaba bastante histérico.” 

Vayamos ahora al viejo mundo francés. Cuenta Tallemant de Reaux en sus Historiettes que un cortesano al que no le gustaba comprometerse, cuando alguien le preguntaba la hora, mostraba su reloj.

            En la especialista de los salones parisinos Benedetta Craveri leemos una anécdota contada por madame de Genlis. Madame Necker montó el último gran salón del Antiguo Régimen, adjudicándose el único día que había quedado libre en el calendario mundano de París: el viernes. Estaba decidida a lanzar la carrera de su marido, el famoso banquero suizo, y para ello se preparó a conciencia. Guapa y culta, le faltaba sin embargo espontaneidad. Tanto, que el caballero de Chastellux, una vez que llegó pronto a una recepción, encontró bajo un sillón un cuadernillo con anotaciones sobre lo que la señora debía decir a los invitados, incluido al propio descubridor de los apuntes, quien lo devolvió al sitio donde lo encontró. Un criado vino a buscarlo y se lo llevó. Durante la comida, el caballero de Chastellux disfrutó oyendo a Madame Necker repetir, palabra por palabra, todo lo que estaba escrito en el cuaderno.

            Ahora, dos muertes con carácter de anécdota, sacadas de Valerio Máximo. Esquilo, considerado el padre del género trágico, salió fuera de su ciudad siciliana y se sentó a tomar el sol. Un águila que llevaba una tortuga voló sobre su calva y quedó deslumbrada por el reflejo. Tomándola por una piedra, estrelló contra ella la tortuga para poder comerse su carne. Por su parte, Homero habría muerto afligido de dolor por no poder resolver una cuestión que le plantearon unos pescadores.

            Por supuesto, y como constatamos en el artículo anterior, no podemos fiarnos mucho de las anécdotas. Su gracia no estriba en su verdad. Podemos terminar con una anécdota sobre una anécdota para ilustrar esto. Cuenta Pío Baroja en sus memorias que una vez leyó en una revista una historia en la que aparecían Rusiñol, Unamuno y él. Rusiñol habría convidado a comer a los otros dos, de modo que el primero pagaría la comida y Unamuno y Baroja las propinas. Este escribe: “Respecto a esa anécdota, no tengo que decir más sino que no he comido, ni una sola vez siquiera, ni con Rusiñol ni con Unamuno”. Y añade: “Además, no hubiera aceptado una proposición de un banquete así, en esas condiciones económicas.” A Baroja le molestaba que si se invitaba, no se invitara a todo, café o propina incluidos.

Y así se acaba el verano y, con él, las anécdotas.

 

JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA



miércoles, 3 de agosto de 2022

Anécdotas (III)

Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 1 de agosto de 2022.

ANÉCDOTAS (III)

            Seguimos con el verano y, por tanto, con las anécdotas, asunto de apariencia ligera pero que, como hemos visto en los dos artículos anteriores, apuntan hacia lo profundo. Si alguien sabe de apariencias y profundidades, es el filósofo. Del primero de ellos, Tales de Mileto, nos cuenta Diógenes Laercio que se habría caído en un hoyo por mirar los cuerpos celestes. Es la estampa del sabio despistado, que no concuerda con aquella otra, contada en el mismo lugar, según la cual, para mostrar la facilidad con que podía enriquecerse, sabiendo que iba a haber pronto gran cosecha de aceite, Tales tomó en arriendo muchos olivares y ganó mucho dinero. Como los refranes, hay anécdotas que se contradicen. Y otras que se repiten. Se cuenta que Voltaire elogiaba al médico Haller y que alguien le dijo: “Pues él no dice lo mismo de vos”, a lo que Voltaire respondió: “Quizá los dos nos equivoquemos”. Curiosamente, la misma anécdota se cuenta de Benavente y Valle-Inclán, el primero en el papel del francés. Pero lo sorprendente es que he encontrado en el libro del siglo XVI Sobremesa y alivio de caminantes, de Juan de Timoneda, un cuentecillo protagonizado por un tejedor y un sastre. Al ser el tejedor preguntado por una señora por qué hablaba bien del sastre hablando este tan mal de él, el tejedor contestó: “Señora, porque mintamos los dos”. 

Cuenta Luis Carandell que un grupo de diputados folloneros fue llamado “los jabalíes”, debido a una intervención de Ortega y Gasset, quien en las Cortes de 1931 dijo: “No hemos venido aquí para hacer el payaso, el tenor ni el jabalí”. Esos diputados escandalosos se presentaron un día a Unamuno, también diputado, diciéndole: “Habrá oído hablar de nosotros: somos los jabalíes”. Unamuno les dijo: “Imposible. Los jabalíes van siempre solos o en pareja. Los que sí van en piara son los cerdos.”

Hay una famosa anécdota protagonizada por dos grandes filósofos del siglo XX. Ocurrió en octubre de 1946, en Cambridge. La historia, pese a la cantidad de testigos, todavía no está clara. Popper había sido invitado a presentar una comunicación sobre algún “malentendido filosófico”. En esa formulación vio la mano de Wittgenstein, que según Popper negaba la existencia de genuinos problemas filosóficos, reduciéndolos a malentendidos lingüísticos. Así que, fiel a su pensamiento de que una conferencia debe desafiar al auditorio, Popper tituló su comunicación “¿Existen los problemas filosóficos?”. En un momento fue leyendo una lista de ellos, mientras Wittgenstein los rechazaba como problemas lógicos o matemáticos. Al llegar a los problemas morales y la validez de las reglas morales, Wittgenstein, “que estaba sentado junto al fuego y había estado jugueteando nerviosamente con el atizador, que a veces usaba como batuta de director para recalcar sus afirmaciones, me desafió: “¡ponga un ejemplo de una regla moral!”, y yo repliqué: “no amenazar con atizadores a los profesores visitantes””. Wittgenstein, rabioso, tiró el atizador y abandonó la habitación dando un portazo. Esta es la versión que puede leerse en la autobiografía intelectual del propio Popper, titulada Búsqueda sin término. Sin embargo, en la biografía de Wittgenstein de Ray Monk se califica de cuento tal versión. Sea como fuere, parece una burda exageración lo que se llegó a decir, que ambos filósofos habían llegado a las manos, armados los dos con atizadores. Lo que sí tiene esta anécdota es un carácter simbólico de enfrentamiento de dos influyentes visiones de la filosofía, por lo que sirvió de pretexto a un libro de divulgación biográfica y filosófica titulado precisamente El atizador de Wittgenstein.

Sin salirnos de Cambridge y de la filosofía, acabemos con el profesor Broad, quien preparaba las clases por escrito. Cada frase la leía dos veces. Para hacer más amena la sesión, intercalaba algunos chistes, también escritos previamente, y que leía, no dos, sino tres veces. Según cuenta uno de sus alumnos, ésta era la única manera de distinguirlos.

JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA





lunes, 4 de julio de 2022

Anécdotas (II)

Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 4 de julio de 2022.

ANÉCDOTAS (II)

Nos quedamos el mes pasado hablando de las anécdotas. Cuenta Schwob en el prefacio a sus Vidas imaginarias que los biógrafos se han equivocado al creerse historiadores e interesarse por lo general de un individuo, en vez de por lo distintivo, lo único. Siempre he considerado la biografía como el género literario más difícil y misterioso por tener que enfrentarse cara a cara con una vida humana. Algunos apuntes biográficos de Ortega o las biografías de Zweig muestran lo lejos que se puede llegar en ese terreno, pero la mayor parte de las veces suelo quedarme descontento al leer alguna. No obstante, cuando se acercan, como desea Schwob, a lo personal y diferente, encontramos jugosas anécdotas que en ocasiones pueden acercarnos más al personaje retratado que otros datos de su historial académico o profesional.

Tomemos como ejemplo una anécdota que aparece en la monumental biografía de Kafka de Reiner Stach. Procede de los recuerdos de Dora Diamant, la compañera de los últimos días de Kafka. En un parque el escritor y Dora se encontraron a una niña pequeña llorando: había perdido su muñeca. Kafka inventó una historia y le dijo que estaba de viaje y que lo sabía porque le había enviado una carta. Como la niña desconfiara, dijo que la traería al día siguiente. Cuando se puso en casa a escribirla estaba en el mismo estado de tensión en que se hallaba siempre al sentarse al escritorio. Al día siguiente, le leyó la carta a la niña en voz alta. La muñeca le contaba que quería conocer otras cosas, pero que la quería mucho. Prometía escribir a diario. Kafka escribió una carta cada día informando de nuevas aventuras. Al final la muñeca se casaba. El juego duró al menos tres semanas, dando lugar a lo que podemos llamar una novela epistolar de Kafka que, desgraciadamente, se perdió (¿para siempre?). Quien conozca algo del escritor de Praga podrá ver en esta anécdota rasgos característicos de su modo de concebir la literatura.

No he conseguido encontrar la fuente de esta otra anécdota de Kafka, pero no me resisto a contarla por cuanto sugiere. Una tarde visitaba a un amigo y, sin querer, despertó al padre que dormía en un diván. Entonces atravesó el cuarto de puntillas, susurrándole al anciano: “Considéreme un sueño”.

Tampoco conozco la fuente de la siguiente, muy conocida. Quevedo apuesta a que es capaz de echar en cara su cojera a la reina. Poco después, en una recepción en la corte el primero acude con una rosa y un clavel y le dice a la segunda: “Entre el clavel y la rosa, su majestad es-coja”.

         Hay anécdotas que nos recuerdan situaciones vividas por nosotros, o a la inversa. G.B. Shaw ve en una librería de viejo un volumen de sus comedias con su dedicatoria: “Al sr. X, con el saludo de Bernard Shaw”. Molesto por el desprecio del dedicatario que había vendido el libro, lo compra, añade una nueva dedicatoria (“Al sr. X, con un nuevo saludo –¡el segundo! –, de George Bernard Shaw”) y se lo envía por correo. Recuerdo haber encontrado yo una vez, también en una librería de viejo, un libro dedicado por el autor (un poeta al que yo conocía) a un profesor (a quien también conocía), lo que me dio a entender que este lo había vendido.

         Acabaré con otra anécdota de un escritor, el elemento común a las de este artículo. La cuenta Alberto Manguel en Una historia de la lectura. Dice que cuando Racine estudiaba en la abadía de Port-Royal descubrió casualmente una antigua novela griega titulada Las historias etiópicas de Teágenes y Clariquea. En el bosque que rodeaba la abadía lo sorprendió el sacristán leyéndolo, se lo quitó y lo arrojó al fuego. Poco después, logró hacerse con otro ejemplar, que sufrió el mismo destino que el primero. Así que consiguió un tercero y se aprendió la novela de memoria, le devolvió el libro al sacristán y le dijo que podía quemarlo también, como los otros. Cómo no recordar la novela de Bradbury Fahrenheit 451 en la que un grupo de resistencia memoriza las grandes obras de la literatura en una sociedad donde los libros están prohibidos y se queman los que encuentran.

Juan Fernando Valenzuela Magaña

También puede leerse en el periódico.



lunes, 6 de junio de 2022

Anécdotas

Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 6 de junio de 2022.

ANÉCDOTAS

        

         La anécdota, decía Voltaire, es lo que se espiga cuando se ha cosechado ya. Situada al margen de la Historia, tirada en la cuneta de las interpretaciones de acontecimientos y épocas, siempre ha gustado y se ha recurrido a ella. Su utilización ha sido diversa. A veces entretiene, a veces ilustra y a veces incluso simboliza el espíritu de un hombre, de una escuela o de un tiempo.

         Cualquiera de nuestros pueblos tiene un repertorio de anécdotas orales que se comparten en tertulias amistosas y que salpimentan su intrahistoria. De hecho, el adjetivo que nos viene espontáneamente al hablar de ellas es “sabrosa”: “sabrosa anécdota”. Todos conocemos gente que las cuenta muy bien, grandes narradores a los que escuchamos con deleite relatar la misma historia una y otra vez, como el niño que pide que vuelva a leérsele el mismo cuento.

         Otras anécdotas, aunque puede que tengan un origen oral, han acabado escritas en las múltiples antologías que hay sobre ellas, bien generales, bien particulares (anécdotas históricas, de filósofos, de equipos de fútbol, de taxistas, de la política, de azafatas, de médicos, de publicidad). 

         Un grupo que siempre me ha llamado la atención lo constituyen las que tienen relación con la docencia de una determinada disciplina. Son anécdotas para iniciados, las conocen los estudiantes de ese campo, y tienen algo o mucho de leyenda. Una vez la cuentan como ocurrida en Granada y otra vez pasó en Madrid. Algunas de ellas, no obstante, son tan populares que han saltado las bardas de su materia y son conocidas de todos. Por ejemplo, en el ámbito de la filosofía se habla de un examen que consistía en una única pregunta: “¿Por qué?” Los alumnos quedaron desconcertados. Cada uno intentó salvarse como pudo. Alguno rellenaría folios y folios con todo lo que sabía de la materia. El día en que el profesor dio las notas, un alumno había sacado un diez. Solo había escrito cuatro palabras: “¿Y por qué no?”

Aunque uno no haya hecho periodismo, puede que sepa que en sus facultades, del mismo modo que se enseña que el hecho de que un perro muerda a un hombre no es noticia, pero sí lo es que un hombre muerda a un perro, se cuenta también la historia del arzobispo de Canterbury al llegar a Nueva York. Este señor, primado de la Iglesia anglicana, declaró que venía a estrechar vínculos entre la Iglesia de Inglaterra y las confesiones evangélicas de América. En el turno de preguntas, un periodista le dijo que qué opinaba de los prostíbulos que había en Manhattan (que eran muchos). El arzobispo contestó: “¿Hay prostíbulos en Manhattan?” Al día siguiente, un periódico publicaba: “Primera pregunta del Arzobispo de Canterbury al llegar a Nueva York: ¿Hay prostíbulos en Manhattan?

         Dependiendo de dónde las encuentre uno, las anécdotas tienen más o menos credibilidad. A mí me gusta encontrármelas, no en antologías (salvo que lo sean de las que uno ha vivido), sino en textos en los que aparecen a cuento de lo que se dice. En un libro de Rosen sobre música leí la siguiente. El pianista Paderewski dijo una vez: “Cuando no practico un día, se dan cuenta mis dedos; cuando no practico dos días, se dan cuenta mis amigos; cuando no practico tres días, se da cuenta el mundo entero.” Otro pianista, Godowsky, añadió: “Y cuando no practica cuatro días, se dan cuenta los críticos.”

         En La caída de París, Lottman cuenta que en la sede del periódico Paris-Soir, y ante la violación en mayo del 40 por parte de los ejércitos alemanes de las fronteras de Holanda, Bélgica y Luxemburgo (tres vecinos neutrales de Francia), un especialista en temas militares comentó: “Ya está. Hitler ha cometido su error.” A lo que el dramaturgo Henry Bernstein, que andaba por allí, replicó: “Tres errores como ese y lo tenemos en París”.

         Muchas anécdotas, como vemos, tienen que ver con la improvisación ingeniosa, un asunto que ya hemos tratado en este espacio. Y como el próximo artículo será ya en verano, donde no conviene elegir un tema de espesa cavilación, continuaremos con el de estas historietas siempre divertidas pero no siempre superficiales.

Juan Fernando Valenzuela Magaña

 


Paderewski

lunes, 9 de mayo de 2022

Voces

 

 Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 9 de mayo de 2022.

VOCES

 

         Hace unas semanas, probablemente buscando bibliografía sobre el asunto de las personas que se retiran del mundo, descubrí un libro llamado Historia de la soledad. Su autor, el argentino José Edmundo Clemente, pese a haber publicado un libro con Borges y haber compartido con él la dirección de la Biblioteca Nacional de la Argentina, me era desconocido. Comencé a leer el libro y me pareció que, más que una historia de la soledad a través de los personajes seleccionados, se trataba de una historia del olvido, escrita con amena erudición y fina inteligencia. Cada capítulo estaba dedicado a alguien a quien la historia, injustamente, había olvidado. Por ejemplo, ¿conoce el lector a Martín Waldseemüller o a John Logie Baird? Pues el primero es el responsable de que llamemos América a América y el segundo el inventor de la televisión. Curiosamente, ese olvido del que él intenta sacar a un puñado de hombres acaba, al parecer, por alcanzarle a él. Uno pone su nombre en Google y directamente aparece su foto y su fecha de nacimiento en 1918, tras la que, entre paréntesis, se nos informa de que tiene 103 años. Lo que sería cierto de no haber muerto en 2013. Sin duda se merecía un capítulo en su Historia de la soledad.

Me he acordado de este libro porque quería hablar hoy de las primeras voces registradas. Se ha intentado recrear, como vimos en el artículo anterior, los olores del pasado, pero ¿qué podemos decir de los sonidos de hace siglos? Hay músicos que interpretan piezas remotas con instrumentos y criterios que buscan que oigamos lo que realmente se oyó en su tiempo, y el cine puede intentar, basándose en novelas o en descripciones, imitar los ruidos de una ciudad del siglo XVII, pero las voces de las personas que la habitaban se perdieron para siempre, aun sabiendo por testimonios que esta era dulce, aquella grave o cantarina la otra. Y, aunque solemos reparar más en el rostro al evocar a una persona, si cerramos los ojos y recordamos su voz, nos daremos cuenta de la fuerza con que está impresa en nuestra memoria.

Siempre se ha dicho que la primera grabación era “Mary had a little lamb”, debida a Edison. Sin embargo, hace ya unos años descubrieron la grabación de un francés llamado Edouard-Leon Scott de Martinville, quien había inventado un artilugio llamado fonoautógrafo con el que en 1860 registró una canción popular, “Au clair de la lune”, que la tecnología actual ha permitido reproducir (puede oírse en internet). Es cierto que el fonógrafo de Edison permitía grabar y reproducir sonidos, mientras que esta segunda acción no se le pasó por la cabeza al francés hasta tener conocimiento del invento del norteamericano. Aun así, merecería un capítulo en la Historia de la soledad.

Otra vertiente de esto es lo sorprendente de que en un mundo en el que tanto la Tierra como el pasado parecen ya recorridos y analizados por exploradores e investigadores sin cuento, hasta el punto de que es imposible plantar la bandera en territorio virgen, sigan ocurriendo hallazgos como el mencionado. Fueron dos historiadores del sonido, Patrick Feaster y David Giovannoni, quienes encontraron en los archivos de la Academia de las Ciencias del Instituto de Francia una docena de fonoautogramas, nombre de los papeles tintados donde se ha grabado el sonido (el fonoautógrafo registraba las ondas sonoras que hacían vibrar una especie de punzón sobre un papel ennegrecido con el humo de una lámpara). De eso hace ya años, pero este mismo mes de abril hemos sabido del descubrimiento de dos poemas de Garcilaso de la Vega, dos odas escritas en latín. En un libro impreso de poetas italianos que se encuentra en una biblioteca de la República Checa, la filóloga de la Universidad de Oxford Maria Czepiel ha encontrado, en las páginas finales y copiados a mano, los dos poemas perdidos. De uno de ellos se tenía noticia por referencias, pero del otro no se sabía ni que existía. Lo hermoso de estas noticias no es lo que aporta a nuestro conocimiento del pasado sino que este, por sorpresa, inesperadamente, nos hace oír una de sus voces olvidadas.

JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA

 

 


lunes, 11 de abril de 2022

Olores

 Artículo aparecido en el Jaén el Lunes Santo, 11de abril de 2022.


OLORES

 

Quiero comenzar este artículo con dos recuerdos. El primero, de mi infancia, es el de un juego de mesa del que solo he conocido ese ejemplar. Se encontraba en el local de una asociación de mi pueblo, Navas de San Juan, y, aunque he olvidado las reglas, en el fondo se trataba de identificar el olor (a fresa, a violetas, a vainilla…) de las diferentes tarjetas que venían en él. El segundo recuerdo también es lejano, aunque no tanto. En el Museo Arqueológico de Sevilla, hará unos veinte años, había una urna cerrada que al ser abierta permitía oler un aroma del lejano pasado (creo que recreaba el usado en ritos funerarios tartésicos).

         El hecho de la singularidad del juego de mi infancia (hace poco vi un libro de niños con olores, pero me da que son contados) unido al de la necesidad de recrear un aroma para siempre perdido, nos hace caer en la cuenta de la volatilidad, la fugacidad de los olores, que se sustraen a nuestros intentos por conservarlos. Por eso mismo y porque el olfato se enlaza directamente con el hipocampo (el centro de la memoria a largo plazo del cerebro) tienen un gran poder evocador. Lo experimentó bien Proust, quien levanta la catedral literaria de En busca del tiempo perdido a partir del famoso episodio de la magdalena: “Cuando después de la muerte de las personas, después de la destrucción de las cosas, nada subsiste de un pasado antiguo, solo el olor y el sabor más débiles pero más vivaces, más inmateriales, más persistentes, más fieles perdurarán durante mucho tiempo aún, como almas, recordando, aguardando, esperanzados, sobre la ruina de todo lo demás, portando sin flaquear sobre su gotita casi impalpable el inmenso edificio del recuerdo”.

         No hay más que leer la novela El perfume de Süskind para darse cuenta de cómo ha cambiado la permisividad olfativa en los últimos siglos. Ambientada en el siglo XVIII, se dice en ella que en las ciudades reinaba “un hedor apenas concebible para el hombre moderno. Las calles apestaban a estiércol, los patios interiores apestaban a orina, los huecos de las escaleras apestaban a madera podrida y excrementos de rata; (…); los aposentos sin ventilación apestaban a polvo enmohecido; los dormitorios, a sábanas grasientas, a edredones húmedos y al penetrante olor dulzón de los orinales”. Hoy nos resistimos a convivir con esos olores, así como con los que en esos tiempos eran normales en los cuerpos: “Hombres y mujeres apestaban a sudor y a ropa sucia; en sus bocas apestaban los dientes infectados, los alientos olían a cebolla y los cuerpos, cuando ya no eran jóvenes, a queso rancio, a leche agria y a tumores malignos”. La campaña por la desodorización del mundo no tardaría en iniciarse. La difusión de la mentalidad burguesa fue acompañada de un descenso de la tolerancia olfativa. La gran intervención de Haussmann en la ciudad de París, ya a mediados del XIX, se guio por esa nueva sensibilidad, que afectó también a los olores corporales. Hoy nos asombra la ceremonia que todos los días se llevaba a cabo en torno a Luis XIV al levantarse (el Grand Lever). Solo los elegidos de la corte asistían a ella. Los sirvientes limpiaban la cara y las manos del Rey Sol, lo rasuraban y lo peinaban. No le lavaban el pelo, donde, mientras lo tuvo, nadaban felices los piojos, sino que se lo empolvaban o le ponían una peluca. Y en algún momento mientras era vestido o comía sopa de pollo, el rey orinaba o cagaba en su asiento diseñado para ello ante su escogido público. Al mismo tiempo, amaba los perfumes. Encargó a su perfumero favorito uno para cada día de la semana.

         Hoy los historiadores miran a aspectos desatendidos tiempo atrás, como este que comentamos. Así se ha destacado que en el Renacimiento, por ejemplo, gustaban para perfumarse los densos olores de origen animal, como el amizcle o el misterioso ámbar gris, que resultaban repelentes a finales del XVIII, mientras se imponía el agua de Colonia, de la que Napoleón usaba sesenta litros por mes (perfumaba también a sus caballos con ella). Del mismo modo que un olor levanta el recuerdo de toda una parte de nuestra vida, puede animar una época del pasado.

        

        

JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA