Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 2 de julio de 2018
FÚTBOL
Había
anunciado para hoy un nuevo artículo sobre el asunto de los robots, pero dado
que se está celebrando el mundial, rindamos tributo al puro presente. Cada vez
que hay un acontecimiento futbolístico de esta magnitud, aparecen, recurrentes,
las voces que se lamentan de que la pasión que despierta este deporte no la
susciten la educación o la ciencia. Ojalá, dicen, las masas corearan el nombre
del último premio Nobel de Medicina con la vibrante energía con que cantan el
de Iniesta o el de Ramos. No termino de ver clara esta postura. Para explicar
lo que pienso al respecto imaginemos un vocacional y abnegado científico que
sea aficionado al fútbol. Pongámoslo en dos situaciones distintas: ante una
final y ante un hallazgo científico. En el primer caso, sabemos lo que sentirá:
nerviosismo, inmensa y momentánea alegría si su equipo mete un gol, deseo
intenso de que acabe el partido si se gana solo por un tanto…, en fin, el habitual
repertorio de emociones en esas circunstancias. En el segundo, no diré que
muestre una ascética y racional constatación de que se ha conseguido algo de
importancia, exenta de sentimientos. Sin duda, habrá en su ánimo orgullo si ha
participado en el descubrimiento, admiración hacia sus colegas si no ha
intervenido él, dicha por el logro de una disciplina de la que se siente
miembro. Si se me pregunta cuál de esas actividades tiene más mérito (es decir,
es más valiosa), no dudaré en decir que la segunda a gran distancia de la
primera. Si se me dice qué alegría es de más calidad, la que uno siente ante un
gol o la que uno siente (el que la siente) ante una invención o un
descubrimiento, también diría que la segunda. Pero no entiendo qué tiene que
ver todo esto con ese lamento con que hemos comenzado el artículo. Las
emociones que provocan los hallazgos culturales (no solo un descubrimiento
científico, pensemos también en una hábil solución pictórica o en un verso
perfecto) son acaso más serenas, más profundas y más íntimas. Me cuesta pensar
a un lector exquisito que, tras entender el verso con que Góngora acaba su
famoso soneto (“en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada”), y darse
cuenta de la gradación creciente (o decreciente, según se mire), con que cuenta
el aniquilamiento de la belleza (“humo” aquí tiene que ver con “humus”,
tierra), abra la ventana de su cuarto y grite a los cuatro vientos: “¡Oooole el
Góngora! ¡Lo ha clavao!”, mientras ondea la bandera del Siglo de Oro. Más bien
me lo imagino mirando el crepúsculo a través de esa misma ventana y saboreando con
melancolía el endecasílabo. Es lo que este pide, como el gol suscita una intensa
y, si se quiere, primaria emoción que se manifiesta en gritos, saltos y
abrazos. No veo incompatibilidad entre ambas emociones, y las considero fruto
de objetos y campos distintos.
No
obstante, tal vez algunas voces que agitan ese lamento no pongan el acento
tanto en la pasión que puede hacer sentir a alguien el fútbol como en la
valoración social que ese deporte tiene, en su importancia a la hora de generar
modelos de vida y ejemplos para imitar. Una sociedad, quieren acaso decir, que
da más importancia al fútbol que a la ciencia (no ya que vibre más con el
primero que con la segunda), debería reflexionar sobre sí misma. Este, en
efecto, es otro asunto. Y aquí el fútbol no está solo. Su peso social y su
influencia serían comparables a los programas de televisión de más audiencia, a
los personajes más populares o a los grupos musicales de moda. Pero al menos
una parte de esto, ¿no pertenece a la Cultura? Que el ministro de Cultura lo
sea también de Deportes, ¿no es una intuición de la cercanía entre ambas cosas?
Si la música de los grupos que harán su gira este verano es considerada cultura
(para entendernos: si el reguetón es cultura), ¿qué impide considerar también
como tal el deporte de masas? Como se ve, además del artículo sobre los robots,
queda pendiente otro que intente responder a esta pregunta: ¿qué entendemos por
“cultura”?
Juan Fernando Valenzuela Magaña
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