martes, 5 de diciembre de 2023

Salinger y Kafka

 Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 4 de diciembre de 2023.

   

SALINGER Y KAFKA

 

         En el artículo del mes pasado hablábamos sobre la fama, entendida bien como celebridad, bien como permanencia en la posteridad. Ambas cosas no son incompatibles, claro, y la fama puede significar a veces un reconocimiento en vida de la obra de alguien, que a su vez permitiría barruntar su ingreso en el círculo de los elegidos por la posteridad.

Muchos de ustedes habrán leído u oído hablar de El guardián entre el centeno, la obra más conocida de Salinger y de lo poco que se ha publicado de él. Salinger, que murió en 2010, es un escritor estadounidense conocido por su alejamiento de la vida pública. Un abogado le preguntó una vez en un juicio: “¿Ha concedido alguna vez una entrevista?”. Su respuesta fue: “Siendo yo consciente, no”. Aunque constan algunas (entre ellas, a un adolescente para el periódico de su instituto), lo cierto es que su aislamiento se hizo proverbial y conseguir una foto de él consistía en todo un reto para los periodistas. Los últimos cuarenta y cinco años de su vida no publicó nada. La expectación con que se esperaba algo salido de su pluma explica que uno de los números más vendidos de la revista Esquire fuera aquel en el que aparecía un relato anónimo que muchos lectores (por su título y su estilo) atribuyeron a Salinger y que había sido escrito por el editor de narrativa de la revista. Que no publicara nada no implica que no escribiera. De hecho, dejó a su hijo cientos de miles de páginas y una instrucción: “Publícalo todo. Lo feo, lo bueno y lo malo, que sea el lector el que decida lo que vale o no”. ¿Por qué Salinger rechazaba la fama de un modo que, paradójicamente, lo hizo tan famoso? Porque era un escritor y se dio cuenta de que para escribir necesitaba que lo dejaran en paz. Incluso publicar lo vivía como un obstáculo para su labor. Según él, escribía para sí mismo, por su propio placer. Pero la instrucción dada a su hijo nos permite aventurar que tal vez también escribía para la posteridad.

         Esa instrucción, por contraste, ha podido traer a la memoria del lector la de Kafka a Max Brod. Según se dice, el primero le habría ordenado al segundo que quemara todos sus papeles y este habría desobedecido permitiéndonos el acceso a una de las obras más influyentes del siglo XX. Sin embargo, ¿ocurrieron las cosas de ese modo? Tenemos dos textos, llamados comúnmente “testamentos”, dirigidos a su amigo y albacea Max Brod, aunque nunca recibidos por él, sino encontrados tras la muerte del escritor en un cajón junto a más papeles. El primer texto estaba escrito a tinta, y Brod cuenta que Kafka, en una conversación donde hablaron de testamentos, se lo había enseñado por fuera diciéndole: “Mi testamento será muy sencillo… pedirte que lo quemes todo”.  Brod le dijo que no cumpliría tal cosa. El segundo texto es posterior y detalla su disposición. Kundera, crítico con Brod, considera que aquí se demuestra que Kafka no quería destruir su obra, sino seleccionarla, pues dice lo que, de entre lo publicado y lo que no, consideraba válido. Lo que quería que se destruyera se refiere a dos tipos de textos. Por un lado, los escritos íntimos, lo que parece muy razonable y cuya publicación e incluso lectura plantea una espinosa cuestión moral. Por otro, los cuentos y novelas que según él no logró culminar. En cualquier caso, y aun admitiendo las sensatas reservas del recientemente fallecido Kundera, Kafka manifiesta ahí desear que nada (ni siquiera lo considerado válido) sea editado de nuevo y transmitido a la posteridad. Tal como yo veo el asunto, su vocación era la literatura (“consisto yo mismo en literatura, no soy ni puedo ser otra cosa”, dice en una carta a Felice Bauer), lo que no quiere decir que no le importara que su obra fuera reconocida, tanto en su tiempo como en el futuro. A favor de este interés tenemos el hecho de que en su lecho de muerte estuvo revisando las pruebas de un libro que se publicaría poco después de su fallecimiento. Si sumamos a esto su exacerbada autocrítica, tendremos quizá una visión más acertada de ese famoso mandato a su amigo Max Brod.

 

Juan Fernando Valenzuela Magaña