Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 1 de febrero de 2021.
EL
NO SABER
Siempre que la pedagogía al uso habla de que
todo lo que el alumno aprende ha de cimentarse en conocimientos previos, mi
memoria me entrega una impresión destilada de un puñado de recuerdos. Se trata
de lo siguiente. Hubo en mi infancia frases o informaciones que no entendí.
Pero, lejos de desvanecerse por ser ininteligibles para mí, permanecieron
durante años nítidas en mi memoria, como si el halo de incomprensión que las
recubría las protegiera del olvido o el deterioro. Se mantuvieron invariables,
enteras y firmes como si esperaran el momento en que su sentido sería, por fin,
desvelado. Algo que, en efecto, tarde o temprano ocurría. Se trataba de un no
saber misterioso, atravesado por la curiosidad, y que tal vez me enseñó dos
cosas: que el conocimiento está vinculado al tiempo y que el no saber es
también una forma de conocimiento.
Es
esta una cuestión que desconoce el erudito y que puede servir para
diferenciarlo del sabio. El erudito solo conoce un tipo de no saber, la
ignorancia de una terra incognita, de una zona más allá de nosotros que pide
ser conquistada. El no saber al que yo me refiero, sin embargo, es el de algo
que está no fuera, sino dentro de nosotros. Articular ese desconocimiento como
la sombra o condición del saber sería una interesante propuesta. Nuestra vida
ganaría en riqueza si lográramos una armonía con lo que se nos escapa.
Distinguir ese desconocimiento de otros modos de no saber, clasificar estos de la
misma forma que existe un catálogo de lo que sabemos, una sistematización de
las ciencias, es algo que no se ha hecho todavía.
En
este sentido, los escritores parecen haberse dado cuenta con más claridad que
los filósofos de la importancia de salvaguardar un espacio de no conocimiento a
la hora de lanzarse a su tarea. En el núcleo del esfuerzo filosófico está la
tendencia a no dar nada por supuesto, a no partir de nada que no se haya
demostrado o mostrado. Hay quien ha sospechado que esa pretendida ausencia de
prejuicios es ya un prejuicio. A quien objete que precisamente fue un filósofo,
Sócrates, quien dijo aquello de que solo sabía que no sabía nada, y que por
tanto podríamos erigirlo en el rey del no saber, cabría responderle que es
justamente ese no saber otro de los que no conviene confundir con el objeto de este
artículo. Los novelistas suelen contarnos que mientras escriben hay una parte
en su proceso creativo que se les escapa. Todo funciona mejor, dicen, si se
mantienen en una cierta ignorancia (de lo que están queriendo expresar, de lo
que va a pasar, de la extensión de la obra). Ese desconocimiento es el que
alimenta el conocimiento que la novela proporciona.
Hay
un cuadro de Hopper, titulado “Excursión a la filosofía” (1959) en el que se ve
a un hombre sentado, camisa, pantalón y zapatos, en un lado de la cama, con un
libro abierto abandonado a su derecha, sobre el lecho, y detrás de él, acostada
y de espaldas, probablemente durmiendo, una mujer desnuda de cintura para
abajo. El hombre dirige sus ojos hacia el suelo, donde se recorta un rectángulo
de luz procedente de la ventana, pero parece estar mirando hacia su propio
interior. El libro no está dejado de lado con decepción sino porque la tarea
última de un libro es empujarnos más allá de él. Tampoco la carne y el amor han
decepcionado. Pero ambos conocimientos, el intelectual y el humano, parecen
buscar una zona de sombra que, paradójicamente, los ilumine. Es en esa zona en
la que se está posando ahora la mirada del hombre. Sin analizarla, sin escarbar
en ella, salvaguardándola, pero siendo a la vez consciente de que, como en el
suelo del cuadro, ambas zonas, la de luz y la de sombra, se buscan y se
necesitan.
Lo
que la existencia de esa franja umbrosa nos dice no es tanto que hay una parte
desconocida en nosotros que influye en lo conocido, al modo en que el
psicoanálisis nos habla del inconsciente, sino que no por saber algo el enigma
está resuelto, que hay ya en el propio conocimiento un irreductible misterio,
el misterio que acompaña como sombra lo que existe y lo que sabemos.
JUAN FERNANDO VALENZUELA
MAGAÑA