Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 14 de marzo de 2022.
MOSTRARSE O RECOGERSE
No se da una característica o tendencia en una sociedad o en
una época que no proyecte su sombra, su contrario. Así, no hay lugar ni tiempo
más dicharacheros socialmente que el salón parisino de los siglos XVII y XVIII.
La salonnière habla a unos y otros o, más bien, les incita a que digan,
cuenten, bromeen, expresen sus ideas. El ingenio, la burla simpática, la
complacencia, la politesse (que
descubre o supone en el otro alguna excelencia) se manifiestan en multitud de
conversaciones. Y, sin embargo, es en ese mismo tiempo y en ese mismo ambiente
donde observamos la tendencia contraria, el deseo de apartarse del mundo (así
llamaban ellos a esa atmósfera, “el mundo”) y retirarse a una oculta soledad.
En relación con ello está el elogio del silencio que hace Bossuet: “Se precisa
un silencio y un recogimiento perfectos para oír la voz de Dios en el
interior”. Y la muerte del abate de Rancé, quien viendo su final decidió pasar
en silencio sus últimos instantes. Contrástese eso con estas palabras de Madame
de Staël, a quien nada la angustiaba más que la soledad y el silencio: “Dicho
sea con perdón, yo no abriría mi ventana para ver la bahía de Nápoles ni la
primera vez, mientras que haría cinco leguas para ir a charlar con un desconocido
que fuera inteligente”.
Bueno, tal vez sí haya otro lugar y tiempo tan dicharacheros
o más que aquel: los nuestros. Ya no hay salonnières ni honnêtes hommes, pero
continuamente se nos insta a hablar, a opinar, a decir, a mostrarnos, en las
redes sociales. Desde la participación más débil (un “me gusta” o “me divierte”
o “me entristece” o “me asombra” o “me enfada”, a los que se nos invita con los
emoticonos correspondientes) hasta la subida de una foto nuestra y nuestro
plato de marisco en un restaurante de la costa, pasando por los comentarios más
o menos detallados, somos impelidos a decir algo, a manifestar que estoy aquí,
a mover la colita para que se me perciba. Ser es ser percibido, que decía aquel
filósofo irlandés (venga, no resista el impulso, deje usted un momento el
artículo y averigüe a quién me refiero, navegue por internet para resolver la
adivinanza, así es la lectura hoy día; pero vuelva, no olvide volver, porque
corro el riesgo de que se pierda usted en alta mar y no regrese a puerto, es
decir, a este artículo).
La sombra de esa necesidad de hablar, de mostrarse, de
estar, es justamente el deseo de retraerse, de ocultarse, de decir ahí os
quedáis. Sospecho que algo de eso hay en la decisión de abandonar Facebook que
he ido viendo adoptar en los últimos años a varios amigos. Los ejemplos
extremos de esta actitud de ocultamiento no podemos conocerlos, no si han
logrado su propósito. Decir a los demás me he ocultado o saber que alguien lo
ha hecho es graciosamente contradictorio. Pero conocemos casos de relativos y
eficaces retiros. Siempre los ha habido, como hemos visto al principio. “El
solitario es una de las encarnaciones más bellas que haya revestido la
humanidad”, dice Pascal Quignard, en cierto modo uno de esos solitarios.
Constituyen una grieta en la sociedad, una objeción a ella. Se contraponen a
esa acción conjunta, a esa creación de un mundo en común construido entre todos
y perdurable en el tiempo y en la memoria. Y, sin embargo, influyen en ese
mundo y más aún en su modo de conocerse este a sí mismo. Todo escritor es un
solitario mientras escribe, y todo lector mientras lee, pero ahora pienso en
los escritores apartados, los que no concedían entrevistas por decisión o
porque nadie se las solicitó jamás, o en aquellos que escriben voluntariamente
para una pequeña comunidad de lectores.
La mayoría nos movemos entre los extremos del que vive en un
trajín social continuo y de quien, como en la oda de fray Luis de León (“¡Qué
descansada vida/ la del que huye el mundanal rüido,”), cultiva en soledad su
huerto, que es decir su alma. Y con esa insatisfacción propia del hombre,
cuando bregamos con los demás soñamos con el retiro y, retirados, nos
preguntamos si no estaremos siendo egoístas y dejando de hacer algo por el bien
común.
Juan Fernando
Valenzuela Magaña