Artículo publicado en el Jaén el lunes, 4 de junio de 2018
ROBOTS
Últimamente se suceden las noticias
relacionadas con los robots: logros en sus habilidades, aplicaciones diversas,
impacto en el mundo laboral, relaciones con los humanos… En realidad, desde que
apareciera el término “robot” en 1920, ni la ciencia ha dejado de mejorarlos ni
la literatura y el ensayo de proyectar su desarrollo y su presencia en el
futuro. Su papel en la ciencia ficción es de protagonista. Pero antes de que
apareciera la palabra y la tecnología permitiera una sofisticación insospechada
siglos atrás, la figura del humanoide ya existía y había dado lugar a
inevitables reflexiones.
Dejemos a nuestras espaldas los antecedentes griegos o medievales y
empecemos en los finales del siglo XVIII. Durante esos años y los de principios
del XIX, un maniquí con turbante llamado “el turco” se pasea por Europa y
Estados Unidos ganando al ajedrez a quien se atreve a retarlo. Sentado ante un
tablero dispuesto sobre una caja con un mecanismo interno de relojería, hacía
creer a la gente que era un autómata capaz de mover peones, caballos o torres
como un maestro. El mismísimo Napoleón fue derrotado por su juego. Por mucho
que se intentó descubrir dónde estaba el truco (el truco del turco), un
incendio se llevó el secreto para siempre cuando el ingenio contaba ya 85 años
desde su creación por Wolfgang von Kempelen en 1769. Nos queda una especulación
detectivesca de Edgar Allan Poe al respecto y la confesión del hijo de uno de
sus dueños, que parece explicar la verdad de este personaje de la época. Aunque
espero haber despertado la curiosidad del lector por este tatarabuelo de Deep
Blue (la supercomputadora de IBM que jugó con Kaspárov en 1996), respetaré su
secreto como estratagema para aumentarla. La curiosidad es una forma del deseo
y ya sabemos que este se halla, también, en crisis.
Cuando pienso en el turco mi mente lo asocia con una autómata ficticia
de la misma época llamada Olimpia. Aparece en el cuento de ETA Hoffmann “El
hombre de arena”. Y con “Frankestein o el moderno Prometeo”, novela publicada
hace ahora 200 años y cuyo protagonista tiene algo de que carecen los autómatas
pero que la ciencia ficción se encarga hoy de imaginarle: la consciencia. Ese interés
por estas figuras que se da en el romanticismo está relacionado, si no me
equivoco, con la cuestión de la identidad. Meterse en ella es hacerlo en un
laberinto que la página de un periódico no es lugar para desplegar. Baste con decir
que en ese momento se produce uno de los mayores cambios de mentalidad de la
historia de occidente. Isaiah Berlin destaca como rasgo de este periodo el
abandono de la idea de una estructura del mundo a la que debamos someternos y
su sustitución por la idea de que el universo es creativo, fluyente, infinito,
inabarcable. En él, nosotros debemos ser
creadores de valores, de objetivos, de fines. La idea del yo personal y la idea
del ser humano en general quedan radicalmente afectadas por esta nueva visión
de la realidad. De ahí parte, a mi juicio, el peculiar tratamiento de dos temas
que, aunque relacionados, conviene distinguir: el del doble y el del autómata.
Dejemos por ahora el primero, la posibilidad de que exista alguien que de un
modo u otro repita mi identidad, y sigamos con el segundo.
El autómata como figura casi humana viene definido por un parecido
exterior al que, no obstante, falta la expresividad de la carne. El motivo es
que el autómata, a diferencia del hombre, carece de interior. Por eso el
desarrollo de una visión del hombre que ha querido explicarlo completamente a
través de la ciencia nos ha acercado a ellos. Para tal visión no hay ya alma,
ni siquiera mente: solo cerebro. La reacción de aquellos a quienes dolía tal
concepción se expresó pictóricamente en las variantes del autómata: los
maniquíes de Chirico, las máscaras de Ensor, las caricaturas de Dix, las
figuras oníricas de Delvaux, los personajes casi de cera de Magritte… Todos nos
producen la sensación de una inhumanidad muy humana. Todos nos inquietan. Como
los robots con forma humana, que han dado el pie a este artículo. Y seguirán
dándolo al siguiente.
Juan Fernando Valenzuela Magaña
Puede leerse en el periódico.
Muy bueno. Juan Fernando. Un abrazo
ResponderEliminarGracias, Juan. Otro.
EliminarMe encanta el artículo, Juanfer.
ResponderEliminarDesde luego, me ha entrado gran curiosidad por el autómata ajedrecista que derrotó a Napoleón. A pesar de que he leído bastante a Poe, no recuerdo la referencia que haces. Voy a buscar tanto el cuento de Poe como la propia figura de Wolfgang von Kempelen.
A mí me ha recordado a una película italiana de Giuseppe Tornatore, La mejor oferta, en la que aparece el motivo de un autómata creo que también del siglo XVIII: no sé si erá el mismo de von Kempelen.
Además, creo detectar un cambio significativo en tus últimos artículos, en el sentido de que se adaptan mejor a lo que es un periódico: son más ágiles, breves y directos. Me gustan mucho.
Un abrazo.
Gracias, Jesús. El texto de Poe se titula"Maelzels´s Chess Player". En cuanto a la película, gracias por nombrarla, la veré (he visto que es también una novela del mismo Tornatore). Si dices eso del estilo, debes de llevar razón, aunque lo hago de manera inconsciente.
ResponderEliminarUn abrazo y comentamos luego la película.