lunes, 30 de enero de 2023

Loros

 Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 30 de enero de 2023.


LOROS

 

         Hay libros que, en vez de ser mirados por nosotros, parecen mirarnos. De igual modo que a veces volvemos la cabeza al sentirnos observados y advertimos dos ojos que reaccionan con incómoda sorpresa, descubrimos ciertos libros con la sensación de que ellos nos descubrieron primero. En el estanco-librería de mi pueblo, en los años ochenta de mi adolescencia, notaba cómo se fijaba en mí un ejemplar de El loro de Flaubert, de Julian Barnes. Aunque debo gran parte de mis lecturas de entonces a ese entrañable local, por algún motivo nunca me decidí a comprar ese libro, si bien creo que adivinaba que en algún momento de mi vida acabaría leyéndolo.

         Pasaron los años, que trajeron lecturas de Flaubert y del propio Barnes (al que conocía por ese texto que nunca había leído) y, un verano, lo abrí en un dispositivo electrónico y por fin supe de qué trataban esas páginas que me habían echado el ojo hacía más de treinta años. Como siempre que leo libros electrónicos acabo con la sensación de haber pasado de puntillas por ellos y de que el inevitable olvido será más rápido y devastador que si lo hubiera leído en papel, y como no quería que eso ocurriera esta vez, lo compré y releí impreso y mientras escribo esto me mira desde un estante de mi biblioteca.

         Barnes indaga en la vida y obra de Flaubert y, como el tema musical de un compositor, aparece a lo largo de las páginas la figura de un loro disecado que el escritor tuvo sobre su mesa mientras escribía Un coeur simple, cuento en el que hay un loro llamado Loulou. Dos museos dicen poseer aquella misma ave disecada.

Como en la vida, en la literatura las cosas y los animales son más que las cosas y los animales: son referencias, asociaciones, indicios, recuerdos, esperanzas, guiños. El loro del cuento flaubertiano cumple un papel esencial. Otros loros literarios me vienen a la memoria. El de Gómez de la Serna, por ejemplo, quien en algún sitio cuenta que había uno, colgado a la puerta de una taberna, que gritaba a todo el que salía: «¿Has pagado?». O el de El rapto de las Sabinas, una de las novelas de García Pavón protagonizadas por Plinio, ese jefe de la policía municipal de Tomelloso que mezcla de un modo sorprendente y eficaz la perspicacia del detective clásico y la idiosincrasia manchega. Aparece ahí un loro muerto, de cuerpo presente porque mucha gente acudía a la casa a despedirse de él. El animal ya decía cuando la guerra de Cuba: “Yanqui jodío, yanqui jodío, rrrrrrrrrr” (luego en la guerra civil se pasó tres años gritando “¡Mueran los fachas!” hasta que el 39 tuvieron que quitarlo de la ventana y no volvió hasta que aprendió a decir “Nacionales valientes y rojillos sirvengüenzas”). Incluso un vecino sostenía que ya vivía cuando la ocupación francesa.

         Aparecen aquí, además de la de repetir, otras dos facultades características de la historia literaria de los loros: su longevidad y su memoria para retener dichos que, debido a aquella, se remontan a veces a muchos lustros atrás. García Márquez habla de un loro de cien años que cantaba canciones de la guerra de la independencia (esta vez americana). Y Chateaubriand, en sus Memorias de Ultratumba, de pueblos del Orinoco en su época ya inexistentes, de cuyo dialecto solo quedaba un puñado de palabras repetidas por papagayos que ahora vivían, libres, en la copa de los árboles.

         Y nos queda decir algo sobre la imagen del loro como repetidor, como eco de la voz auténtica. Escribe Montaigne: “Sabemos decir: Así dice Cicerón; he aquí las costumbres de Platón; son las propias palabras de Aristóteles. Mas y nosotros, ¿qué decimos nosotros? ¿Qué opinamos? ¿Qué hacemos? Lo mismo diría un loro”. Y a continuación habla de un rico romano que había comprado una serie de hombres entendidos en distintas ciencias y que, cuando estaba con sus amigos y le tocaba hablar, uno de estos, el relacionado con la materia de que se tratara, le proporcionaba el discurso o el verso que viniera a cuento. En un mundo donde todo el conocimiento está a mano y basta darle a una tecla para acceder a él, conviene tener en cuenta la advertencia.

 

Juan Fernando Valenzuela Magaña




sábado, 14 de enero de 2023

El secreto del francés

 

Publicado en la revista Stella, 2019

EL SECRETO DEL FRANCÉS

        Cuentan que a mediados del siglo XIX apareció en las Navas un francés llamado Pierre Bardant. Su español era tan desaliñado como su aspecto, pero se hacía entender y comprendía cuanto se le decía. Sus maneras educadas y corteses no desvanecieron del todo la cautela inicial que su extranjería y descuido, y sobre todo una permanente expresión de amargura en su mirada, provocaran. Corrigió su desarreglo adecentando el aspecto y encargando a Palop el sastre un abrigo que le costó sus buenos cuarenta reales. Fue entonces, y tal vez como consecuencia, cuando don Andrés el boticario, don Juan Facúndez, el médico, Miguel Palazón, el comerciante, y el cura don Miguel Munar, que ejercía a veces de traductor, lo acogieron en su tertulia. Lo cierto es que la misma extraña y triste mirada que suscitaba el recelo originaba una viva curiosidad por su pasado. Pero esta tuvo que contentarse con una información fragmentaria extraída con dificultad al calor del vino de la tierra. Pierre Bardant era de París, con dos hijas casadas. Nunca habló de su mujer, que se suponía muerta o viviendo con alguna de ellas. Tras jubilarse de un trabajo que jamás aclaraba (hacía un gesto amplio con los dedos en movimiento y decía que era algo manual, como si le faltara la palabra, no ya en español, sino también en francés) y cuidar a su madre hasta que murió, había decidido establecerse en un lugar donde olvidar un pasado nada feliz. No le importó atravesar los caminos de Francia y España hasta llegar a la Andalucía de la que tanto había leído en Alejandro Dumas y en Merimée. Pero por alguna razón que tampoco llegó a explicitar prefirió apartarse de los caminos de ruedas y meterse por caminos de herraduras. Llegó a nuestro pueblo como podía haber llegado a cualquier otro algo apartado de las vías principales de la península.

        Los vecinos se acostumbraron a su presencia. Se le veía pasear solo por el campo o charlar con sus contertulios en la rebotica o en la taberna de Félix Salinas. El resto del tiempo lo pasaba en el cuarto que había alquilado en la posada de la calle del Agua, escribiendo o leyendo. El maestro don Juan de Dios de Torres, que algo sabía de francés, decía que le había prestado algunos libros de Chateaubriand, Tocqueville, Beaumont y Víctor Hugo. Todos tenían un exlibris que consistía en dos perros flanqueando una campana rota. Por lo demás, una anécdota un tanto incongruente nos lo presenta escribiendo en su cuarto cuando fue interrumpido por el carpintero Félix Delgado, que entró con un ayudante a arreglarle un mueble. Soltó la pluma, se quedó fijamente mirándolo trabajar y sufrió un desmayo.

        Todo esto es lo que se cuenta, por lo que probablemente ya lo conocéis. Pero lo que con toda seguridad no sabéis es quién era realmente Pierre Bardant. Bien, yo os lo diré: Pierre Bardant no era Pierre Bardant.

        El acompañante del carpintero se llamaba Blas Laso, y tuvo tiempo, mientras atendían al francés en otra habitación más espaciosa (habían llamado al médico), de mirar lo que este escribía. El título del manuscrito rezaba así: Sept générations de bourreaux. Blas sintió curiosidad y lo empezó a leer. Fue así como supo que Pierre Bardant se llamaba en realidad Henri-Clément Sanson. Había sido verdugo en París, como su padre, como su abuelo, que guillotinó a Luis XVI, como su bisabuelo…, asumiendo un oficio maldito y hereditario que iría para siempre unido a ese apellido. Sin duda, Pierre, o Henri-Clément, no temió al restablecerse que su secreto hubiera peligrado, porque nadie de los presentes, salvo el médico, que había estado ocupado atendiéndolo, podía entender su idioma. Se equivocaba. El padre de Blas Laso era francés, de Luzenac, y se había casado con Bernarda de Jimena, de Santisteban. De eso hacía mucho tiempo, y nadie había oído hablar al padre o al hijo en lengua gala. Pero el primero se la había enseñado al segundo, necesariamente a escondidas por la animadversión que hacia todo lo francés suscitó la ocupación francesa de principios de siglo. Cuando Blas cerró el manuscrito, que en aquel momento solo contenía la introducción y el comienzo de una ojeada histórica a los suplicios, decidió guardar el secreto de Pierre Bardant.

        Lo demás es historia editorial. El libro apareció por partes entre 1862 y 1863 con el título de Sept générations d´exécuteurs (y no de bourreaux) 1688-1847. Mémoires des Sansons, mis en ordre, rédigés et publiés par H. Sanson Ancien exécuteur de hautes oeuvres de la coeur de Paris y fue tal su éxito que conocemos una traducción al español de Juan Sala aparecida en Manini hermanos, editores, en el mismo año de 1863.

        Sabemos también que Henri-Clément Sanson murió en 1889, mucho después de haber abandonado nuestro pueblo y sin saber que dos vecinos habían descubierto su secreto. Uno, ya lo hemos visto, Blas Laso. El otro, el maestro de escuela, que compró años después la versión española del libro y vio en él con estupefacción el mismo escudo que aparecía en los que le había prestado el francés: la campana rota entre dos perros. Una campana rota, es decir, sin sonido, en francés “sans son”. Sanson.

 

Juan Fernando Valenzuela Magaña


miércoles, 4 de enero de 2023

Reseña del libro de Santiago Martín Arnedo La tentación del silencio

     En el número 286 (enero/febrero 2023) de la revista Claves de Razón Práctica aparece mi reseña sobre La tentación del silencio, de Santiago Martín Arnedo. He aquí su comienzo:



CALLAR DICIENDO, DECIR CALLANDO

 

La tentación del silencio

 Santiago Martín Arnedo

Editorial Comares

Granada, 2021

 

 

            Más que el olvido, el enemigo de lo que vivimos es su petrificación. Instantes lúcidos o momentos trascendentes quedan luego en la memoria momificados, rígidos como un cadáver. El lenguaje es el vestido con que los amortajamos. Un lenguaje largamente usado por todos, ampliamente compartido, que no sirve para atrapar y comunicar lo especial y singular. Cualquier enamorado lo sabe. Por eso se busca acercarse a esas vivencias (sentimentales o intelectuales) con un lenguaje especial, un lenguaje poético. Pero… ¿qué ocurre si incluso este lenguaje se revela insuficiente para lo que querría expresar, ya sean esas experiencias o la mismísima realidad en su conjunto?

            Esa doble angustia es el ángulo desde el que Santiago Martín Arnedo estudia cinco escritores en su libro La tentación del silencio, publicado por Editorial Comares. Se trata de Hofmannsthal, Kafka, Rilke (de quien el autor ha traducido Las cartas a un joven poeta), Kaschnitz (de ella ha traducido dos libros de cuentos) y Thomas Mann. 






martes, 3 de enero de 2023

¿Nació en Navas "La Reverte"?

    Artículo publicado en la revista Stella, 2022

¿NACIÓ EN NAVAS “LA REVERTE”? 

        Aunque habitamos el mismo espacio, nos separa el tiempo. Ellos hablaban del cambio de siglo refiriéndose al tránsito del XIX al XX, leían periódicos cuya fecha era un día de abril de 1911 o de julio de 1929, asistían a la instalación de la luz eléctrica en las calles, a la aparición de la radio, a la inauguración del nuevo cementerio. Siempre lo he pensado. Compartimos la tierra con gente que ha nacido en una horquilla de años determinada y nunca coincidiremos con aquellos que nos precedieron y que, al igual que nosotros ahora, se movían por la calle del Agua o la calle Lorite con la familiaridad del que está vivo. Nuestra ventaja es que nosotros sabemos de ellos, mientras que para ellos nosotros fuimos la imagen vaga e indeterminada de sus descendientes. Hay, no obstante, puentes entre ambos mundos: quienes, niños en los años treinta y cuarenta,  llegaron a conocer a los que, ya mayores, se despedían de un tiempo que, como siempre, estaba cambiando y a la vez era el mismo.

        Es probable que alguien todavía vivo la viera. Los aficionados a los toros o a las historias rocambolescas la conocerán. Toreó con el nombre de María Salomé “La Reverte” a principios del siglo XX. Probablemente fuera la más famosa de las toreras de entonces. En la revista El toreo de 12 de noviembre de 1900, Juan de Invierno firma una crónica de la corrida de novillos celebrada en la Plaza de Toros de Madrid el día anterior. El quinto novillo, de tres años según se anunciaba, le correspondió a “La Reverte”. Obtuvo palmas y algunos quisieron sacarla a hombros, a lo que ella se negó. Dice el cronista: “es una mujer que tiene tanto o más valor que un hombre y ayer lo demostró en la lidia y muerte de su toro”. Un año después, en la revista Nuevo Mundo del 3 de julio se habla de “las proezas de tan valiente torera”. En 1905 toreó en Granada y un tal Don Miquis cuenta en el Noticiero Granadino que el público había preparado “carretes de hilo, agujas de hacer media, escobas y otros enseres de uso femenino, para arrojárselos a la mataora en cuanto se deslice, como diciéndole: ¡A fregar!”. Pero “La Reverte” demostró que “el sexo llamado débil es más fuerte y valeroso que el nuestro”. En 1906 una fotografía suya ocupaba toda la portada del semanario ilustrado La fiesta nacional.

Saltamos a agosto de 1911. En El País aparece una crónica de Lisboa en la que se habla bien de su actuación. Pero lo llamativo no es eso, sino lo siguiente: “La presentación de la Reverte, vestida de hombre y con el nombre de Agustín Rodríguez “Antes la Reverte», ha sido un acontecimiento y llenó por completo la plaza”. ¿Qué había pasado para que María Salomé sea ahora Agustín? Hay que remontarse tres años atrás, cuando el Ministro de Gobernación Juan de la Cierva emitió una orden prohibiendo torear a las mujeres. “La Reverte” buscó en los tribunales que se le concediera una credencial de hombre, pero viendo que no obtenía resultados, dejó de intentar asemejarse a un hombre y decidió serlo. Certificó médicamente que era varón y se convirtió en Agustín Rodríguez. En este punto es donde interviene nuestro pueblo. En un artículo publicado en El Globo en 1911 se dice que nació en Navas de San Juan y que regresó precisamente a ese pueblo a sacar su partida de nacimiento, de bautismo y un certificado del médico del pueblo. Todavía hoy continúa considerándose navero en alguna página web dedicada a los toros.

        ¿Es eso cierto? ¿Somos el lugar de nacimiento de la torera más famosa de la historia y no lo sabemos? ¿Deberíamos buscar su casa y colocar en ella la placa que diga “Aquí nació María Salomé, “La Reverte”, que triunfó en las plazas de Portugal y España a principios del siglo XX”? Intentaremos aclarar el asunto. Pero antes continuemos con su vida. Tras su cambio de sexo oficial al parecer no tuvo éxito y se retiró de los ruedos en 1912. No sabemos lo que haría exactamente durante el siguiente decenio pero sí que desde 1923 trabajó en la mina la Española como guarda, bajo aspecto y nombre de varón. En 1934 se levantó la prohibición del toreo femenino. Y entonces nuestro Agustín anuncia su vuelta al ruedo de la mano de Juan J. de Lara. Concede una entrevista que aparece publicada, con algunas variantes, en Ahora,  La voz y La prensaMundo gráfico le dedica una página. Por lo que cuenta, piensa torear en Portugal y España, pero al parecer solo toreó en Madrid, donde fracasó y puso así punto final a su fugaz reaparición. Volvería a su trabajo en La Española y murió en 1942 o, según otra versión, en 1945.

        ¿Era “La Reverte” hombre o mujer? Un rumor decía que un médico que la había atendido tras un percance sufrido en Salamanca determinó que sus atributos eran masculinos. Sin embargo, a mí me convence más la aportación en El Ruedo en 1946 de Natalio Rivas, quien dice que el certificado médico que afirmaba que era hombre era falso, y que lo sabía por Martín Merino, el abogado que la defendió en el juicio contra su marido, donde se aportaron datos de la partida de nacimiento en que aparece como “niña”.

        Pero la pregunta que a nosotros nos atañe es la de su vinculación con Navas: ¿nació aquí o, al menos, vivió?

        La entrevista de 1934 deja claro que nació en Senés (Almería) en 1878 (el archivo municipal y el parroquial desaparecieron en la guerra civil). Probablemente emigrara con su familia a las Navas de Tolosa, y de ahí el error del periodista de El Globo. Sin embargo, un lector de El Ruedo decía en 1962 que, enviudada la madre de “La Reverte”, volvió a casarse y se trasladó con su hija a Arquillos. En este pueblo, según la misma fuente, tuvo una riña en la que le partió el fémur de una patada a un compañero de trabajo, por lo que fue juzgada, condenada e indultada. Ese debe de ser el juicio contra su marido al que se refiere Natalio Rivas, indicando que le rompió una pierna de una patada. En ningún otro sitio he encontrado alusión alguna a su matrimonio. Sabemos que la apoderó un tal José Ramírez, de Santisteban. También hemos visto que durante muchos años trabajó como guarda en la mina La Española. Salvador Santoro cuenta que su padre la observaba con curiosidad por los alrededores del mercado de abastos de Linares y que “se le insinuaban pechos”. Iba vestida de hombre.

        Pero hay un dato más que la acerca a nuestro pueblo. En el coloquialmente llamado libro de los apellidos de Manuel Valenzuela aparece una persona de Senés, el pueblo donde nació “La Reverte”, casada con una navera y cuya hija fue bautizada en 1916. Ese senesero se apellidaba Rodríguez, como Salomé. ¿Primos?

Sumando todo ello, me parece muy probable que más de una vez recorriera nuestras calles y tomara algún chato de vino en la taberna de José Muñoz en la calle Real o en la de Juan Parrilla en la Toriles.


Juan Fernando Valenzuela Magaña