EL
CONSUMO DEL ARTE
Es
posible que el signo de nuestro tiempo sea carecer de signo alguno. Predomina
la sensación de que nada de cuanto surge lo hace para quedarse. Sospecho que
esto tiene que ver con la aplicación del patrón del consumo a ámbitos que le
son ajenos. La pista me la dio una famosa presentadora de televisión, que dijo
hace años: “Consumo todo tipo de música”. A la sorpresa que me produjo el que
pudiera pasar sin solución de continuidad de la “Novena” a “Macarena”, se añadió
el empleo del verbo “consumir” en ese contexto. Uno consume tomates o plátanos,
pero… ¿música? Lo característico del consumo, cuenta la perspicaz Hannah
Arendt, es que se produce en nuestra dimensión biológica, es necesario para
nuestra subsistencia en la naturaleza. Consecuentemente, lo consumido es poco
duradero, está destinado a desaparecer, tragado por nuestro cuerpo o sometido a
la corrupción natural.
Pero,
además de este ámbito y sobre él, el hombre ha creado un espacio donde las
cosas están hechas para perdurar. Más allá de la naturaleza, hemos levantado un mundo que nos recibe al nacer y que seguirá
tras nuestra muerte. Las obras de arte, pero no solo ellas, pertenecen a ese
mundo.
Consumir
música, o libros, o cuadros, supone así tratar algo destinado a perdurar como
si perteneciera a nuestro espacio de mera supervivencia. Aunque también cabe la
posibilidad de que el producto consumido se haya hecho para tal menester, es
decir, que desde su origen la música o el libro haya sido proyectado para un
trato con el oyente o el lector de usar y tirar. Es la sospecha que nos
sobreviene al leer la primera página (para nosotros también la última) de
algunas novelas o escuchar las primeras notas (a menudo, ay, condenados a que
no sean las últimas) de tantas canciones. Contrariamente a la búsqueda de la
pervivencia que animaba en otro tiempo las obras, estas parecen ahora reclamar
a gritos el olvido. Sin duda tal destino tiene que ver con la velocidad con que
hoy se hace todo. “Quien vive de prisa no vive de veras”, canta el verso de
Santos Chocano, tal vez porque la celeridad propicia que el hombre viva un puro
presente desgajado del pasado y del futuro. La consecuencia es que el individuo
pasa de puntillas por las cosas sin ser afectado por ellas, produciéndose así
un déficit de experiencia, cuyas manifestaciones van desde el turista que
fotografía lo que es incapaz de experimentar a la superficial lectura de picoteo
que hacemos en internet (”mariposeo cognitivo”, la llama Vargas Llosa).
Esa
falta de experiencia explica el afán por el selfi. En él no se trata tanto de
mostrar a los demás la intensidad de un momento de nuestra vida cuanto del
intento por convencernos de que estamos, por fin, viviendo. La palabra (de “self”,
“auto” o “a sí mismo”) ilumina otro aspecto de esa actividad: su tentativa de aferrarse a una identidad que
sentimos que se nos escapa. Pues la estabilidad de ese mundo hecho de cosas
perdurables del que hemos hablado hace que nos sintamos en él como en nuestro
hogar y, por tanto, que nos reconozcamos a nosotros mismos, que sintamos la
seguridad de nuestro yo. Un entorno estable permite un sujeto que, alejándose
del cambio incesante inherente a lo natural, conquista su unicidad. Si las
cosas de ese mundo (obras de arte, sí, pero también sillas, mesas y demás
objetos que están hechos para acompañarnos en la vida) son diseñadas, mediante
la obsolescencia programada, no para durar sino para desaparecer
inmediatamente, no para que nos acompañen sino para ser consumidas, nos
quedamos a la intemperie. Y un sujeto a la intemperie se disgrega, no sabe ya
quién es. Por eso un famoso sociólogo ha propuesto la figura del refugiado como
figura de nuestro tiempo. Y también por eso las identidades que se exhiben
tienen en común su afectación, como si se luchara por recuperar un yo que
tenemos la impresión de haber perdido en alguna parte del camino que nos ha
llevado hasta el presente.
Juan Fernando Valenzuela Magaña
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Me gusta mucho este artículo, Juanfer.
ResponderEliminarEfectivamente, entiendo que el mercado invade hoy zonas y esferas de la vida que nunca pensamos serían sometidas a su jurisdicción: es muy cierto eso de que consumir arte resulta tan chocante como significativo, y me ha hecho pensar en otras apropiaciones léxicas parecidas: en la enseñanza se habla de “clientes” ante la necesidad de captar alumnos o estudiantes para un instituto, o de “usuarios” en la sanidad, reemplazando al más humano pero obsoleto paciente.
Todo remite al modelo económico imperante, cada vez más totalitario y sin contestación posible. Además, creo que apuntas algunas de las explicaciones a esa “crisis del arte” de la que tanto se habla (¿cuándo no se habló de la crisis del arte?): si el arte, por definición, era la búsqueda de lo perdurable, ¿qué sentido tiene hoy buscar algo que nadie quiere? Lo único que se desea son novelas cortitas y facilitas que entretengan para acabarlas pronto y coger otra, películas para “no pensar” y música amable y sin complicaciones.
Es lo que hay.
Muchas gracias, Jesús. Interesantes las palabras ("clientes", "usuarios") que apuntas: ¡lo que esas apropiaciones léxicas nos dicen sin decirlo!
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