martes, 30 de agosto de 2022

Anécdotas (y IV)

 Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 29 de agosto de 2022.

ANÉCDOTAS (Y IV)

 

Démosle a las anécdotas un último espacio. Los habituales de esta página recordarán que hablamos una vez de una carta de Kafka a Felice en la que el escritor de Praga hablaba de ciertas noticias periodísticas que parecen dirigirse directamente a uno. Se trata de noticias que, aunque a otros pueden resultar prescindibles, a nosotros nos interpelan personalmente por algún motivo. Algo parecido puede decirse de las anécdotas. Las que nos parecen especiales están relacionadas con íntimos intereses y las mejores son aquellas que ni siquiera podemos determinar por qué nos resultan tan interesantes.

            Hago memoria y selecciono algunas de este tipo.

            He destacado alguna vez la facilidad con que nos acostumbramos a lo asombroso siempre que se instale entre nosotros y perdure. La realidad o la propia vida son un ejemplo. Quizá por eso me llamen la atención anécdotas referidas a los orígenes de algo que hoy nos resulta cotidiano. En el libro de Timothy Day Un siglo de música grabada se cuenta que Hans von Bülow grabó en el laboratorio de Edison una mazurka de Chopin y casi se desmayó al escucharse. Se trata de una de las primeras grabaciones de música clásica, y no ha llegado hasta nosotros. Sí lo han hecho, sin embargo, grabaciones del tenor italiano Caruso. Una de ellas dio lugar a una anécdota que refleja la diferencia cultural existente entonces entre Inglaterra y los pueblos meridionales. En una demostración del gramófono para unas señoras en un salón de Mayfair, se reprodujo “Vesti la giubba”, con su sollozo tan emotivo. Tras el final, se hizo un silencio, hasta que una vieja dama levantó la vista de su ganchillo y dijo: “Me parece que este hombre estaba bastante histérico.” 

Vayamos ahora al viejo mundo francés. Cuenta Tallemant de Reaux en sus Historiettes que un cortesano al que no le gustaba comprometerse, cuando alguien le preguntaba la hora, mostraba su reloj.

            En la especialista de los salones parisinos Benedetta Craveri leemos una anécdota contada por madame de Genlis. Madame Necker montó el último gran salón del Antiguo Régimen, adjudicándose el único día que había quedado libre en el calendario mundano de París: el viernes. Estaba decidida a lanzar la carrera de su marido, el famoso banquero suizo, y para ello se preparó a conciencia. Guapa y culta, le faltaba sin embargo espontaneidad. Tanto, que el caballero de Chastellux, una vez que llegó pronto a una recepción, encontró bajo un sillón un cuadernillo con anotaciones sobre lo que la señora debía decir a los invitados, incluido al propio descubridor de los apuntes, quien lo devolvió al sitio donde lo encontró. Un criado vino a buscarlo y se lo llevó. Durante la comida, el caballero de Chastellux disfrutó oyendo a Madame Necker repetir, palabra por palabra, todo lo que estaba escrito en el cuaderno.

            Ahora, dos muertes con carácter de anécdota, sacadas de Valerio Máximo. Esquilo, considerado el padre del género trágico, salió fuera de su ciudad siciliana y se sentó a tomar el sol. Un águila que llevaba una tortuga voló sobre su calva y quedó deslumbrada por el reflejo. Tomándola por una piedra, estrelló contra ella la tortuga para poder comerse su carne. Por su parte, Homero habría muerto afligido de dolor por no poder resolver una cuestión que le plantearon unos pescadores.

            Por supuesto, y como constatamos en el artículo anterior, no podemos fiarnos mucho de las anécdotas. Su gracia no estriba en su verdad. Podemos terminar con una anécdota sobre una anécdota para ilustrar esto. Cuenta Pío Baroja en sus memorias que una vez leyó en una revista una historia en la que aparecían Rusiñol, Unamuno y él. Rusiñol habría convidado a comer a los otros dos, de modo que el primero pagaría la comida y Unamuno y Baroja las propinas. Este escribe: “Respecto a esa anécdota, no tengo que decir más sino que no he comido, ni una sola vez siquiera, ni con Rusiñol ni con Unamuno”. Y añade: “Además, no hubiera aceptado una proposición de un banquete así, en esas condiciones económicas.” A Baroja le molestaba que si se invitaba, no se invitara a todo, café o propina incluidos.

Y así se acaba el verano y, con él, las anécdotas.

 

JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA



miércoles, 3 de agosto de 2022

Anécdotas (III)

Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 1 de agosto de 2022.

ANÉCDOTAS (III)

            Seguimos con el verano y, por tanto, con las anécdotas, asunto de apariencia ligera pero que, como hemos visto en los dos artículos anteriores, apuntan hacia lo profundo. Si alguien sabe de apariencias y profundidades, es el filósofo. Del primero de ellos, Tales de Mileto, nos cuenta Diógenes Laercio que se habría caído en un hoyo por mirar los cuerpos celestes. Es la estampa del sabio despistado, que no concuerda con aquella otra, contada en el mismo lugar, según la cual, para mostrar la facilidad con que podía enriquecerse, sabiendo que iba a haber pronto gran cosecha de aceite, Tales tomó en arriendo muchos olivares y ganó mucho dinero. Como los refranes, hay anécdotas que se contradicen. Y otras que se repiten. Se cuenta que Voltaire elogiaba al médico Haller y que alguien le dijo: “Pues él no dice lo mismo de vos”, a lo que Voltaire respondió: “Quizá los dos nos equivoquemos”. Curiosamente, la misma anécdota se cuenta de Benavente y Valle-Inclán, el primero en el papel del francés. Pero lo sorprendente es que he encontrado en el libro del siglo XVI Sobremesa y alivio de caminantes, de Juan de Timoneda, un cuentecillo protagonizado por un tejedor y un sastre. Al ser el tejedor preguntado por una señora por qué hablaba bien del sastre hablando este tan mal de él, el tejedor contestó: “Señora, porque mintamos los dos”. 

Cuenta Luis Carandell que un grupo de diputados folloneros fue llamado “los jabalíes”, debido a una intervención de Ortega y Gasset, quien en las Cortes de 1931 dijo: “No hemos venido aquí para hacer el payaso, el tenor ni el jabalí”. Esos diputados escandalosos se presentaron un día a Unamuno, también diputado, diciéndole: “Habrá oído hablar de nosotros: somos los jabalíes”. Unamuno les dijo: “Imposible. Los jabalíes van siempre solos o en pareja. Los que sí van en piara son los cerdos.”

Hay una famosa anécdota protagonizada por dos grandes filósofos del siglo XX. Ocurrió en octubre de 1946, en Cambridge. La historia, pese a la cantidad de testigos, todavía no está clara. Popper había sido invitado a presentar una comunicación sobre algún “malentendido filosófico”. En esa formulación vio la mano de Wittgenstein, que según Popper negaba la existencia de genuinos problemas filosóficos, reduciéndolos a malentendidos lingüísticos. Así que, fiel a su pensamiento de que una conferencia debe desafiar al auditorio, Popper tituló su comunicación “¿Existen los problemas filosóficos?”. En un momento fue leyendo una lista de ellos, mientras Wittgenstein los rechazaba como problemas lógicos o matemáticos. Al llegar a los problemas morales y la validez de las reglas morales, Wittgenstein, “que estaba sentado junto al fuego y había estado jugueteando nerviosamente con el atizador, que a veces usaba como batuta de director para recalcar sus afirmaciones, me desafió: “¡ponga un ejemplo de una regla moral!”, y yo repliqué: “no amenazar con atizadores a los profesores visitantes””. Wittgenstein, rabioso, tiró el atizador y abandonó la habitación dando un portazo. Esta es la versión que puede leerse en la autobiografía intelectual del propio Popper, titulada Búsqueda sin término. Sin embargo, en la biografía de Wittgenstein de Ray Monk se califica de cuento tal versión. Sea como fuere, parece una burda exageración lo que se llegó a decir, que ambos filósofos habían llegado a las manos, armados los dos con atizadores. Lo que sí tiene esta anécdota es un carácter simbólico de enfrentamiento de dos influyentes visiones de la filosofía, por lo que sirvió de pretexto a un libro de divulgación biográfica y filosófica titulado precisamente El atizador de Wittgenstein.

Sin salirnos de Cambridge y de la filosofía, acabemos con el profesor Broad, quien preparaba las clases por escrito. Cada frase la leía dos veces. Para hacer más amena la sesión, intercalaba algunos chistes, también escritos previamente, y que leía, no dos, sino tres veces. Según cuenta uno de sus alumnos, ésta era la única manera de distinguirlos.

JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA