Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 31 de enero de 2022.
TENGO
UN AMIGO (II, III)
II
¡Mi yo, que me arrebatan mi yo!
MICHELET
Tengo un amigo con el que viajé una
vez a Alemania. Fuimos en coche y, en una de las paradas que en Francia
hicimos, le desapareció la mochila. No nos dimos cuenta hasta llegar a
Friburgo, poco después de la frontera. En la mochila tenía la cartera, y en la
cartera toda la documentación. Sin sus papeles pasamos la semana proyectada y,
a la vuelta, paramos en los mismos sitios en que lo habíamos hecho a la ida.
Nada. Antes de llegar a la frontera española, hicimos una parada más para
despedirnos de Francia y engañar el hambre que pretendíamos saciar un poco
después con comida y precios ibéricos. Era un lugar en el que no habíamos
parado a la ida. Sin embargo, allí estaba la mochila, al lado de un pino del
merendero, quieta, esperándonos. Mi amigo no pensó en el poco dinero que en la
cartera tenía, sino en el burocrático papeleo que ahora se ahorraría. Comprobó
que, excepto los billetes, no faltaba nada. El carnet de identidad, el de
conducir, el de la biblioteca, los de las sociedades de autores a las que pertenecía
—es compositor—, la tarjeta de la compañía médica, y una vieja ficha de su
colegio. Justo cuando nos paramos a comer en España, volvió a comprobar si le
faltaba algo en la cartera. Entonces lo notó. El nombre de su carnet de
identidad no era exactamente el suyo, aunque se parecía mucho, tan sólo dos o
tres letras dislocadas. No se había ahorrado del todo la burocracia, añadió,
porque no le gustaba llevar un carnet que no dijera la verdad. Pero mentía más
de lo que creyó. Tampoco la fecha de su nacimiento era exacta. El día y el mes
estaban intercambiados. El nombre de la ciudad variaba ligeramente y, cuando
nos fijamos bien en la foto, dijo que esas gafas no las había llevado nunca,
que no eran suyas. Fue entonces cuando se puso nervioso y cuando sus manos
temblorosas cogieron los otros carnets. En todos los mismos errores, con férrea
coherencia. Noté que sudaba. Tú sabes que
esto es mentira, ¿no?, me preguntó, pero él sabía que yo no podía responder
a eso, apenas lo conocía, un amigo común nos había puesto en contacto cuando
los dos, por separado, planificábamos un viaje solitario a Alemania. Todo esto es mentira, yo no soy este,
decía mirando y remirando los carnets y las fotografías, siempre con esas gafas
según él falsas. Entonces levantó la vista hacia mí y me dijo: Atanasio… Yo lo interrumpí: No, perdona, Anastasio, no es el mismo
nombre. Atanasio significa inmortal. Anastasio, mi nombre, significa que tiene
fuerza para resucitar. Es parecido, pero no exactamente igual, no morir nunca
que resucitar siempre.
III
Tengo un amigo que sostiene que casi todo es mentira. Dice que ha visto
con dolorosa lucidez que los motivos que damos de nuestras decisiones o las
explicaciones de la conducta ajena son en su gran mayoría falsos. La mente es
un iceberg del que sólo emerge la consciencia. Bajo el agua se halla la
inconsciente verdad. Alguien se enfada y necesita explicarse su ira. Mira a su
alrededor y encuentra algo que encaja mal que bien. Ya tiene su motivo, ya
puede descansar en su enfado. Pero lo más probable es que un estímulo
desconocido haya disparado en él la irritación. Ese alguien necesita creer que
hay un motivo de suficiente nobleza para desencadenar su cabreo. Entonces
vienen los argumentos en su ayuda. Los argumentos: el consciente adorno de lo
inconsciente.
Un día su mujer le gritó injustamente esgrimiendo algún error doméstico
que él había cometido. Como mi amigo sabía que el motivo era algo que
probablemente nunca descubrirían, sonrió resignado a su mujer y pidió perdón
hasta que ella se calmó. Y no se calmó,
me dijo, porque yo le pidiera perdón,
sino porque ya se había retirado la verdadera, desconocida causa de su ira.
Como consecuencia de este
pensamiento, mi amigo es la persona más comprensiva y tolerante que conozco.
Entiende todo y a todos. Pero esto,
corrige, no es la consecuencia, sino la
causa, de mi pensamiento.
Juan Fernando
Valenzuela Magaña