domingo, 14 de abril de 2019

Que piensen y digan

   Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 8 de abril de 2019 


QUE PIENSEN Y DIGAN

            Entre las recientes polémicas fugaces que los políticos nos procuran ha habido una que me ha llamado la atención. La recuerdo brevemente. El secretario de Estado de Seguridad Social, Octavio Granado, hace unas declaraciones sobre las pensiones en una jornada organizada sobre el asunto por una asociación de directivos. Sus palabras parecen perjudicar al gobierno de cara a las elecciones y la ministra del ramo, Magdalena Valerio, además de decir que el gobierno no tiene intención de modificar las pensiones de viudedad, comenta sobre la persona que al parecer la ha puesto en un brete: “Opina en alto, va a conferencias, a charlas, él opina, opina... y a veces no se da cuenta de que forma parte de un Gobierno.” Eso sí, concede que “sabe mucho, es un buen técnico de la Seguridad Social...”. Es justo esto lo que quiero señalar. Alguien que forma parte de un gobierno no puede decir ciertas cosas como experto en la materia y en un foro de entendidos. Entiendo que la ministra le otorga el carácter de experto al decir que “sabe mucho”, si bien eso contradice sus palabras anteriores al calificar despectivamente las intervenciones de su subordinado de “opiniones”. Saber y opinar parecen ser dos modos opuestos de enfrentarse a la realidad, sin que el primero suponga, maticemos, la posesión absoluta de la verdad.
            Alguien que sabía de estas distinciones escribió un artículo en 1784 en la ciudad prusiana de Königsberg. Se llamaba Immanuel Kant, y en ese texto se preguntaba por el significado de la Ilustración. Su respuesta era esta: “Ilustración significa el abandono por parte del hombre de una minoría de edad cuyo responsable es él mismo. Esta minoría de edad significa la incapacidad para servirse de su entendimiento sin verse guiado por algún otro. Uno mismo es el culpable de dicha minoría de edad cuando su causa no reside en la falta de entendimiento, sino en la falta de resolución y valor para servirse del suyo propio sin la guía del de algún otro. Sapere aude! ¡Ten valor para servirte de tu propio entendimiento! Tal es el lema de la Ilustración”. En ese contexto, el filósofo prusiano hace una interesante distinción. Los individuos pertenecemos a diversas agrupaciones, incluida la sociedad. Como miembros de ellas, tenemos que obedecer las normas que las rigen. Pero esa obediencia no está reñida con la posibilidad de pensar por nosotros mismos sobre las cosas que nos conciernen y de las que entendemos y exponer al público nuestras conclusiones. La distinción consiste en eso: en cuanto que ocupo un puesto en la sociedad, debo obedecer; en cuanto que entiendo de algo, debo tener libertad ilimitada para pensar y decir. El violinista de una orquesta deberá seguir las instrucciones del director, pues si cada músico interpretara del modo que él considera el mejor una partitura,  la ejecución de la obra se vería truncada. Ahora bien, si en una revista especializada, y como docto en materia musical, el violinista expone sus ideas sobre la interpretación más rica de la pieza en cuestión, nada habría que objetar. Pensemos en los diferentes ámbitos donde se lleva a cabo una obra en común: educación, empresa, deporte colectivo. Discrepar con argumentos de la línea conjunta no supone insubordinación mientras el miembro del grupo cumpla adecuadamente su función. Que la política suprima ese “uso público de la razón” (así lo nombraba Kant) y obligue a un experto, no solo a obedecer como miembro de un proyecto, sino también a no cuestionarlo o a no proponer futuras posibilidades a un público versado en la materia, es una mala noticia, no solo para el saber sino para las propias autoridades.
Juan Fernando Valenzuela Magaña
Puede leerse en el periódico.

La flecha en ARCO


    Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 11 de marzo de 2019 


LA FLECHA EN ARCO

Desde que Duchamp propuso su famoso urinario en 1917 con el título de “La fuente”, el arte dejó de ser lo que era. Si bien los movimientos estéticos siempre se habían sucedido rompiendo con lo anterior, ahora parecía que con lo que se había roto era con la historia del arte en su totalidad. John Cage escribió una partitura que consiste en más de cuatro minutos de completo silencio, al cabo de los cuales la gente aplaude entusiasmada de haber oído nada. Piero Manzoni enlató 30 gramos de su propia defecación en cada una de las noventa latas que se vendían al precio de 30 gramos de oro. De eso hace ya más de medio siglo, con lo que hoy apenas sorprenden las recurrentes noticias en las que una mujer de la limpieza tira una obra de arte de miles de euros. Como estoy seguro de que tienen un móvil o un ordenador a mano, les pido que  echen un vistazo, si no lo conocen, a cuanto acabo de decir (la obra de Cage se llama 4´33´´; la de Manzoni, “Mierda de artista”; y luego tecleen en su buscador “limpieza tira arte”).  Ahora, podemos continuar.
            Reconozcámoslo. Quienes no pertenecemos al mundo (hoy se dice “mercado”) del arte, sentimos un cierto desasosiego ante las manifestaciones artísticas de nuestro tiempo. Cuando leemos noticias sobre los aspirantes al premio Turner de la Galería Tate de Londres, cuando visitamos el Pompidou de París o cuando asistimos a un reportaje sobre ARCO, que acaba de celebrar una edición exitosa, componemos un gesto que muestra que nuestra relación con el arte no es nada cómoda. ¿Se están quedando conmigo?, ¿soy un analfabeto artístico, como los hay digitales?, ¿pido que me devuelvan el dinero de la entrada?, ¿necesitaría una audioguía que me explicara esto?, ¿habrá alguna cámara oculta?, ¿es esto arte?, ¿y qué lo diferencia de lo que no lo es?
            Sin duda, el lector interesado podrá informarse con todo detalle sobre cuanto había en esta edición de ARCO. Sin embargo, quien solo haya recibido las noticias que flotan en el ambiente lo único que sabrá de ella es que se ha exhibido una figura gigantesca del rey Felipe que quien la adquiera habrá de quemar antes de un año, según el contrato de compra. El ninot, como se esperaba, ha generado polémica, pero no se ha retirado. ¿Hacerlo hubiera sido atentar contra la libertad artística? Para ello, previamente deberíamos haber respondido a esta pregunta: ¿es esa figura una obra de arte? ¿Por qué entonces no lo son los ninots de las fallas de Valencia? ¿O las figuras del museo de cera? ¿O es que hay algo en la pieza expuesta en ARCO que no se halle en los muñecos que arderán para San José o en la réplica del rey del Paseo de Recoletos?
            El asunto es complejo, porque tanto el arte como la realidad, con la que de algún modo está en relación (como escape de ella o como su auténtica descripción), llevan tras de sí una larga e intrincada historia poblada de teorías, sensibilidades y modos de ver el mundo. No hay espacio en este artículo más que para lanzar una sospecha como quien lanza una flecha cuyo acierto en la diana está por ver. En toda obra de arte hay algo inexplicable conceptualmente, algo que queda una vez que aplicamos todos los medios químicos, psicológicos, sociológicos o históricos para aclarar la creación. Si, de la obra de ARCO mencionada, elimino la polémica (en la que intervienen como elementos la propia exposición, por definición transgresora, los medios de comunicación, por definición amantes de lo escandaloso, y el público, por definición buscando “lo que hay que ver”), ¿qué nos queda? Aun admitiendo la autenticidad de la transgresión (lo que es mucho admitir en este caso, pues era demasiado previsible), el hecho de que todo arte sea transgresor no implica que toda transgresión sea artística. 
Volvamos al principio. Gran parte de lo que ha hecho el arte en el último siglo ha sido, en el fondo, preguntarse por su identidad. El tema es legítimo, pero será su tratamiento, como siempre, lo que hará que una obra sea o no artística.




                                                                                                         Juan Fernando Valenzuela Magaña

Puede leerse en el periódico.