martes, 5 de diciembre de 2023

Salinger y Kafka

 Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 4 de diciembre de 2023.

   

SALINGER Y KAFKA

 

         En el artículo del mes pasado hablábamos sobre la fama, entendida bien como celebridad, bien como permanencia en la posteridad. Ambas cosas no son incompatibles, claro, y la fama puede significar a veces un reconocimiento en vida de la obra de alguien, que a su vez permitiría barruntar su ingreso en el círculo de los elegidos por la posteridad.

Muchos de ustedes habrán leído u oído hablar de El guardián entre el centeno, la obra más conocida de Salinger y de lo poco que se ha publicado de él. Salinger, que murió en 2010, es un escritor estadounidense conocido por su alejamiento de la vida pública. Un abogado le preguntó una vez en un juicio: “¿Ha concedido alguna vez una entrevista?”. Su respuesta fue: “Siendo yo consciente, no”. Aunque constan algunas (entre ellas, a un adolescente para el periódico de su instituto), lo cierto es que su aislamiento se hizo proverbial y conseguir una foto de él consistía en todo un reto para los periodistas. Los últimos cuarenta y cinco años de su vida no publicó nada. La expectación con que se esperaba algo salido de su pluma explica que uno de los números más vendidos de la revista Esquire fuera aquel en el que aparecía un relato anónimo que muchos lectores (por su título y su estilo) atribuyeron a Salinger y que había sido escrito por el editor de narrativa de la revista. Que no publicara nada no implica que no escribiera. De hecho, dejó a su hijo cientos de miles de páginas y una instrucción: “Publícalo todo. Lo feo, lo bueno y lo malo, que sea el lector el que decida lo que vale o no”. ¿Por qué Salinger rechazaba la fama de un modo que, paradójicamente, lo hizo tan famoso? Porque era un escritor y se dio cuenta de que para escribir necesitaba que lo dejaran en paz. Incluso publicar lo vivía como un obstáculo para su labor. Según él, escribía para sí mismo, por su propio placer. Pero la instrucción dada a su hijo nos permite aventurar que tal vez también escribía para la posteridad.

         Esa instrucción, por contraste, ha podido traer a la memoria del lector la de Kafka a Max Brod. Según se dice, el primero le habría ordenado al segundo que quemara todos sus papeles y este habría desobedecido permitiéndonos el acceso a una de las obras más influyentes del siglo XX. Sin embargo, ¿ocurrieron las cosas de ese modo? Tenemos dos textos, llamados comúnmente “testamentos”, dirigidos a su amigo y albacea Max Brod, aunque nunca recibidos por él, sino encontrados tras la muerte del escritor en un cajón junto a más papeles. El primer texto estaba escrito a tinta, y Brod cuenta que Kafka, en una conversación donde hablaron de testamentos, se lo había enseñado por fuera diciéndole: “Mi testamento será muy sencillo… pedirte que lo quemes todo”.  Brod le dijo que no cumpliría tal cosa. El segundo texto es posterior y detalla su disposición. Kundera, crítico con Brod, considera que aquí se demuestra que Kafka no quería destruir su obra, sino seleccionarla, pues dice lo que, de entre lo publicado y lo que no, consideraba válido. Lo que quería que se destruyera se refiere a dos tipos de textos. Por un lado, los escritos íntimos, lo que parece muy razonable y cuya publicación e incluso lectura plantea una espinosa cuestión moral. Por otro, los cuentos y novelas que según él no logró culminar. En cualquier caso, y aun admitiendo las sensatas reservas del recientemente fallecido Kundera, Kafka manifiesta ahí desear que nada (ni siquiera lo considerado válido) sea editado de nuevo y transmitido a la posteridad. Tal como yo veo el asunto, su vocación era la literatura (“consisto yo mismo en literatura, no soy ni puedo ser otra cosa”, dice en una carta a Felice Bauer), lo que no quiere decir que no le importara que su obra fuera reconocida, tanto en su tiempo como en el futuro. A favor de este interés tenemos el hecho de que en su lecho de muerte estuvo revisando las pruebas de un libro que se publicaría poco después de su fallecimiento. Si sumamos a esto su exacerbada autocrítica, tendremos quizá una visión más acertada de ese famoso mandato a su amigo Max Brod.

 

Juan Fernando Valenzuela Magaña

 



 

 

 

 

 

 

 

lunes, 6 de noviembre de 2023

La fama

 Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 6 de noviembre de 2023.


LA FAMA 


Probablemente lo primero en lo que haya pensado el lector al leer la palabra del título haya sido en los famosos que pueblan la televisión y demás medios de comunicación, incluidas las redes sociales. Esa fama, que consiste en ser conocido de muchísima más gente de la que uno conoce, tiene, por supuesto, grados, tanto en su calidad como en su duración. El extremo inferior en calidad, que a su vez admite matices, sería el llamado “famoso por ser famoso”, aquel que lo es sin ninguna razón particular (o desproporcionadamente en relación con alguna) o bien por asociación con alguna celebridad. El extremo inferior en duración serían los “quince minutos de fama” que, en la expresión atribuida a Andy Warhol, todos tenemos en nuestro mundo en algún momento de nuestras vidas. En cualquier caso, en sí esta fama es efímera; nada garantiza (más bien al contrario) que perdure en el tiempo.

Pero también utilizamos la palabra fama para referirnos a alguien del pasado cuyos méritos han logrado que su nombre permanezca más allá de la muerte. Es lo que llamamos “pasar a la posteridad”. “Todos los bienes del mundo / pasan presto y su memoria, / salvo la fama y la gloria”, cantaba Juan del Encina en torno al año 1500. Muchos siglos antes, Píndaro la calificaba de “deseadísima”. En realidad, la avidez de fama puede señalarse como un rasgo constante en la historia de Grecia, desde los héroes homéricos hasta Alejandro, y tiene que ver con la atención al individuo y a la propia personalidad, en contraste con la cultura oriental. El lugar que el artista ocupa en esta visión de la fama es determinante, pues es él el encargado de inmortalizar las hazañas, que quedarían ocultas sin su concurso. Heródoto narra las Guerras Médicas precisamente “para que no se desvanezcan con el tiempo los hechos de los hombres, y para que no queden sin gloria grandes y maravillosas obras, así de los griegos como de los bárbaros”. Además de como dador de inmortalidad, el escritor es a la vez objeto de la misma, como se encargó de recordar Ennio (en el contexto romano) en su epitafio: “Nadie el don de las lágrimas me rinda, porque vivo de boca en boca voy volando”.

Habría que ver en qué momento esta idea empieza a ser cuestionada, pero está claro que en época romana ya había una tradición crítica contra ella, que a su vez era criticada. Valerio Máximo dice: “Por lo demás, no desdeñan la gloria ni siquiera aquellos que tratan de inculcar desprecio por ella, ya que no dudan en poner su nombre en los libros que escriben, para de este modo perpetuarse en la memoria y obtener lo que ellos mismos pretenden desacreditar”.

Esta fama tiene una versión muy curiosa por cuanto incierta mientras el beneficiario trabaja para ella, y es la fama póstuma, la adquirida una vez muerto.

Aunque hemos dado por supuesto que esta fama es positiva (del mismo modo que al hablar de “suerte” damos por hecho que es buena), existe también la mala fama. Fue la que se ganó Eróstrato, que buscó pasar a la posteridad incendiando el templo de Artemisa en Éfeso (el mismo día, se dice, que nació Alejandro Magno). Parece como si con Eróstrato la fama se hubiera desvinculado de aquello que le daba sentido y se hubiera vuelto autónoma. Ya en Heródoto puede verse un atisbo de esto al resistirse a nombrar a plagiarios o falsarios, dando así a entender que, aun negativa, la fama es siempre un premio. Por cierto, también en el caso de Eróstrato se prohibió dejar registro de su nombre para que no consiguiera la pretendida inmortalidad, del mismo modo que hoy día no vemos en la televisión al espontáneo que salta a un campo de fútbol. Pero alguien se fue de la lengua, o del cálamo.

Esta dualidad de la fama era representada mediante dos trompetas, a veces clara la de la buena fama, oscura la de la mala. 

Pero lo más llamativo si uno penetra en la idea de la fama es su vinculación con el rumor. La palabra fama incluía antiguamente ambas cosas. ¿Cómo es posible? Habrá que ver en qué consiste el rumor, para lo que emplazo al lector a un posterior artículo.

 

Juan Fernando Valenzuela Magaña

 




 

lunes, 16 de octubre de 2023

El despertar

Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 16 de octubre de 2023.


EL DESPERTAR

         El momento del despertar es especialmente delicado. Abandonamos un mundo incoherente, extraño, flexible y personal y regresamos a uno de rígidas reglas, consistente y común. “Para los que están despiertos, el orden del mundo es uno y común, mientras que cada uno de los que duermen se vuelve hacia uno propio”, dice un aforismo de Heráclito. Es lo que un amigo mío no tenía en cuenta cuando de niño creía que si había soñado con otro niño, ambos habían compartido el mismo sueño, y lo miraba con complicidad en la escuela. He observado que hay gente que salta con júbilo y ánimo del primer al segundo mundo (aunque sea muy temprano) y otra a la que le cuesta incorporarse de nuevo a la vida, que siente que tiene que subir un escalón cada mañana antes de andar por el piso de la vigilia. Esto último puede deberse a distintos motivos. Borges apuntaba uno, la maravilla que supone el ámbito onírico: “Si el sueño fuera (como dicen) una / tregua, un puro reposo de la mente, / ¿por qué, si te despiertan bruscamente, / sientes que te han robado una fortuna? / ¿Por qué es tan triste madrugar? La hora / nos despoja de un don inconcebible,”.

         He dicho que el despertar supone un tránsito de una dimensión incoherente a otra férreamente reglada, pero solo era una primera aproximación. El sueño parece tener sus propias reglas, y la vigilia no nos resulta a veces tan firme y segura, como muestra Kafka en dos de sus obras más famosas, La metamorfosis y El proceso. Ambas comienzan con un despertar. En La metamorfosis, ahora llamada La transformación, las primeras palabras son: “Cuando, una mañana, Gregor Samsa se despertó de unos sueños agitados, se encontró en su cama convertido en un monstruoso bicho”. Aunque los lectores han llegado a pensar en ese bicho como una langosta o un ciempiés, parece claro que se trata de un escarabajo. Menos expresionista, pero no menos inquietante, es el conjunto de peripecias que acaecen a Joseph K. en El proceso y que arrancan con otro despertar: “Alguien debía de haber calumniado a Joseph K., porque, sin haber hecho nada malo, fue detenido una mañana”. El protagonista recibe la inesperada visita de dos hombres cuando aún se encuentra en la cama. El lúcido praguense parece haber escogido justamente ese momento de paso, ese entre, para romper la continuidad con el mundo cotidiano en el que tanto Samsa como Joseph K. se habían acostado confiados la noche anterior. Subyace la idea de que el despertar es un momento peligroso y que, si uno consigue mantener en él su posición en el mundo, el resto de la jornada se desarrollará con tranquilidad.

         La misma indefinición de este momento se subraya en el comienzo de la novela El doble, de Dostoyevski, cuya atmósfera no está lejos de las que hemos comentado: “Faltaba poco para las ocho de la mañana cuando Yákov Petróvich Goliadkin, funcionario con la baja categoría de consejero titular, se despertó después de un largo sueño, bostezó, se desperezó y al fin abrió los ojos de par en par. Durante unos instantes, sin embargo, permaneció inmóvil en la cama como si no estuviese aún seguro de estar despierto o de seguir durmiendo, de si lo que acontecía en torno suyo era, en efecto, parte de la realidad o sólo prolongación de sus alborotados sueños”.

         Si me dejo llevar por las sugerencias de cuanto hemos dicho, viene a mi memoria un poema de Valente que también comienza con un inquietante despertar: “Hoy he amanecido / como siempre, pero / con un cuchillo / en el pecho. Ignoro / quién ha sido, / y también los posibles / móviles del delito. / Estoy aquí / tendido / y pesa vertical / el frío”.

         No es esta atmósfera la que percibimos en Proust, quien elige para el arranque de su inmensa obra En busca del tiempo perdido el momento opuesto, el momento en que uno se dispone a abandonar un día de un mundo compartido e ingresar en el privado de los sueños. Así principia su novela: “Mucho tiempo he estado acostándome temprano. A veces, apenas había apagado la bujía, cerrábanse mis ojos tan presto, que ni tiempo tenía para decirme: “Ya me duermo””.

         JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA

        

        


         

lunes, 21 de agosto de 2023

Peces

Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 14 de agosto de 2023. 

PECES 

         También los peces, como las moscas de las que hablábamos en julio, se asocian en mi mente al verano, y por eso he elegido este animal para el artículo de agosto. Si  dejo que las ideas se muevan con libertad, la de los peces se encuentra espontáneamente con la de breves cuentos de significado vago, apólogos de los que extraer una enseñanza más o menos explícita. El primero con el que me topo es el de Zhuang Zi, que paseábase un día con su maestro de lógica por el puente del río Hao. “¡Mira lo felices que son los peces que se agitan ágiles y libres!”, observó. “Si no eres un pez —objetó el maestro de lógica—, ¿de dónde sacas que los peces son felices?”. “Como tú no eres yo, ¿cómo puedes saber lo que yo sé de la felicidad de los peces?” “Te concedo que no soy tú y que no puedo saber lo que sabes. Pero como tú no eres pez, no puedes saber si los peces son felices”. “Retomemos las cosas desde un principio —dijo Zhuang Zi—. Cuando me has preguntado “¿De dónde sacas que los peces son felices?”, la forma misma de tu pregunta implicaba que  sabías que yo lo sé. Pero ahora, si quieres saber de dónde lo sé, pues bien, lo sé desde lo alto del puente”. Este diálogo del siglo IV a.C. suena extraño y lejano en el XXI, pero, si nos fijamos bien, parece anticipar todas las discusiones filosóficas occidentales sobre el acceso a la mente del otro e incluso a la misma realidad. Lo fecundo de estas fábulas consiste en lo que sugieren, en ser punto de partida de la reflexión y no relato cerrado. Otro ejemplo lo constituye el siguiente cuento, con la misma textura pero con otro significado. Dos peces jóvenes se cruzaron mientras nadaban con un pez mayor que saludó y les preguntó: “¿Cómo está el agua?” Ellos siguieron nadando y, al cabo de un rato, uno dijo al otro: “¿Qué es el agua?” Ignoro su origen, o si fue inventado por el autor de la conferencia donde lo leí, pero hay un sentido que nos sale al paso: hay cosas tan cercanas que no se ven, tan obvias que no reparamos en ellas. Y hace falta la experiencia o el conocimiento (representados aquí por el pez mayor) para darse cuenta de ellas. A partir de ahí cada lector puede seguir nadando solo.

         Hay un pez en una historia que cuenta Heródoto que siempre me ha fascinado. Se trata del relato acerca de Polícrates, el tirano de Samos, marcado por una suerte inusitada. Amasis, rey de Egipto y amigo, supo ver la espalda de tanto triunfo y le escribió que preferiría que se tuviera éxito unas veces y se fracasara en otras. “Porque aún no he oído hablar de nadie que, pese a triunfar en todo, a la postre no haya acabado desgraciadamente sus días, víctima de una radical desdicha”. Amasis le aconsejó a Polícrates, para contrarrestar sus triunfos, que pensara en algo sumamente estimado por él y se deshiciera de ello. Polícrates siguió su consejo y arrojó al mar un valioso sello, al que tenía gran cariño. Poco después un pescador acudió con un enorme y suculento pez más digno del tirano que del mercado. Cuando se lo estaban preparando, descubrieron dentro de él la alhaja, que volvió así a las manos de Polícrates. Dejo al lector con la intriga por el final de esta historia, que pueden saciar recurriendo a un artículo anterior titulado “Tengo un amigo (I)”.

         También en Las mil y una noches aparecen cuentos piscícolas, pero terminaremos con la tradición cristiana. Recordemos la multiplicación de los panes y los peces o la presencia de la pesca en el Nuevo Testamento, pero sobre todo aquel pasaje de San Agustín en el que se dice que con la palabra pez se significa místicamente a Cristo, “porque sólo Él ha podido mantenerse vivo, es decir, sin pecado, en el abismo de nuestra mortalidad, tan semejante a la profundidad de las aguas”. Y, si nos retrotraemos al Antiguo Testamento, releamos la escena en la que Tobías, gracias al Arcángel Rafael, cura la ceguera de su padre untando con la hiel del pez sus ojos. Podemos verla en el Museo del Prado pintada magistralmente por Bernardo Strozzi.


         Juan Fernando Valenzuela Magaña

                                                                                            


        Aquí puede leerse en el periódico.


lunes, 17 de julio de 2023

Moscas

Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 17 de julio de 2023. 


MOSCAS

 

         En esta serie de artículos dedicados a seguir las sugerencias personales que ciertos animales me producen, he elegido para este mes estival uno acorde con él: la mosca. Y lo primero que me llama la atención al respecto es la ambivalencia que entraña este insecto. Por un lado, remite a lo inmundo y sucio, y está así relacionado con el asco. Por otro, hay una vertiente más simpática de este animal que podemos encontrar, como veremos, en la literatura.

         Por su relación con excrementos y basura, la mosca produce asco. Mucho antes de que Ekman lo calificara como una de las emociones básicas (como el miedo o la sorpresa), Darwin lo relacionaba con la comida y con el sentido del gusto. Puede que lo traicionara la etimología, puesto que asco en inglés es “disgust” (“desagradable al gusto”). ¿Acaso no intervienen también el olfato y el tacto en el asco? La palabra en español podría relacionarse con el antiguo usgo, procedente de osgar (odiar), lo que subraya el carácter aversivo de esta emoción. Pero no solo hay rechazo en ella, también atracción, como lo prueba su uso en películas donde lo asqueroso es un potente reclamo. De hecho, se ha señalado la tentación de hacer del asco la categoría principal de la estética contemporánea, contraponiéndola a la noción dieciochesca de gusto. Hay un estudio clásico sobre el asco de 1929, debido a Kolnai, en el que este fenomenólogo húngaro lo distingue de la angustia, asunto tan filosófico por aquel entonces. Según él, la angustia se centra en el sujeto, que se ve amenazado y busca protección, mientras que el asco tiene un mayor carácter intencional, está más orientado a lo exterior. Lo asqueroso se siente próximo, contaminante. La esencia de lo asqueroso (Kolnai piensa en los excrementos, las secreciones, la mugre, los gusanos, los tumores…) sería una vitalidad que se rebela, que se desborda más allá de cualquier límite y forma, que se ramifica y lo homogeiniza todo. Puede relacionarse esto con los dos tipos de asco que señala Ian Miller: el freudiano, que impide que satisfagamos un deseo inconsciente, y el originado por el abuso (“la sensación de náuseas que produce el exceso”). La idea de relacionar el asco y lo informe, lo que salta los límites, es muy interesante si la vemos a la luz de la oposición clasicismo/romanticismo. Pero este calor que rebasa las líneas conocidas aconseja pasar al otro aspecto de las moscas, más amable.

         Imposible entonces no recordar el poema de Machado a ellas dedicado en el que se mezclan evocación, familiaridad, estío, hastío y modestia: “Vosotras, las familiares, / inevitables golosas, / vosotras, moscas vulgares, / me evocáis todas las cosas”. Menos conocido es el Elogio de la mosca del escritor del siglo II Luciano de Samósata. Si Dión escribe su Elogio del papagayo, mostrando su habilidad para tratar un tema trivial, Luciano pretende ir más allá eligiendo, para aplaudir igualmente (no ya para defenderlo), un animal repugnante. Después de alabar su cuerpo y su vuelo (“describe una curva perfecta hasta el punto del aire al que se dirige”), apela a la autoridad de Homero para recordar que este compara el arrojo del mejor de los héroes con “la audacia de la mosca y la intrepidez y persistencia de su ataque” y que “tanto ensalza y aprecia a la mosca, que no la menciona ocasionalmente una vez ni en escasos pasajes, sino con frecuencia”. Y cita más adelante con admiración su habilidad para disfrutar de los esfuerzos ajenos (“tiene la mesa llena en todas partes”).

         Terminaré con una mosca famosa. Un matemático amigo mío sostiene que trabaja más de lo que parece porque cuando está en el sofá su mente sigue laborando. Del mismo modo, y en la línea del poema de Machado, un día Descartes seguía las evoluciones de una mosca por el techo del cuarto donde él estaba echado en la cama. Y entonces se preguntó si se podría describir el punto exacto en el que estaba la mosca en cada momento. Se dijo que sí, y así nacieron, dice la leyenda, las famosas coordenadas cartesianas.

Juan Fernando Valenzuela Magaña

 




Detalle de Retrato de un cartujo, de Petrus Christus


lunes, 19 de junio de 2023

Cisnes

 Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 19 de junio de 2023. 


CISNES

  

Una de las imágenes que más me impresionaban en la adolescencia era la del canto del cisne. La idea de que la mejor canción la ejecutara este animal justo antes de desaparecer mezclaba la belleza y la muerte en una edad en la que esta es más un concepto con sugerentes matices que una inapelable realidad. Ya de por sí el cisne era visto en la Antigüedad como un magnífico cantor. En el Himno a Delos, Calímaco llama a estos animales “aedos cantores del dios”, refiriéndose a Apolo, y nos dice que eran las aves de las Musas, “las más melodiosas de cuantas tienen alas”. Y la propia creencia del canto del cisne antes de morir la encontramos el Fedón de Platón, donde este nos cuenta la muerte de su maestro Sócrates. En un libro reciente esta imagen, que metafóricamente se extiende al mundo de la creación (El canto del cisne se llamó a la colección póstuma de lieder de Schubert), se relaciona con la melancolía. El cisne es el animal que mejor la representa. Melancolía y cisne mezclan opuestos elementos: peso y ligereza, serenidad y amenaza, belleza y miedo. Víctor Hugo decía que la melancolía era “la felicidad de estar triste”, algo que suscribiría cualquiera que haya mirado por la ventana un ocioso y solitario día de lluvia o que haya reparado en la afición por las ruinas de la figura histórica melancólica por excelencia: el romántico. En el libro mencionado (La melancolía en tiempos de incertidumbre, de Joke J. Hermsen), la melancolía es entendida como un estado de ánimo que puede adoptar formas diversas, desde la situación propicia a la creación hasta la depresión. Yo tengo mis reservas ante esta interpretación de la depresión como una forma de melancolía, una forma patológica e improductiva, la melancolía mala, que podemos oponer a la melancolía buena, relacionada con la creatividad y el genio. Tiendo a pensar que la diferencia cualitativa entre ellas es tal que se trata de dos cosas distintas y no de dos versiones de lo mismo. En cualquier caso, el cisne valdría como símbolo, a mi juicio, solo de la melancolía como tal o, en la versión de Hermsen, de la melancolía buena, no de la depresión o melancolía patológica, por cuanto esta última no parece unir esos opuestos que decíamos al principio, sino excluir los elementos positivos (belleza, serenidad…) y quedarse solo con los negativos (miedo, amenaza).

         Pero no solo es la melancolía lo que el cisne simboliza. En un tremendo poema de Baudelaire titulado precisamente así (y dedicado a Víctor Hugo) aparece uno que, junto a un arroyo seco, baña sus alas en el polvo de un París en plena transformación. Es ridículo y sublime a un tiempo y se identifica con los desposeídos, con los derrotados, con los exiliados… y probablemente con la figura del poeta en un mundo que lo niega, un mundo prosaico, vulgar y gris. Otro poeta francés, Mallarmé, aquilata un cisne fantasmal hecho de su recuerdo, un cisne que es a la vez anhelo e impotencia de creación. Pero, pese a su presencia en la poesía francesa del XIX, el poeta que este animal estaba destinado a tener era un nicaragüense europeizado, Rubén Darío. Pedro Salinas dice de él que “casi llega a una teoría del cisne y de lo císnico”. Y es verdad que nuestro animal de hoy nos aparece en toda su obra, y con diferentes significados: paganismo y sensualidad, encanto romántico wagneriano, emblema de la pureza por su blancura, misteriosa interrogación por su cuello, inspiración poética, aristocratismo y pura forma bella.

         Contra este cisne dariniano, o contra una parte de él, la parte sensual y decorativa, se rebela un poeta mexicano, González Martínez, en su soneto “La muerte del cisne”, cuyo primer y agresivo verso es “Tuércele el cuello al cisne de engañoso plumaje”. Y contrapropone al blanco y gracioso pero superficial cisne el sapiente búho de inquieta pupila, capaz de interpretar “el misterioso libro del silencio nocturno”. Pero la del búho ya es otra historia.

 

Juan Fernando Valenzuela Magaña




lunes, 22 de mayo de 2023

Abejas y arañas

  Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 22 de mayo de 2023. 


ABEJAS Y ARAÑAS


        Los dos textos más conocidos sobre las abejas son el canto IV de las Geórgicas de Virgilio y La fábula de las abejas de Mandeville. Entre ambos el tiempo ha volado diecisiete siglos. El poeta latino nos cuenta cómo cuidar las colmenas, cómo viven las abejas y el mito del pastor Aristeo y su implicación en la muerte de Eurídice, a consecuencia de la cual murieron sus abejas. La visión que Virgilio y la Antigüedad en general tienen de la abeja como símbolo no es explícita en este texto (solo hay una alusión al origen divino de la miel que nos lleve a ella), pero conviene por su belleza comenzar por él y decir que la abeja fue equiparada con el poeta o el artista en la medida en que estos liban los jugos de distintas flores para elaborar la propia miel y la propia cera, es decir, beben de los grandes maestros para crear dulzura y luz, que siempre dependerán del pasado (la Memoria, recordemos, es la madre de las Musas).

        Sin embargo, en el siglo XVIII las abejas van a significar algo completamente distinto. En La fábula de las abejas de Mandeville, estas son egoístas y laboriosas, trabajan por su propio interés, pero el resultado es que la sociedad prospera. “Vicios privados, virtudes públicas”, es el lema que condensa esta concepción. A partir de ahí, la colmena vendrá a representar una sociedad de trabajadores afanados en una ciega labor que va a crear una sociedad materialista, confortable pero desencantada, desespiritualizada.

        Antes de que se produjera ese cambio de orientación del símbolo de la abeja, Jonathan Swift, el de Los viajes de Gulliver, hablaba de este animal todavía en el viejo sentido (como creador a partir de las obras de los grandes autores que lo preceden), contraponiéndolo a la araña, que saca de sí misma toda su invención. Recuérdese a Descartes, quien rechaza con osadía la tradición y monta toda su filosofía a partir de sí mismo, extrayendo del yo la telaraña de su teoría. Con el tiempo también el símbolo de la araña va a virar desde este yo geométrico y racional hacia el yo lírico y sentimental del romanticismo, que intentará expresar en la obra todo cuanto lleva dentro.

        Quizá no sea casualidad que el mito en el que Ovidio nos cuenta la transformación de Aracne en araña tenga en su centro la soberbia de la protagonista. En el libro VI de Las metamorfosis, leemos acerca de una doncella que decía tejer mejor que Minerva, la diosa de la artesanía y la sabiduría. Tal presunción la llevó a una competición con la diosa en la que cada una trazó sobre su tejido diversas historias. Minerva representó el pleito entre ella (Atenea en la mitología griega) y Neptuno para ver quién daba nombre a la ciudad de Atenas, y en las cuatro esquinas de su lienzo, a modo de advertencia, compuso cuatro historias en pequeño sobre diferentes transformaciones (entre ellas la de Antígona, quien por compararse con la esposa de Júpiter, fue metamorfoseada por ella en cigüeña). Aracne usó como tema para su obra los amores de los dioses. Minerva no pudo hallar en ella ningún defecto. Finalmente, la convirtió en araña. “De esta manera, en araña transformada, sigue tejiendo con sus hilos la tarea a que ella estaba acostumbrada”, concluye Ovidio. El complejo cuadro Las hilanderas, de Velázquez, recrea este mito. Algo de vanidad, pues, tiene la araña cartesiana y la romántica en su pretensión de crear desde la nada, de introducir novedades absolutas en el mundo. Pero ello presuponía mirar a la cara el pasado. La araña contemporánea, sin embargo, ha conservado la vanidad pero se ha desentendido del pretérito. Por eso su tela se repite anacrónica, monótonamente.

        Quizá nunca hayamos estado tan lejos de la abeja clásica, la que crea teniendo en cuenta prestigiosos modelos, como en nuestros tiempos de recalcitrante adanismo. Y observamos que la otra abeja, la laboriosa y egoísta, se ha fusionado con la vanidosa araña dando lugar al consumidor digitalizado y aislado de hoy, que teje con inconsciente y olvidadiza velocidad esa inmensa telaraña común que llamamos la Red.    

 

         Juan Fernando Valenzuela Magaña



lunes, 24 de abril de 2023

Gatos

 Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 24 de abril de 2023. 



GATOS

 

Hablemos hoy de gatos. Llama la atención su abundante presencia en nuestro mundo virtual: vídeos de gatitos, emoticonos de félidos con expresiones distintas, criptogatos… El gato virtual refleja la visión predominante del gato físico. Pese a su comentado comportamiento arisco, hoy provoca en el humano ternura y deseo de complacerlo. Hay un poema de Szymborska, titulado Un gato en un piso vacío, que pulsa esa cuerda aunque, como siempre en ella, de un modo original y sencillamente profundo. Los versos describen la actitud de un gato que espera el regreso al piso del dueño fallecido. Aunque alguien desconocido le pone comida, su mundo está desordenado, todo es distinto aun siendo igual. El poema es muy conocido en Polonia, y hay un precioso banco en Kórnik que lo homenajea. Así comienza: “Morir, eso no se le hace a un gato”. Y termina con lo que el gato prevé que hará cuando vuelva su dueño: “Se irá hacia él / como si no quisiera, / despacito, / con las patas muy ofendidas. / Y nada de saltos ni maullidos al principio”.

Pero no es la ternura el único sentimiento que ha suscitado el gato a lo largo de la historia. Hay algo misterioso en él que ha fascinado desde los egipcios. Su inteligencia, su maullido (¿no se confunde con el chillido de un niño?) lo han aproximado al hombre. Además, como es sabido, remiten al mundo de la brujería. En Francia, los campesinos frecuentemente apaleaban a los gatos que se cruzaban por la noche en su camino y al día siguiente algunas mujeres tenidas por brujas aparecían con magulladuras (eso al menos se decía). Un remedio para protegerse de la brujería de los gatos era mutilarlos. Independientemente de esta asociación, los gatos tenían poderes ocultos. Si entraban en una panadería, la masa no crecía. Si se enterraba un gato vivo, libraba el campo de mala hierba. En Bretaña, si uno comía los sesos de un gato recién muerto, se volvía invisible. También se han asociado a la casa o al dueño de esta. Matar un gato traía la mala suerte sobre su dueño o la casa. Por último, el gato se relaciona con el sexo. Le chat, la chatte, tienen un sentido sexual en la jerga francesa. Se aconsejaba acariciar gatos para tener éxito con las mujeres. En algunos cuentos, la mujer que comía gato en estofado, daba a luz gatitos.

Además del conocido El gato negro, de Poe, hay relatos donde este animal ocupa un lugar destacado. En el de Zola El paraíso de los gatos, un gato gordo cambia, por curiosidad, las comodidades de la vivienda de una mujer por la libertad. Viendo las penurias que se pasan en el mundo de fuera, vuelve junto a su dueña y acepta agradecido el castigo, sabedor de que le espera después una confortable comida. Como se ve, se trata de una fábula que habla del hombre, de las asperezas y la alegría de la libertad frente a las comodidades de que disfruta el esclavo voluntario y satisfecho.

Otro cuento, La mayor presa de Ming, de Highsmith, nos habla, aunque en tercera persona, desde el punto de vista de un gato enemistado con la pareja de su ama. El animal acaba provocando la muerte de su humano rival.

Y luego están los de Saki, ese escritor británico tan sabroso. En La filántropa y el gato feliz contrasta la felicidad del gato con la de su dueña (en principio igual a la del animal, pero que luego se revela como aparente incluso ante sí misma). En Tobermory, un invitado a una reunión típicamente inglesa ha descubierto cómo hacer hablar a los animales. Lo muestra con el gato de la anfitriona, que se explaya lanzando indiscreciones sobre los presentes.

No hay espacio para adentrarnos en los gatos que aparecen en la historia del arte, pero sí me gustaría que vieran una figura de Giacometti, el escultor que las hacía alargadas y delgadas, a medio camino entre el ser y la nada. La escultura refleja la agilidad y sutilidad del movimiento de este animal.

Quiero despedirme dejando flotar en la mente del lector el eco de estas sugerentes palabras de Víctor Hugo: “Dios hizo el gato para ofrecer al hombre el placer de acariciar un tigre”.

 

JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA





lunes, 27 de marzo de 2023

Mariposas

Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 27 de marzo de 2023. 


MARIPOSAS

 

         El cuento es conocido. Chuang Tzu sueña que es una mariposa y al despertar se pregunta si realmente ha ocurrido eso o más bien no es una mariposa que está soñando ahora que es Chuang Tzu. La historia nos deja meditando sobre la verosimilitud del mundo de los sueños, su apariencia de realidad, pues plantea dos situaciones (una real, otra onírica) completamente simétricas y en principio indistinguibles. Un occidental se acordará del argumento del sueño que usa Descartes para poner en tela de juicio la realidad del mundo más allá de la mente. ¿Cómo demostrar que este momento en el que usted, lector, pasa la vista por estas líneas, en papel o en la pantalla, no es un momento de un sueño que está usted teniendo, y no existe ni el papel ni la pantalla ni un Juan Fernando que haya escrito nunca este artículo que su mente está inventando? Y, en ese caso, ¿quién es usted, el soñador, realmente? Pero no sigamos por ahí y volvamos a la mariposa.

         La mariposa como símbolo del alma se da en distintas civilizaciones. En la nuestra se cuenta que la noche de las ánimas (del 1 al 2 de noviembre), estas se manifiestan a los vivos en forma de mariposas. Podemos ver el mismo símbolo en ciertas poblaciones turcas del Asia central, en el Congo, entre los aztecas o en Roma, a la que pertenece el mosaico pompeyano Memento mori, donde aparece una mariposa junto a una calavera significando el alma y su inmortalidad frente a la corrupción del cuerpo. También podemos ver esta correspondencia en la imagen de la mariposa y la llama, que puede referirse al amor o, como en el estupendo soneto de Góngora Mariposa, no sólo no cobarde…, a la corte. La primera es atraída por la segunda.

         Podemos recorrer la historia de la pintura buscando esta relación entre el alma y la mariposa. Pero ese animal también ha significado, en las naturalezas muertas y en escenas de género, la fragilidad de la condición humana, la fugacidad de la existencia y de sus placeres. Ambas cosas no son incompatibles, como podría ser que ocurriera en el cuadro de Jan van Hemessen, conocido como Vanitas, donde alguien con alas de mariposa sostiene un espejo en el que se refleja una calavera.   

Sin embargo, lo que evoca la mariposa en nuestros días no es ni el alma ni el sic transit gloria mundi, sino la sutilidad. Todo a raíz de un cuento de Bradbury, titulado El ruido de un trueno. En él se cuenta un viaje al pasado, al tiempo de los dinosaurios. El protagonista, Eckels, se dispone a hacer un safari y cazar un Tyrannosaurus rex. La empresa organizadora se encarga de que los viajeros no cambien nada de ese mundo pretérito, porque cualquier alteración, por mínima que fuera, podría desencadenar grandes cambios en el futuro. El animal que van a matar está marcado porque previamente han visto que iba a morir inminentemente, con lo que su caza no afectará a los sucesos que ocurrieron. Sin embargo, Eckels comete una imprudencia saliéndose del Sendero y pisando una mariposa, algo que descubrirá al verla en el barro de sus botas una vez de vuelta al presente. Un presente que, como puede suponerse, ya no es el mismo.

         Bradbury publicó su cuento en 1952. Años más tarde, el matemático y meteorólogo Edward Lorenz se preguntaba si el aleteo de una mariposa en Brasil puede dar lugar a un tornado en Texas. Hoy se ha popularizado “el efecto mariposa”, un concepto de la teoría del caos por el cual en determinados sistemas una pequeña perturbación inicial puede generar un efecto notable con el tiempo. 

         En un mundo hiperconectado como el nuestro, la mariposa, como vemos, ha venido a ser fuente de inseguridad. Tiempos inseguros los nuestros. Cualquier evento en un punto lejano del planeta parece ser capaz de influir en nuestra vida cotidiana, como comprobamos hace justamente tres años.

Aleteando a lo largo de la historia, como alma, como símbolo de la belleza efímera, como lo sutil que desencadena imprevisibles y remotas consecuencias, la mariposa nos ha acompañado y, como en estos días de primavera, fascinado.

 

JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA




martes, 28 de febrero de 2023

Tortugas

Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 27 de febrero de 2023.


TORTUGAS


        París, mayo de 2006. En la cola del Museo Picasso, delante de mí, un estudiante de francés hablaba con otro y le decía, jugando con las palabras del idioma que aprendía: “la torture de la tortue”, “la tortura de la tortuga”. Me hizo gracia la expresión y hoy que quiero hablar de tortugas ha venido, espontánea, a mi mente a darme el pie de este artículo. Podría aplicársele a aquella de Des Esseintes, el protagonista de A contrapelo, la novela de Huysmann. El dandi la bañó en oro y la tachonó de piedras preciosas; la pobre tortuga murió bajo el peso de tamaño lujo. El personaje estaba inspirado en el conde de Montesquiou, famoso en el París de finales del XIX. ¿Tenía el conde alguna tortuga así? Hay quien dice que lo único que tenía era un caparazón cubierto de pintura de oro. Y hay quien dice que todo es un invento de una poetisa. ¿Recuerdan ustedes el último artículo, en el que hablamos sobre loros y mencionamos El loro de Flaubert, el libro de Julian Barnes? Pues esta información sobre la tortuga procede de otro libro suyo, El hombre de la bata roja, dedicado a Samuel Jean Pozzi (otro dandi, pionero de la ginecología y cirujano y traductor de Darwin al francés) y al mundo de la Belle Époque.

        Asociamos las tortugas con la lentitud. En un viejo tratado de alegorías y emblemas se lee: “Según los antiguos iconologistas, se podrá representar la Lentitud por medio de una mujer sentada sobre una tortuga y coronada con hojas de morera. Sabido es que la tortuga es el símbolo de la lentitud, y la morera el más tardío de los frutales”. Por eso Zenón de Elea escogió este animal para demostrar que no existe el movimiento. Decía que si el veloz Aquiles le daba ventaja a una tortuga, nunca la alcanzaría, porque cuando llegara al punto en el que ella estaba, ella estaría algo más adelante. Cuando Aquiles llegara a este nuevo punto, la tortuga habría avanzado otro poco. Cada vez estaría más cerca, pero jamás la alcanzaría. Como era de suponer, Borges le dedicó un texto a esta paradoja. Con ella la tortuga se convirtió, junto con la paloma de Kant, en uno de los animales más citados de la historia de la filosofía.

        En la de la biología las más famosas son las tortugas gigantes de las islas Galápagos, que inspiraron a Darwin (segunda vez que nos sale en este artículo donde las referencias se cruzan) su teoría de la evolución. Se dice que el naturalista, aficionado a probar todo tipo de animales, se comió unas cuarenta y ocho. Una que sobrevivió a su zoofagia murió en un zoo el mismo año en que yo en París oía la frase con la que he empezado este artículo. Tenía 176 años, muchos menos de los 250 aproximadamente de la tortuga Addyaita (“Incomparable” en bengalí), que murió en el zoo de Calcuta en el, oh casualidad, mismo año, 2006.  

        En la historia del teatro, tal vez la más conocida sea la que mató a Esquilo, el autor de tragedias griego. Le voy a dar la palabra a Eliano, que lo cuenta con brevedad: “Las águilas cogen a las tortugas terrestres, las tiran, después, desde lo alto contra las rocas y, quebrantando así la concha, extraen la carne y se la comen. Según tengo entendido, así perdió la vida Esquilo de Eleusis, autor de tragedias. En efecto, Esquilo estaba sentado en una roca, meditando, supongo yo, y escribiendo según su costumbre. No tenía un pelo en la cabeza: era calvo. Convencida un águila de que su cabeza era una roca, dejó caer sobre ésta la tortuga que sujetaba. El proyectil alcanzó a dicho poeta y lo mató”. Pero los caparazones también han servido de protección. Plinio cuenta que en el mar Índico había unas tortugas tan grandes que con la concha de una sola se hacía el techo de una choza. Además, se navegaba en ellas usándolas como barcas.

        Vivimos tiempos de velocidad. Por tanto, tiempos de olvido. Puede que nuestro mundo corra tanto para olvidarse de sí mismo (no debe de tener un buen concepto de sí). Buscar la lentitud, la ociosidad (que no es la desocupación: el desocupado se aburre, el ocioso no), es hoy un acto de rebeldía. Reivindiquemos a la tortuga.

 

JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA



lunes, 30 de enero de 2023

Loros

 Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 30 de enero de 2023.


LOROS

 

         Hay libros que, en vez de ser mirados por nosotros, parecen mirarnos. De igual modo que a veces volvemos la cabeza al sentirnos observados y advertimos dos ojos que reaccionan con incómoda sorpresa, descubrimos ciertos libros con la sensación de que ellos nos descubrieron primero. En el estanco-librería de mi pueblo, en los años ochenta de mi adolescencia, notaba cómo se fijaba en mí un ejemplar de El loro de Flaubert, de Julian Barnes. Aunque debo gran parte de mis lecturas de entonces a ese entrañable local, por algún motivo nunca me decidí a comprar ese libro, si bien creo que adivinaba que en algún momento de mi vida acabaría leyéndolo.

         Pasaron los años, que trajeron lecturas de Flaubert y del propio Barnes (al que conocía por ese texto que nunca había leído) y, un verano, lo abrí en un dispositivo electrónico y por fin supe de qué trataban esas páginas que me habían echado el ojo hacía más de treinta años. Como siempre que leo libros electrónicos acabo con la sensación de haber pasado de puntillas por ellos y de que el inevitable olvido será más rápido y devastador que si lo hubiera leído en papel, y como no quería que eso ocurriera esta vez, lo compré y releí impreso y mientras escribo esto me mira desde un estante de mi biblioteca.

         Barnes indaga en la vida y obra de Flaubert y, como el tema musical de un compositor, aparece a lo largo de las páginas la figura de un loro disecado que el escritor tuvo sobre su mesa mientras escribía Un coeur simple, cuento en el que hay un loro llamado Loulou. Dos museos dicen poseer aquella misma ave disecada.

Como en la vida, en la literatura las cosas y los animales son más que las cosas y los animales: son referencias, asociaciones, indicios, recuerdos, esperanzas, guiños. El loro del cuento flaubertiano cumple un papel esencial. Otros loros literarios me vienen a la memoria. El de Gómez de la Serna, por ejemplo, quien en algún sitio cuenta que había uno, colgado a la puerta de una taberna, que gritaba a todo el que salía: «¿Has pagado?». O el de El rapto de las Sabinas, una de las novelas de García Pavón protagonizadas por Plinio, ese jefe de la policía municipal de Tomelloso que mezcla de un modo sorprendente y eficaz la perspicacia del detective clásico y la idiosincrasia manchega. Aparece ahí un loro muerto, de cuerpo presente porque mucha gente acudía a la casa a despedirse de él. El animal ya decía cuando la guerra de Cuba: “Yanqui jodío, yanqui jodío, rrrrrrrrrr” (luego en la guerra civil se pasó tres años gritando “¡Mueran los fachas!” hasta que el 39 tuvieron que quitarlo de la ventana y no volvió hasta que aprendió a decir “Nacionales valientes y rojillos sirvengüenzas”). Incluso un vecino sostenía que ya vivía cuando la ocupación francesa.

         Aparecen aquí, además de la de repetir, otras dos facultades características de la historia literaria de los loros: su longevidad y su memoria para retener dichos que, debido a aquella, se remontan a veces a muchos lustros atrás. García Márquez habla de un loro de cien años que cantaba canciones de la guerra de la independencia (esta vez americana). Y Chateaubriand, en sus Memorias de Ultratumba, de pueblos del Orinoco en su época ya inexistentes, de cuyo dialecto solo quedaba un puñado de palabras repetidas por papagayos que ahora vivían, libres, en la copa de los árboles.

         Y nos queda decir algo sobre la imagen del loro como repetidor, como eco de la voz auténtica. Escribe Montaigne: “Sabemos decir: Así dice Cicerón; he aquí las costumbres de Platón; son las propias palabras de Aristóteles. Mas y nosotros, ¿qué decimos nosotros? ¿Qué opinamos? ¿Qué hacemos? Lo mismo diría un loro”. Y a continuación habla de un rico romano que había comprado una serie de hombres entendidos en distintas ciencias y que, cuando estaba con sus amigos y le tocaba hablar, uno de estos, el relacionado con la materia de que se tratara, le proporcionaba el discurso o el verso que viniera a cuento. En un mundo donde todo el conocimiento está a mano y basta darle a una tecla para acceder a él, conviene tener en cuenta la advertencia.

 

Juan Fernando Valenzuela Magaña