lunes, 8 de noviembre de 2021

Tengo un amigo (I)

Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 8 de noviembre de 2021. 

TENGO UN AMIGO (I)

 

         Tengo un amigo con una suerte insólita. Tanta suerte tiene que está aterrado.

Al principio, ya de niño, se beneficiaba de ella sin límite y sin sorpresa, como si fuera parte de su constitución, como su nariz, su buena salud o su habilidad con el balón. Sabía que el apartado del tema que dejara sin estudiar no sería preguntado en el examen y que en el sobre que eligiera en la tienda estaría el futbolista que completaría su álbum. En su adolescencia, aunque acostumbrado a esa suerte, empezó a sentirse perplejo, sobre todo cuando, por juego y por conocerse mejor, la tentaba realizando algún desastre y diciéndole: A ver ahora cómo arreglas esto. Invariable e inopinadamente, con giro inesperado pese a creer haber agotado en su imaginación todas las posibilidades, su suerte no sólo se las arreglaba para evitarle el castigo, sino que lograba que él saliera recompensado. 

         En su juventud se preguntó si era merecedor de esa suerte. Veía gente más valiosa que él, o más trabajadora, o más constante, a la que nada garantizaba el éxito de sus esfuerzos. Quizá, pensó, era su suerte una injusticia. Aunque el entusiasmo lo ponía en sus estudios, que compartía conmigo, sobre la historia y la literatura griegas, superó sin dificultad y con buenas notas la carrera de Derecho, lo que le llevó a presentarse, con una confianza fruto no de su vanidad sino del reconocimiento —no ausente de resignación— de su destino, a las oposiciones de Notaría, que —se habrá adivinado— aprobó a la primera, pese a su ausencia de vocación y a su moderada apatía.

         Fue al cumplir los treinta cuando empezó a sentir miedo de su suerte. Una tarde de otoño noté que quería decirme algo. Paseábamos después de tomar un café y busqué el modo de abrir paso a la confesión retenida. Entonces me contó la historia de Polícrates, el tirano de Samos, como él marcado por el éxito y por una suerte inusitada. Amasis, rey de Egipto y amigo suyo, supo ver la espalda de tanto triunfo y le escribió que “antes que tener éxito en todo tipo de empresas, personalmente preferiría que, tanto yo como las personas que me interesan, triunfáramos en algunas, pero que fracasásemos también en otras, pasando así la vida en suerte alternativa. Porque aún no he oído hablar de nadie que, pese a triunfar en todo, a la postre no haya acabado desgraciadamente sus días, víctima de una radical desdicha.” Las comillas que estampo en este texto las abrió y cerró él, citando lo que tantas veces había leído a lo largo de los años.

Amasis le aconsejó, para contrarrestar sus triunfos, que pensara en algo sumamente estimado por él y se deshiciera de ello. Polícrates siguió su consejo y, para conjurar su suerte, arrojó al mar un valioso sello, al que tenía gran cariño. Poco después un pescador acudió con un enorme y suculento pez más digno del tirano que del mercado. Cuando se lo estaban preparando, descubrieron dentro de él la alhaja, que volvió así a las manos de Polícrates. Este interpretó lo sucedido como obra de la providencia. Envió una carta a Amasis, quien, para evitarse el dolor que le produciría la desgracia que se cernía sobre su amigo, canceló el vínculo de hospitalidad con él.

Como podemos prever por la tonalidad de la historia, ésta termina mal para Polícrates. Tanto que su narrador, Heródoto, no se atreve a decir cómo lo hizo matar Oretes en Magnesia (“en conciencia, no puede ni contarse”). Hay quien aventura que fue desollado en vida. Heródoto sí relata que luego fue crucificado.

         Intenté argumentar que esta idea provenía del pensamiento de que los dioses eran envidiosos, lo que no era sino un resto primitivo que persistía en Heródoto. Pero mi amigo sentía su destino unido de algún modo al de Polícrates. Presentía que su desmedida suerte era un desafío, una provocación, que convocaba una desgracia que lo doblegaría para siempre. Desde entonces mi amigo vive en el terror más absoluto, esperando y temiendo que por fin sobrevenga el castigo por tanta recompensa.

 

JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA