miércoles, 8 de diciembre de 2021

Citas

Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 6 de diciembre de 2021.


CITAS

            Me pregunto si no es contradictoria la definición de repetición, pues la acción de volver a hacer lo ya hecho o volver a decir lo ya dicho es sencillamente imposible. Hacer o decir algo una segunda vez (o tercera, o cuarta) es ya hacer o decir algo distinto a lo que se hizo o dijo la primera vez (o la segunda, o la tercera), pues el turno de acción o de dicción es parte de la misma. La primera vez que alguien dijo “Nada nuevo bajo el sol” iluminó una parte desconocida del mundo, abrió una puerta, desveló un secreto. Cuando se repitió esa sentencia lo que se decía tenía ya otro aspecto: el de un recordatorio, o el del apoyo en una autoridad, o el del placer de recordar las palabras de otro tiempo. No era, por tanto, una pura repetición, sino una modificación de lo dicho. Y así todo. Y así siempre.

            Decía Leibniz que si dos cosas son idénticas, son la misma cosa. Precisamente por ello es imposible la repetición, porque se pretende que dos cosas idénticas no sean la misma cosa, venga una delante y otra detrás, sea hecha una primero y otra después, se pronuncie una en un momento y otra en un momento posterior. Pero entonces es verdad que no son la misma cosa, como también es verdad que no son idénticas. Ortega gustaba de repetir aquello de “Duo si idem dicunt non est idem”, “Si dos dicen lo mismo, no es lo mismo”. Como se aprecia, en este apotegma la repetición la hace una persona distinta, pero desde el comienzo de este artículo estoy pensando tanto en esa clase de repetición como en aquella que es cometida por una misma persona. Tanto da. Hablando de este asunto y de Ortega, me vienen defectuosamente a la memoria unas palabras suyas en las que decía, más o menos, que quien primero enuncia una idea es un genio, el segundo un imitador y el tercero alguien que echa mano de lugares comunes. He dedicado sin éxito unos buenos minutos a buscar la línea exacta. Y aquí nos topamos con una figura de la escritura que consiste en la precisa repetición de lo ya escrito: la cita. En ella puede verse ejemplarmente la imposibilidad de repetir algo.

La voluntad de iteración que porta la cita se manifiesta tipográficamente en el uso de cursivas o comillas. Sin embargo, como esa misma tipografía indica, la primera diferencia es ya el contexto. Hemos extraído unas palabras de un sitio y las hemos colocado en otro, lo que cambia su aspecto. Por otro lado, esa cita no solo expresa la idea de que se trate, sino que lleva adherido un sentido completamente ausente de su primigenia aparición. Así, el escritor puede haber estampado la cita para exhibir su conocimiento, como el fortachón muestra sus bíceps. O para demostrar solvencia en el asunto del que trata y ganarse la confianza del lector. O para apoyarse en una autoridad y dar más peso a su argumento. O para mostrar lo cercano que se siente de cierta tradición de la que se reivindica heredero (dime a quién citas y te diré qué escritor eres). O, por el contrario, para usarla como arma arrojadiza contra un enemigo (cito lo que dijiste entonces, avergüénzate ahora que dices lo opuesto). O para ocultar la inexistencia de ideas propias (si hay que escribir sobre la felicidad, puedo llenar páginas y páginas con las ideas de otros para no tener que pronunciarme sobre ella). O como recurso literario (jugando con ellas como Vila-Matas, en cuya novela Esta bruma insensata aparece “un artista citador” que suministra citas a un famoso y oculto autor que, además, es su hermano). O seleccionándolas y colocándolas de modo que iluminen la época de donde surgieron (así Walter Benjamin, que aplicó su pasión de coleccionista no solo a los libros, sino también a las citas).

Decía Montaigne, otro coleccionista de citas, que “No hacemos sino glosarnos los unos a los otros” y La Bruyère (vuelvo a citar) que “Todo ha sido dicho, y llegamos demasiado tarde, después de siete mil años de hombres pensantes”. Eso es verdad, pero incluso esas palabras, cada vez que se dicen, dependiendo de la época y la persona que las enuncia, llevan siempre algo nuevo. “Non nova, sed nove”. No cosas nuevas, sino de un modo nuevo.

            Juan Fernando Valenzuela Magaña





lunes, 8 de noviembre de 2021

Tengo un amigo (I)

Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 8 de noviembre de 2021. 

TENGO UN AMIGO (I)

 

         Tengo un amigo con una suerte insólita. Tanta suerte tiene que está aterrado.

Al principio, ya de niño, se beneficiaba de ella sin límite y sin sorpresa, como si fuera parte de su constitución, como su nariz, su buena salud o su habilidad con el balón. Sabía que el apartado del tema que dejara sin estudiar no sería preguntado en el examen y que en el sobre que eligiera en la tienda estaría el futbolista que completaría su álbum. En su adolescencia, aunque acostumbrado a esa suerte, empezó a sentirse perplejo, sobre todo cuando, por juego y por conocerse mejor, la tentaba realizando algún desastre y diciéndole: A ver ahora cómo arreglas esto. Invariable e inopinadamente, con giro inesperado pese a creer haber agotado en su imaginación todas las posibilidades, su suerte no sólo se las arreglaba para evitarle el castigo, sino que lograba que él saliera recompensado. 

         En su juventud se preguntó si era merecedor de esa suerte. Veía gente más valiosa que él, o más trabajadora, o más constante, a la que nada garantizaba el éxito de sus esfuerzos. Quizá, pensó, era su suerte una injusticia. Aunque el entusiasmo lo ponía en sus estudios, que compartía conmigo, sobre la historia y la literatura griegas, superó sin dificultad y con buenas notas la carrera de Derecho, lo que le llevó a presentarse, con una confianza fruto no de su vanidad sino del reconocimiento —no ausente de resignación— de su destino, a las oposiciones de Notaría, que —se habrá adivinado— aprobó a la primera, pese a su ausencia de vocación y a su moderada apatía.

         Fue al cumplir los treinta cuando empezó a sentir miedo de su suerte. Una tarde de otoño noté que quería decirme algo. Paseábamos después de tomar un café y busqué el modo de abrir paso a la confesión retenida. Entonces me contó la historia de Polícrates, el tirano de Samos, como él marcado por el éxito y por una suerte inusitada. Amasis, rey de Egipto y amigo suyo, supo ver la espalda de tanto triunfo y le escribió que “antes que tener éxito en todo tipo de empresas, personalmente preferiría que, tanto yo como las personas que me interesan, triunfáramos en algunas, pero que fracasásemos también en otras, pasando así la vida en suerte alternativa. Porque aún no he oído hablar de nadie que, pese a triunfar en todo, a la postre no haya acabado desgraciadamente sus días, víctima de una radical desdicha.” Las comillas que estampo en este texto las abrió y cerró él, citando lo que tantas veces había leído a lo largo de los años.

Amasis le aconsejó, para contrarrestar sus triunfos, que pensara en algo sumamente estimado por él y se deshiciera de ello. Polícrates siguió su consejo y, para conjurar su suerte, arrojó al mar un valioso sello, al que tenía gran cariño. Poco después un pescador acudió con un enorme y suculento pez más digno del tirano que del mercado. Cuando se lo estaban preparando, descubrieron dentro de él la alhaja, que volvió así a las manos de Polícrates. Este interpretó lo sucedido como obra de la providencia. Envió una carta a Amasis, quien, para evitarse el dolor que le produciría la desgracia que se cernía sobre su amigo, canceló el vínculo de hospitalidad con él.

Como podemos prever por la tonalidad de la historia, ésta termina mal para Polícrates. Tanto que su narrador, Heródoto, no se atreve a decir cómo lo hizo matar Oretes en Magnesia (“en conciencia, no puede ni contarse”). Hay quien aventura que fue desollado en vida. Heródoto sí relata que luego fue crucificado.

         Intenté argumentar que esta idea provenía del pensamiento de que los dioses eran envidiosos, lo que no era sino un resto primitivo que persistía en Heródoto. Pero mi amigo sentía su destino unido de algún modo al de Polícrates. Presentía que su desmedida suerte era un desafío, una provocación, que convocaba una desgracia que lo doblegaría para siempre. Desde entonces mi amigo vive en el terror más absoluto, esperando y temiendo que por fin sobrevenga el castigo por tanta recompensa.

 

JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA




martes, 12 de octubre de 2021

La calumnia

 Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 11 de octubre de 2021.



LA CALUMNIA

        

         “Alguien debía de haber calumniado a Josef K., porque, sin haber hecho nada malo, fue detenido una mañana”. Con una posible calumnia comienza, es sabido, la novela de Kafka El proceso. Una calumnia puede, pues, originar una detención, pues además de la acepción de “acusación falsa que busca causar daño” está la jurídica de “imputación de un delito sabiendo que es falso”. Incluso puede acabar en una condena a muerte. Se cuenta que Apeles, el pintor griego, había sido encarcelado por las falsas acusaciones de un rival y hubiera muerto de no descubrirse la verdad. Apeles pintó entonces un cuadro llamado La calumnia, en el que exponía su propia situación. Boticelli recreó ese cuadro en La calumnia de Apeles en 1495. Si lo buscan un momento en internet, verán una joya de la simbología. Midas, asesorado por la Sospecha y la Ignorancia, es el poco fiable juez. Delante de Midas está la Envidia, que los griegos personificaban de modo masculino, quien coge con su mano a la Calumnia. Esta tiene un rostro sereno. Su mano izquierda porta un hachón que llamea y la derecha arrastra por el pelo a un difamado, semidesnudo e implorante. La Astucia y la Perfidia se ocupan de la cabellera de la Calumnia. A la izquierda del cuadro, se encuentran el Arrepentimiento y la Verdad, también casi desnuda y apuntando con el dedo índice al cielo, en una posición que recuerda al Platón de la Academia de Rafael.

Así que la calumnia no es algo nuevo, fruto de las redes sociales. Ayudada por la necedad, acompañada por la maldad, llevada por la envidia, es un modo de la mentira que busca hacer daño a alguien manchando su reputación. Calumniar es denigrar, que significa ennegrecer. Echar mierda sobre la imagen pública de alguien, torcer lo que los demás piensan de uno. Robert Darnton dedica un voluminoso libro a la calumnia en la Francia del siglo XVIII. Figuras como el duque de Orleans o las reinas fueron víctimas de difamatorios libelos, pero quizá nadie sufrió tanto este escarnio como María Antonieta. “La avalancha de difamación que la abrumó entre 1789 y su ejecución, el 16 de octubre de 1793, no tiene paralelo en la historia de la difamación”. Lo peor era que a muchos franceses esas obras les parecían lo suficientemente creíbles. Eso explica por qué las autoridades se tomaban en París tan en serio ese tipo de literatura y gastaban no pocos recursos para evitar que ciertos libelos que atacaban a personajes públicos salieran a la luz. Esas obras se adentraban en el periodismo en cuanto que ofrecían relatos periodísticos de sucesos, a la vez que embarraban la imagen de algunas personas. Del mismo modo, cierto periodismo puede adentrarse en el libelo, como vemos en El honor perdido de Katharine Blum, la novela de Böll en la que el PERIÓDICO tergiversa declaraciones e inventa mentiras sobre la protagonista a raíz de un encuentro fortuito de esta con un buscado delincuente. Un ejemplo. Cuando el periodista logra entrar en la habitación del hospital donde se encuentra la madre de Katharine y le cuenta los hechos de que acusan a su hija, la señora Blum dice: “¿Por qué tenía que acabar así? ¿Por qué?”. Eso se publicó como “tenía que acabar así”. El periodista justificó el cambio diciendo que él “estaba acostumbrado a «ayudar a expresarse a las personas sencillas»”.

Al igual que esa novela, la película de William Wyler The Children´s Hour, titulada en España La calumnia, subraya las consecuencias desastrosas que puede acarrear un falso e infame rumor. En el contexto de un colegio de niñas regido por dos amigas (interpretadas por Audrey Hepburn y Shirley MacLaine), una niña rencorosa tergiversa las palabras que ha oído de otra alumna y le insinúa a su abuela que las dos amigas son amantes, lo que provoca que el colegio se quede vacío de un día para otro y el consiguiente desastre en las vidas de las maestras.

En el mundo de hoy, la calumnia se mezcla con los bulos que circulan por internet y la novedad parece estar en la velocidad de la propagación. Pero la vergüenza para el difamado es la misma. Vergüenza, precisamente la palabra con la que acaba El proceso.

 

JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA




En el periódico.


miércoles, 4 de agosto de 2021

La vida real

 Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 2 de agosto de 2021.


LA VIDA REAL

 

            A un conocido cómico español le preguntaba una oyente hace poco que si en su vida real era tan divertido como actuando o, por el contrario, se comportaba de modo soso y antipático. El cómico observó que para él lo que estaba haciendo en ese momento, es decir, actuar como humorista en un programa, era también la vida real, y llevó un ejemplo al absurdo para aclarar la cuestión. Imaginemos, decía, que un niño, hablando de otro que saca buenas notas en los exámenes, dice: Sí, a ese se le da bien hacer exámenes, pero ya me gustaría verlo en la vida real; coges un helicóptero, te lo llevas a la selva, lo dejas solo frente a unos cuantos leones, y ya verías tú cómo ahí no se maneja tan bien. Tal vez, concluía el cómico, el mundo de los exámenes merece más ser llamado la vida real de esos niños que ese hipotético enfrentamiento con animales salvajes en un remoto lugar.

            Quizá a todos los profesores nos han dicho alguna vez algo parecido, especialmente a los de Filosofía. Se nos contrapone nuestro universo de problemas metafísicos, reglas lógicas, pensadores griegos o alemanes, clases y comentarios de texto, a la vida real en la que otros trabajos (camareros, camioneros, agentes de seguros, abogados, empresarios) se desenvuelven. Uno tiene la tentación, cómo no, de preguntarse y preguntar qué características ha de tener algo para ser calificado de real, qué es propiamente la realidad y qué lo ficticio, y reavivar las cuestiones del mundo como teatro o la vida como sueño. Pero como estamos en verano y el lector tal vez se encuentre tumbado sobre la arena oyendo una mezcla de voces, olas y música de dudoso gusto, quedémonos en lo cercano, no levantemos el vuelo. ¿Por qué una discusión sobre la primacía de la razón práctica en Kant no es la vida real y sí lo es la disputa sobre la pertinencia de un punto del orden del día en una reunión de vecinos convocada por el administrador de fincas? Doy fe de que lo segundo puede ser algo más enrevesado, onírico, ininteligible o, a lo que vamos, alejado de la realidad, que lo primero.

            Entonces, ¿en qué estriba esa diferencia tan clara aparentemente entre la vida real en la que se mueven esos oficios serios y la vida un poco ilusoria, un poco de juguete, en que se mueven oficios como el de profesor o pianista? Los primeros, dirá alguien, tratan con cosas en las que interviene el dinero. El camarero lo recibe del cliente por la cerveza que pone, el abogado logra que el suyo reciba del banco el dinero que le regateaba, la reunión de vecinos desembocará inevitablemente en un aumento de las cuotas o en la reclamación de pago a un moroso. Pero el criterio es confuso. Por un lado, si vamos a lo que da dinero, un prestigioso director de orquesta o un escritor de éxito pueden reivindicar para su trabajo la etiqueta de “vida real” con más derecho que muchas labores que suponemos inmersas de hoz y coz en ella. Por otro, si lo que se quiere decir es que se trata con dinero (cuotas de los vecinos de una comunidad, créditos que ofrece un trabajador de banco), ni siempre es así (un albañil o un carpintero tratan con materiales) ni podemos excluir lo crematístico de ese mundo fuera del mundo (la enseñanza de la sintaxis puede contribuir a la nómina futura de un alumno que acabe siendo profesor de Lengua).

            Así que desde el punto de vista de la utilidad, tanto el que trabaja en esos oficios que se suponen fuera de la vida real como sus alumnos o clientes, están tan dentro de ella como puedan estarlo un comercial o el ejecutivo de una empresa. Puede, entonces, que sea ese carácter teórico que suelen tener esas labores lo que lleve a interpretarlas como fuera de la vida real, en una tradición que al menos se remonta a Grecia, cuando la joven campesina tracia se reía de Tales de Mileto al caerse este a un pozo por ir mirando al cielo.

Si no resistiéramos la tentación y nos colocáramos en la perspectiva de quién está más cerca de la verdadera realidad entonces deberíamos hacernos la pregunta de si es más real la felicidad o la muerte que la materia de la que está hecha el mundo de un bróker.

 

JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA

lunes, 21 de junio de 2021

Siempre acertar

 Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 21 de junio de 2021.

SIEMPRE ACERTAR

 

Quiero fijarme hoy en un fenómeno en el que seguramente ustedes también hayan reparado. Hay algunas personas — pocas, muy pocas —  con una cualidad especial: digan lo que digan y hagan lo que hagan me parece adecuado, pertinente y cabal. La cosa es llamativamente extraña, porque es mucho lo que uno dice y hace y nadie hay tan perfecto que acierte siempre. Quiero aclarar que esas personas de las que hablo tienen esa peculiaridad para mí, de manera que para otras personas pueden resultar totalmente normales, dándose también la situación inversa. Eso no significa que el fenómeno sea subjetivo, pero sí que no todos estamos en la misma disposición para detectarlo en la misma gente. Piensen un momento si hay en sus vidas alguien así, alguien del que sepan de antemano (de un modo a priori, en el más puro sentido kantiano) que cuanto va a decir sobre cualquier asunto será inteligente, oportuno, sagaz. ¿Y no es sumamente raro que así sea? ¿Qué poder vemos en ellos que no vemos en los demás, por sabios que sean o preparados que estén?

         He hecho referencia al a priori kantiano, y tal vez esa sea la idea que pueda iluminar este fenómeno. Que algo sea a priori quiere decir que es independiente de la experiencia, de nuestro mundo de los sentidos, que no necesito mirar nada para saber que me lo voy a encontrar. Si digo que un triángulo tiene tres lados, ¿necesitaré mirar todos los triángulos habidos y por haber para saber si estoy en lo cierto? Obviamente no. Si dibujas un triángulo y lo tapas con la mano, antes de que la levantes yo sabré, y no me equivocaré, que tiene tres lados. Podrás hacer miles de triángulos, antes de enseñármelos yo sabré que todos y cada uno poseen tres lados. Lo sé a priori.

¿Qué ocurre con las personas de las que estoy hablando para que, antes de que digan nada, sepa ya que acertarán? Como es imposible que nunca se equivoquen, su acierto no debe provenir del contenido sino de otro sitio. Y aquí está el quid de la cuestión. Lo que dicen (y lo que hacen) lo dicen desde sí. Nace de una manera de ser, de un carácter, que nos parece admirable. Adviértase que estamos ante dos aspectos distintos que se dan unidos en esas personas: un modo de ser excelente y el logro de expresar ese modo de ser en cuanto dicen y hacen. Eso explica por qué sabemos de antemano ante una de esas personas que no fallará. Aun errando en sus apreciaciones, las hará desde sí, y es justamente ese sí mismo el que nos maravilla. Como ese sí mismo está en toda su actuación, siempre nos parecerá, haga lo que haga, asombrosamente prudente. Este enfoque también permite entender el que, al ver la misma opinión en otra persona, no nos cause el efecto. Ortega gustaba de repetir aquello de Duo si idem dicunt, non est idem, es decir, si dos dicen lo mismo, no es lo mismo. Y así es. La misma cosa dicha por otro no lleva consigo el sí mismo (que se manifiesta en la entonación, en el gesto, en la coherencia con otras cosas dichas anteriormente) de la persona que nos atrapó por su sensatez. Por eso no es lo mismo, y lo que en uno nos parecerá oportuno en otro puede ser absurdo.

         La parresia, que etimológicamente significa “decirlo todo”, se aplicaba en la filosofía grecorromana a la capacidad que tiene el maestro de mostrar el curso de sus pensamientos, exponiéndolo con naturalidad (el discípulo, por el contrario, ha de saber callar: recuerden el texto de Plutarco Sobre cómo se debe escuchar). Un ejemplo de ello lo tenemos en las notas que publica Arriano de las disertaciones de Epicteto, en las que intenta captar el carácter conversacional de su discurso, intentando llegar al alma del lector con la fuerza con que su maestro llegaba a la de sus oyentes. Y es que es la conversación la que conviene a esta manera de decir, que se apoya en el kairos, el momento oportuno. Lo que nos abre a una relación de amistad entre el que tiene parresia y el que la recibe. Por eso la virtud de las personas objeto de este artículo destaca especialmente en la conversación, un arte propio de la amistad.  

JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA




lunes, 10 de mayo de 2021

Tunear a Kant

 Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 1 de febrero de 2021.


TUNEAR A KANT

           

Como esta pandemia y las medidas para combartirla ponen de manifiesto, nos acostumbramos con facilidad a algo (al menos a su existencia) con tal de que sea real. Nada nos parece descabellado si vemos que existe. Podremos considerarlo inesperado, imprevisible, inédito, pero no ilusorio, salvo en contados estados de ánimo que, por otra parte, pueden darse sin necesidad de que ocurra nada extraordinario (son esos momentos metafísicos en que uno se queda mirando un entorno que se cubre de una pátina de irrealidad). El mundo en el que desde hace años vivimos es, por supuesto, muy distinto a aquel en el que la gente de mi generación (nacidos en torno al 70), y no digamos la de nuestros padres, crecimos. Aunque hay un salto notable entre estas dos últimas, considero que lo hay de más enjundia entre mi generación y la siguiente. Un amigo lo expresaba diciendo que nosotros somos del siglo XX. Los de después ya no lo son.

Nos hemos acostumbrado, pues, a este nuevo mundo como a todo lo que es real. Pero eso no impide que nos llamen la atención ciertos elementos de él por la diferencia que introducen. Quiero referirme aquí a uno de ellos, que tiene que ver con la educación en particular o el conocimiento en general.

Hace ya su buen puñado de años, en el contexto de una conversación sobre la enseñanza de la filosofía, alguien dijo que “había que tunear a Kant”. Con esa expresión quería decir que había que explicar al filósofo alemán de un modo distinto, adecuado a los nuevos tiempos. Desde entonces he visto la aplicación de este principio a otros campos, como la música o la arquitectura. ¿En qué consiste este fenómeno? Téngase en cuenta que no hablo de un menor conocimiento por parte de quienes tunean una u otra disciplina. No se trata de esa queja repetida de que “se ha bajado el nivel” y por tanto los que explican al modo nuevo suplen su ignorancia con manejo de las nuevas tecnologías. Se trata más bien de que el acercamiento al saber ha cambiado de actitud. Ha desaparecido una cierta reserva, un punto de contención, una distancia autoimpuesta respecto al objeto del conocimiento. Por supuesto, antes se bromeaba con él, pero esos chistes parecían la vía de escape a la seriedad que el trato con la disciplina imponía al estudiante y al profesor. Hoy, en los casos señalados, la broma es el mismo medio en el que se imparten las clases, que ahora son vídeos de internet de youtubers, insisto, formados. No me atrevo a decir que han perdido el respeto por la materia que comunican, tampoco creo que les falte curiosidad, asombro o pasión. Es el modo, la estructura, la forma que usan, lo llamativo. Pueden estar explicando (con el rostro en primerísimo plano, una peluca carnavalera) la duda metódica, decir continuamente “What a fuck?!” con gestos de fingida alarma y poner el retrato de Descartes, también tuneado, con bigote y gafas y debajo la leyenda “El puto amo”. Ni el profesor más guasón de nuestro instituto se hubiera atrevido a la mitad de eso. La pregunta es: ¿hay algo que estamos perdiendo cuando se explican así las cosas, algo que afecte a las cosas mismas? Al fin y al cabo, cada época ha tenido su modo de interpretar y asimilar la tradición. Y es esta la forma acorde con la personalidad del hombre de hoy: desenfadado, sin reserva, alejado de corsés y academicismos, presto a bajar del pedestal cualquier encumbrado autor o idea. Algo sano hay en esta actitud, algo ligero, desmitificador, pero ¿puede dejar de afectar la forma al fondo? ¿No se presentan ideas y sistemas como si fueran banales ocurrencias, sin que se entrevea la hondura que hay detrás y hacia la que habría que apuntar en una exposición divulgativa? ¿No se ha recurrido a la tradición para desactivar precisamente su sentido de continuidad? ¿No se ha roto con ella imponiendo anacrónicamente esquemas de la actualidad a problemas que se dieron en un contexto cultural muy diferente? Confieso mi perplejidad ante este asunto, aunque no olvido que la interpretación se hace desde mi presente, sí, pero buscando al mismo tiempo entender al otro.

JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA




martes, 2 de marzo de 2021

Reseña en Claves de Razón Práctica

 En el número 273 (Noviembre/Diciembre 2020) de la revista Claves de Razón Práctica, aparece mi reseña del libro Aves del paraíso, de Luisa Etxenike, publicado en la editorial Nocturna.    



                                                



lunes, 1 de febrero de 2021

El no saber

Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 1 de febrero de 2021.


EL NO SABER


             Siempre que la pedagogía al uso habla de que todo lo que el alumno aprende ha de cimentarse en conocimientos previos, mi memoria me entrega una impresión destilada de un puñado de recuerdos. Se trata de lo siguiente. Hubo en mi infancia frases o informaciones que no entendí. Pero, lejos de desvanecerse por ser ininteligibles para mí, permanecieron durante años nítidas en mi memoria, como si el halo de incomprensión que las recubría las protegiera del olvido o el deterioro. Se mantuvieron invariables, enteras y firmes como si esperaran el momento en que su sentido sería, por fin, desvelado. Algo que, en efecto, tarde o temprano ocurría. Se trataba de un no saber misterioso, atravesado por la curiosidad, y que tal vez me enseñó dos cosas: que el conocimiento está vinculado al tiempo y que el no saber es también una forma de conocimiento.

            Es esta una cuestión que desconoce el erudito y que puede servir para diferenciarlo del sabio. El erudito solo conoce un tipo de no saber, la ignorancia de una terra incognita, de una zona más allá de nosotros que pide ser conquistada. El no saber al que yo me refiero, sin embargo, es el de algo que está no fuera, sino dentro de nosotros. Articular ese desconocimiento como la sombra o condición del saber sería una interesante propuesta. Nuestra vida ganaría en riqueza si lográramos una armonía con lo que se nos escapa. Distinguir ese desconocimiento de otros modos de no saber, clasificar estos de la misma forma que existe un catálogo de lo que sabemos, una sistematización de las ciencias, es algo que no se ha hecho todavía.

            En este sentido, los escritores parecen haberse dado cuenta con más claridad que los filósofos de la importancia de salvaguardar un espacio de no conocimiento a la hora de lanzarse a su tarea. En el núcleo del esfuerzo filosófico está la tendencia a no dar nada por supuesto, a no partir de nada que no se haya demostrado o mostrado. Hay quien ha sospechado que esa pretendida ausencia de prejuicios es ya un prejuicio. A quien objete que precisamente fue un filósofo, Sócrates, quien dijo aquello de que solo sabía que no sabía nada, y que por tanto podríamos erigirlo en el rey del no saber, cabría responderle que es justamente ese no saber otro de los que no conviene confundir con el objeto de este artículo. Los novelistas suelen contarnos que mientras escriben hay una parte en su proceso creativo que se les escapa. Todo funciona mejor, dicen, si se mantienen en una cierta ignorancia (de lo que están queriendo expresar, de lo que va a pasar, de la extensión de la obra). Ese desconocimiento es el que alimenta el conocimiento que la novela proporciona.

            Hay un cuadro de Hopper, titulado “Excursión a la filosofía” (1959) en el que se ve a un hombre sentado, camisa, pantalón y zapatos, en un lado de la cama, con un libro abierto abandonado a su derecha, sobre el lecho, y detrás de él, acostada y de espaldas, probablemente durmiendo, una mujer desnuda de cintura para abajo. El hombre dirige sus ojos hacia el suelo, donde se recorta un rectángulo de luz procedente de la ventana, pero parece estar mirando hacia su propio interior. El libro no está dejado de lado con decepción sino porque la tarea última de un libro es empujarnos más allá de él. Tampoco la carne y el amor han decepcionado. Pero ambos conocimientos, el intelectual y el humano, parecen buscar una zona de sombra que, paradójicamente, los ilumine. Es en esa zona en la que se está posando ahora la mirada del hombre. Sin analizarla, sin escarbar en ella, salvaguardándola, pero siendo a la vez consciente de que, como en el suelo del cuadro, ambas zonas, la de luz y la de sombra, se buscan y se necesitan.

            Lo que la existencia de esa franja umbrosa nos dice no es tanto que hay una parte desconocida en nosotros que influye en lo conocido, al modo en que el psicoanálisis nos habla del inconsciente, sino que no por saber algo el enigma está resuelto, que hay ya en el propio conocimiento un irreductible misterio, el misterio que acompaña como sombra lo que existe y lo que sabemos.

 

 

JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA




martes, 5 de enero de 2021

El viejo


Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 4 de enero de 2021.


EL VIEJO

 

Es tan viejo que nos ha visto a todos en la cuna. Ha sido testigo de las correrías infantiles de nuestros padres, mientras requebraba con sus amigos a unas mozas que hace ya veinte, treinta años murieron. También sus amigos están enterrados desde hace tanto tiempo que los veinteañeros no llegaron a conocerlos. Así que es la fiel memoria de este pueblo. Se tiende a pensar que a los viejos les falla, o que recuerdan mejor su infancia que lo que acaban de comer, pero en su caso eso es falso, su memoria está puesta al día. Es lo único que tiene ya, memoria. Apenas puede moverse y la vista y el oído se le han averiado. Por eso su hija lo ha llevado a esa ciudad donde la gente no conoce a quienes viven al otro lado de la pared. ¿Quién habla ahí, hija? Son los vecinos, padre. ¿Es que tienen un hijo adolescente? No lo sé, padre, no les llevo la vida. No se trata de cotilleo, como ella cree, es otra cosa. Es la historia, la memoria. La lucha contra el olvido.

Si siempre quiso vivir en el pueblo no fue por falta de ambiciones o por exceso de comodidad. Fue porque nada le ha procurado nunca más emoción y le ha enseñado más que salir a la calle y conocer a cada una de las personas con las que se cruzaba. No conocerlas por su nombre o su profesión, sino saber de ellas su árbol genealógico, el trenzado de sus relaciones familiares y amistosas, las historias de sus abuelos y cómo se conocieron sus padres. Su memoria en primera persona abarca un siglo, pero sus padres y abuelos y los de sus amigos de la infancia les contaban historias que habían vivido o les habían contado y que llegaban, cada vez más desdibujadas, hasta otro siglo atrás. Tener todo eso en la cabeza hacía del salir a la calle una apasionante aventura llena de hondura y melancolía. No hay sitio donde los muertos estén más vivos que en una comunidad así. Tardan mucho los muertos en morirse de verdad, es decir, en olvidarse, porque la gente que los conoció los sigue viendo en la forma de la nariz de un hijo o un nieto, en el color del pelo de un descendiente, en un gesto o en un rasgo de personalidad, y sigue hablándose de ellos, de lo que hicieron y dijeron, de lo que harían y dirían, como si estuvieran.

Por eso sabe que cuando él muera morirá su segunda muerte mucha gente de la que solo él guarda recuerdo. Personas que solo él ha conocido de entre los vivos. Niños que murieron hace casi un siglo, de garrotillo, de diarrea verde infantil, de un trágico accidente. Padres que no llegaron a conocer a sus hijos hoy octogenarios. Hombres y mujeres que eran ancianos cuando él aprendía a leer.

Cierra los ojos en este pequeño piso de ciudad y recorre mentalmente las calles y las caras del pueblo. Ve la calle Real y a los vecinos que han habitado cada una de las casas desde hace un siglo. Padres, hijos, hijos de hijos; cambios de dueños, muertes trágicas, matrimonios, emigración. Puede pasarse el día con los ojos cerrados y recordando toda su vida, año por año, suceso por suceso, persona por persona.

Nadie quiere ya escuchar las historias de un pobre viejo, batallitas de hace casi un siglo. Y no es por egoísmo por lo que le duele la indiferencia hacia lo que hay en su memoria, sino por ellos, por todos los que viven en ella y en ninguna memoria más. Nombres de gente que no serán ya pronunciados cuando él muera, rostros que nadie describirá, sucesos que explican comportamientos e inquietudes del presente. Manuel, por ejemplo, que muchos años antes de la guerra leía y comentaba los artículos de Ortega y Gasset que aparecían en el periódico. Sin él no se puede entender del todo que el bisnieto de su hermana esté investigando no sé qué en Nueva York. Así es como el viejo ve a la gente cuando se la cruza en su imaginación por las calles, con una hondura que se remonta a veces hasta doscientos años río arriba. Y eso da una sensación vertiginosa del misterio del tiempo, y de la vida y de la muerte, y una inefable e infinita melancolía. Y una especial relación de cercanía con los muertos.

 

JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA

En el periódico.