lunes, 7 de diciembre de 2020

De principios y sueños

   Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 7 de diciembre de 2020.


DE PRINCIPIOS Y SUEÑOS 

Lo que el escritor se juega en el comienzo de una obra no es tanto atrapar al lector con la promesa de una buena intriga como dar con una voz que deseemos que nos siga contando. Una vez seducidos por ella, nuestra disposición será la del sultán de Las mil y una noches hacia Sherezade: queremos seguir oyendo la historia contada de ese modo. Es lo que podríamos llamar el principio que todo principio debería seguir, el principio de los principios. Porque lo que hace el relato sabroso es el cómo y no tanto el qué.

                En el comienzo del Quijote (“En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme”), la ambigüedad que introduce ese recuerdo fallido (el sentido de ese “quiero” es el de “no voy o no llego a acordarme”), supone ya una falibilidad del narrador que hipnotiza. Hay principios muy famosos, como el de Ana Karenina de Tolstoi (“Todas las familias felices se asemejan; cada familia infeliz es infeliz a su modo”) o, en nuestros días, el de Corazón tan blanco, de Javier Marías:” No he querido saber, pero he sabido que una de las niñas, cuando ya no era niña y no hacía mucho que había regresado de su viaje de bodas, entró en el cuarto de baño, se puso frente al espejo, se abrió la blusa, se quitó el sostén y se buscó el corazón con la punta de la pistola de su propio padre, que estaba en el comedor con parte de la familia y tres invitados”.

                En una antología de comienzos aparecerían también dos pertenecientes a Kafka, el de El proceso (“Alguien debía de haber calumniado a Josef K., porque, sin haber hecho nada malo, fue detenido una mañana”) y el de La metamorfosis (“Cuando, una mañana, Gregor Samsa se despertó de unos sueños agitados, se encontró en su cama convertido en un monstruoso bicho”). Llama la atención que, en los dos casos, la historia comienza al despertar. El continuo fluir de los días se rompe en el comienzo de uno de ellos.

                Al hablar de la importancia del principio en el de este artículo, mi intención era precisamente esa, agarrar al lector de la solapa para no soltarlo hasta el final. Pero la cosa se me ha ido de las manos, porque de lo que yo quería hablar era de sueños y todavía no he empezado a hacerlo. Yo quería relacionar ese magistral inicio de La metamorfosis (o La transformación, que es la traducción del título en las Obras Completas de Kafka) con los sueños que estamos teniendo en este periodo de pandemia. En los años treinta la periodista alemana Charlotte Beradt recopiló más de 300 sueños bajo el poder de Hitler. Un ama de casa soñó que había en su cocina un agente de la Gestapo interrogando al horno, que hablaba por la tapa contando los chistes y las ofensas de la familia contra el gobierno. Internet ha permitido a una psicóloga de la Universidad de Harvard recoger más de 10.000 desde finales de marzo. Observen este: la gente había evolucionado y estaba dentro de burbujas invisibles de 3,6 metros de radio que actuaban como campos de fuerza, y no se podía tocar a otra persona hasta la extinción del ser humano. O este otro:”Estoy haciéndome un test de covid-19. Pero es un examen de opciones múltiples y no consigo acertar ninguna respuesta. Me dicen que he suspendido y que tengo la enfermedad”. Deirdre Barrett, que así se llama la psicóloga de Harvard, comenta que, aunque las imágenes suelen ser las mismas en todas las crisis (se sueñan huracanes, terremotos, incendios…), en esta aparecen algunas distintivas, como ataques de bichos o la presencia de monstruos invisibles. Se piensa que además de procesar la información de la vigilia, estos sueños buscan también influir en ella, darnos energía, ayudarnos a cambiar las cosas. 

Era partiendo de la relación entre esas nuevas imágenes oníricas mencionadas con el  “monstruoso bicho” de Kafka como pensaba arrancar este artículo (por cierto, uno se pregunta qué “sueños agitados” eran esos que habían poblado la noche de Gregorio Samsa), pero he tenido que llegar al final para mostrarla. En fin, también se puede hablar de finales memorables, pero esos solo adquieren su sentido cuando se ha leído lo anterior.

 

                Juan Fernando Valenzuela Magaña



sábado, 7 de noviembre de 2020

Y más noticias de Kafka

  Artículo aparecido en el Jaén el sábado, 7 de noviembre de 2020.

 

Y MÁS NOTICIAS DE KAFKA

 

         En los dos artículos anteriores seleccioné noticias curiosas partiendo de una idea expuesta por Kafka en una de sus cartas a Felice (el lector curioso que se incorpora ahora puede consultarlos con facilidad). Los habíamos agrupado en las categorías siguientes: realidad y ficción, discusiones intelectuales con triste final, identidad, detectives y amor. Vimos que no era raro que una noticia compartiera dos o más categorías y precisamente aquella con la que quiero empezar hoy se encuentra en las dos últimas. Amor e indagación policial se dan en ella.

         A principios de este siglo oíamos hablar mucho de matrimonios de conveniencia. Cónsules y jueces se encargaban de impedir que se celebraran descubriendo la impostura mediante hábiles preguntas. Un domingo de octubre de 2006 El País publicaba un pequeño reportaje sobre el asunto. El precio de un cónyuge español, se decía allí, iba de 3000 a 10 000 euros. Un cónsul del norte de África contaba que había muchos casos de hombres que solo hablaban árabe y algo de francés y que solicitaban casarse con una chica que conocía exclusivamente el español. Cuando se les preguntaba por la comunicación solían decir que siempre había a mano un primo o un amigo que hacía de intérprete. Pero una chica fue más lejos y contestó a un canciller: “Nos comunicamos con la mirada y con el corazón”. Así eludían, pienso, como filósofos analíticos, las trampas del lenguaje. En un libro de Jünger tengo yo subrayada esta afirmación: “Los enamorados no necesitan diccionario”.  

         Podemos entrar en otra categoría, la de la muerte, sin abandonar la del amor, porque las dos noticias que traigo ahora pertenecen a ambas. La primera es de noviembre de 2009 en El Imparcial y nos habla de un vietnamita que dormía como perro fiel sobre la tumba de su esposa. Tras meses así, decidió cavar un túnel para seguir haciéndolo con mayor cercanía y protegido de las inclemencias del tiempo. Sus hijos intervinieron y le impidieron sus sueños extravagantes. Una noche desenterró los restos, moldeó la arcilla alrededor de ellos, vistió la figura resultante y se la llevó a su cama, donde durante cinco años durmió con ella. Me ha recordado lo que se dice (pero se dice mal) de la poetisa Carolina Colorado. Se cuenta que embalsamó el cadáver de su marido y lo tenía en una habitación de su palacete. Lo llamaba “el silencioso” y “el hombre de arriba” y hablaba con él contándole sus cuitas.

         Esta misma pertenencia a los títulos de amor y de muerte puede atribuirse a la noticia de El País de 26 de julio de 2008. El pintor francés Jean-Louis Ronzier se casaba a título póstumo con su compañera fallecida cuatro años antes. “Ella hubiera hecho lo mismo en mi lugar. La quiero mucho (obsérvese el tiempo verbal) y las otras mujeres no me interesan”.

         Terminaré con dos informaciones inclasificables y, por ello, más fieles al programa de Kafka con el que empezábamos esta serie de artículos.

En Speyer (Alemania), una mujer escuchaba los problemas personales de un amigo. Este acompañó sus lamentos con alcohol y la charla se convirtió en monólogo  interminable. La mujer protestó sin éxito y acabó llamando a la policía. Cuando los agentes devolvieron al hombre a su casa llevaba ¡treinta horas! hablando sin parar a su amiga.

En Turnhout (Bélgica) un jubilado flamenco lleva nueve años recibiendo pizzas, kebabs o hamburguesas que no ha solicitado. A veces el timbre suena después de medianoche, cuando ya duerme. Muchas son las denuncias que ha puesto contra el enigmático acosador que, usando distintos nombres y correos electrónicos, hace el pedido a diferentes locales a través de la plataforma Takeaway.com, que permite pagar en efectivo en la puerta del cliente. El jubilado, con problemas de corazón, considera que la cosa dura demasiado para ser una broma y no puede dormir por el estrés que la situación le provoca. En la foto que aparece en el artículo su rostro mira a la cámara con hartazgo rebelde, mientras sostiene en las manos una de sus denuncias. “Ni siquiera me gustan las pizzas”, dice.

 

JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA

 


 Leer en el periódico.

 

lunes, 12 de octubre de 2020

Más noticias de Kafka

 Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 12 de octubre de 2020.


MÁS NOTICIAS DE KAFKA

                    

En el último artículo hablamos de noticias curiosas. Solo seleccioné las que aludían al confuso límite entre realidad y ficción y a discusiones intelectuales con inusitadas consecuencias. Eran noticias tan extravagantes que cuesta creerlas, o que antes costaba creerlas, pues ahora parece que el nivel general de credulidad ha aumentado considerablemente. Como se quedaron en el tintero no pocas informaciones recogidas, en papel y virtualmente, a lo largo de los años, voy a dedicar un segundo artículo a este asunto.

         Insisto en que lo llamativo de ellas para mí se debe a la confluencia de dos motivos, ninguno de los cuales es suficiente pero sí necesario. Por un lado, deben ser informaciones singulares, extrañas, chocantes; por otro, deben tocar algún tema que me sea íntimamente cercano. Uno de ellos es el de la identidad. En un recorte de El País que data del 2006, se cuenta cómo la BBC entrevistó en directo a un hombre que había ido a la emisora a pedir trabajo confundiéndolo con un especialista en internet. El productor se equivocó de habitación al ir a recoger al invitado y preguntó al demandante de empleo si era Guy Kewney. Este, llamado Guy Goma, un congoleño que no dominaba perfectamente el inglés, entre los nervios de la entrevista de trabajo a la que acudía y la coincidencia en el nombre de pila, contestó que sí y acabó en el estudio, presentado como un experto en internet. No obstante, tras un instante de pánico, dijo “buenos días” y contestó como pudo a las preguntas de la presentadora.

         En otro recorte del mismo diario (año 2000) se lee el siguiente título: “El muerto que nunca lo fue”. Un técnico informático británico, al ver las imágenes del accidente de trenes ocurrido en la estación londinense de Paddington, pensó que era la oportunidad de desembarazarse de su antiguo yo. Vivía con un nombre falso y llamó a Scotland Yard para decir que temía que en el vagón H (calcinado con todos sus ocupantes dentro) viajara Karl Hackett (este era su verdadero nombre, con el que había sido condenado a un año de cárcel). La jugada pareció haberle salido bien. La meticulosidad de los agentes, sin embargo, que percibieron que algo no encajaba, sacó a la luz el pasado del que el protagonista quería escapar.  

         No es sorprendente que esta noticia la tenga a su vez clasificada en la categoría de las detectivescas, pues cualquier aficionado a la literatura policiaca sabe lo importante que es en ella el tema de la identidad. En este mundillo nada también esta noticia que pesco ahora del diario Sur (junio de 2016). Un tal Martin Duram fue asesinado en presencia de su loro, de nombre Bud, que memorizó parte de la conversación entre asesino y víctima y la repite como lo que es, como un loro. El asesinado apareció junto al cuerpo de su mujer, que, aunque con un disparo en la cabeza, sobrevivió. No dispares, joder, repite Bud, y especialistas en aves creen que reproduce la pelea entre un hombre y una mujer. ¿Asesinó la mujer a su marido y luego intentó suicidarse? El fiscal estaba estudiando la posibilidad de utilizar al loro como testigo del crimen.

         Me ha gustado la imagen surgida en el párrafo anterior: las noticias como pececillos nadando en distintas aguas. En las del amor, los bancos ictícolas son poblados. En abril de 1999 apareció esta noticia. Un pescador (como se ve, la metáfora guía la caña con la que capturo las noticias) halló en el estuario del Támesis una botella con un mensaje de amor escrito 85 años antes por un soldado que iba a Francia a luchar contra los alemanes en la Primera Guerra Mundial. Doce días después moriría en su primer día en las trincheras. Tenía 26 años y se llamaba Thomas Hughes. Su mujer, a la que iba destinado el mensaje, murió cuatro lustros antes del hallazgo del pescador, pero este envió la botella a la hija, que aunque solo tenía dos años recuerda cómo se despidió de ella su padre.

          Me resisto a dejar la caña a un lado. Emplazo, pues, al lector a una continuación de esta continuación. 
JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA



lunes, 17 de agosto de 2020

Las noticias de Kafka

Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 17 de agosto de 2020.

LAS NOTICIAS DE KAFKA

 

         En una carta que Kafka escribe a Felice en noviembre de 1912, en plena redacción de La metamorfosis, el escritor le explica un plan que abriga desde hace tiempo pero que la pereza le ha impedido ejecutar. Se trata de recopilar noticias de periódicos que “por algún motivo me parezcan sorprendentes, que me afecten y resulten a la larga importantes para mí personalmente”. Noticias destinadas literalmente a él solo, “sin que quien juzga desde fuera pueda descubrir el motivo del interés particular”. Kafka reconoce carecer de la perseverancia necesaria para montar una colección de ese tipo solamente para su recreo, pero lo haría con gusto si fuera para Felice, y propone a ella hacer lo propio e intercambiarse esas colecciones de informaciones tan personales, regalándose así el uno al otro un pequeño y personal tesoro.

         Al leer esa carta, me he acordado de viejos recortes de periódico acumulados en polvorientas carpetas y de los más asépticos registros virtuales de noticias recopilados en el escritorio de mi ordenador. Y he pensado en compartir en este artículo, liviano por estival, algunas de esas noticias que parecían, por un motivo u otro, hablarme directamente a mí.

         Mi simpatía por la frontera entre la realidad y la ficción explica que mi imperfecta colección tenga noticias como la del actor de teatro que se cortó el cuello en escena al interpretar el suicidio de Mortimer en María Estuardo de Schiller, en el Burgtheater de Viena. Cuando cayó al suelo, el público reaccionó con un aplauso. Afortunadamente, el actor sobrevivió. Imposible no pensar al leer esto en aquel texto de Kierkegaard: “En un teatro se declaró un incendio en los bastidores. Salió el payaso a dar la noticia al público. Pero éste, creyendo que se trataba de un chiste, aplaudió. Repitió el payaso la noticia y el público aplaudió más aún. Así pienso que perecerá el mundo, bajo el júbilo general de cabezas alegres que creerán que se trata de un chiste”.

         En esta categoría podemos incluir aquel titular de febrero de 2013 que rezaba: “Paralizado un rodaje al detener un ciudadano a un ladrón ficticio en Ceuta”. El transeúnte vio cómo unos policías locales perseguían sin éxito a un ladrón y se lanzó sobre este tirándolo al suelo.

         También en cierto modo caen bajo este marchamo de confusión entre realidad y ficción aquellos casos en los que valiosas obras de arte son confundidas con cosas cotidianas. El ABC notificaba en agosto de 2004 que una señora de la limpieza de la Tate Britain había echado al contenedor parte de una obra de arte que consistía en una bolsa de basura. La composición completa pretendía mostrar la finitud del arte, destinado a destruirse. En ese sentido, la limpiadora podría haber reclamado su papel decisivo y culminador de la parte de la obra de la que se hizo cargo, y exigir que su nombre constara junto al del artista alemán (Gustav Metzger). ¿No era un objetivo vanguardista disolver el arte en la vida?

         Podría seguir con noticias de este jaez un buen rato, pero la levedad veraniega exige dar la espalda a la exhaustividad y saltar de flor en flor. Así que pasemos a otra clase de informaciones. Las discusiones pueden llegar a ser muy acaloradas, sobre todo si tratan ciertos asuntos y se dan entre rusos. En Rostov del Don un hombre acabó disparando (con una pistola de balas de goma, eso sí) a su contendiente dialéctico, tras haber intercambiado primero argumentos y luego golpes. La disputa versaba sobre Kant. Pese a que El Mundo inscribe la noticia en la sección de Filosofía y no en la de Sucesos, no he logrado encontrar dónde estaba exactamente la diferencia teórica entre los dos tertulianos. Unos meses después, al norte de los Urales, la discusión fue sobre literatura y su consecuencia irreparable. La “única literatura verdadera es la prosa”, dijo la víctima, y su amigo, ebrio también pero paladín de la poesía, lo mató a puñaladas. En ambos casos se saltaron los límites. Una palabra, límite, muy querida precisamente por Kant.

JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA



lunes, 20 de julio de 2020

La mentira


   Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 20 de julio de 2020.


LA MENTIRA

            Quiero partir en este artículo de una experiencia que sospecho común y habitual. Ante ciertas declaraciones, manifestaciones o noticias nos preguntamos: ¿realmente esta persona cree lo que está diciendo? Se nos plantea entonces la siguiente elección: o bien miente descaradamente o bien está  siendo sincero, en cuyo caso no entendemos cómo ha podido llegar a creer semejante dislate. Aunque podría haber una tercera opción, un cierto autoengaño que situaría al sujeto a caballo entre la sinceridad y la falsedad.
            Si bien últimamente se habla mucho de la mentira, el asunto, por supuesto, no es nuevo. En el mundo griego tenemos a Epiménides, aquel cretense que decía que todos los cretenses mienten, provocando una paradoja que obsesionó al poeta Filetas de Cos hasta el punto de llevarlo a la muerte. Platón advertía en Hipias menor que el sabio estaba en mejores condiciones para mentir que el ignorante, pues este podía, aun intentando mentir, decir la verdad sin querer. San Agustín, siglos después, sostenía que se puede mentir diciendo la verdad y ser veraz diciendo algo falso. El mentiroso no lo es por sostener algo erróneo, sino por no creer en lo que está diciendo. Si yo digo que dos y dos son cuatro, pero creo que son cinco, estoy mintiendo. Si digo que un triángulo tiene cuatro lados y realmente lo creo, estoy siendo veraz y no se me puede acusar de mentiroso, aunque sí de estar equivocado. La mentira, por tanto, tiene que ver con quien dice y no tanto con lo que dice.
            La cuestión de si se debe mentir en ciertas ocasiones (por ejemplo, para no perjudicar a alguien) aparece también en San Agustín, y sería objeto de una famosa polémica entre el filósofo Kant y el escritor Constant a finales del siglo XVIII. Mientras que Kant era partidario de no admitir excepción alguna al deber de decir la verdad, Constant cree que no puede tomarse tal deber de modo absoluto y aislado: ¿y si un asesino nos pregunta si nuestro amigo se ha escondido de él en nuestra casa? Mark Twain hubiera estado de acuerdo con él. En La decadencia del arte de mentir dice que si los niños y los tontos siempre dicen la verdad, entonces los adultos y los sabios nunca la dicen.
            Según una estadística, una persona normal miente al hablar tres veces cada diez minutos. Creo que no se trata propiamente de mentiras, al menos de un modo puro. La mayoría de ellas, quiero pensar, son involuntarias (fallos de memoria, por ejemplo) o fruto del autoengaño. A veces el sujeto se está convenciendo de ellas mientras las enuncia.
            Las mentiras de las que venimos hablando son sobre todo personales. Otra cosa son las mentiras públicas, el terreno resbaladizo de los bulos, los hechos alternativos y la posverdad. Si nos mantenemos en los términos agustinianos, habríamos de distinguir entre quienes lanzan la mentira voluntaria e interesadamente y quienes se la creen (“quienes se la compran”, se dice ahora) y la propagan. Los primeros mentirían, los segundos no, lo que no priva a estos de toda responsabilidad, pues, dado el contexto en el que estamos, es un deber cívico no ser un crédulo integral, sobre todo si se es propenso a “compartir”. Pero quizá San Agustín no nos baste en este caso.
            Como en todos los demás grandes asuntos humanos (pues la mentira, o la verdad, es uno de ellos) cada época ejecuta al respecto una variación característica, y es eso lo interesante. Puede que la posverdad sea la mentira, pero es nuestra mentira, y no debemos desaprovechar lo que nos dice de nuestro mundo. Maurizio Ferraris, en su sugerente libro sobre el asunto, la ha ligado a esa posmodernidad que en el último cuarto del siglo XX sostenía que no existen los hechos, solo las interpretaciones. Eso me lleva a pensar que lo característico de la mentira actual no entra dentro de la categoría de mentira agustiniana. Los ejemplos de posverdad que pueden ponerse (las declaraciones de Trump o de los antivacunas) muestran que los sujetos creen  lo que dicen. Una creencia, además, con gran carga emocional y en ocasiones con consecuencias terribles, a la que no son ajenas las nuevas tecnologías.
JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA



lunes, 6 de julio de 2020

El puente


EL PUENTE

         Cuando vi el puente que saltaba el profundo abismo al fondo del cual discurría un breve río recordé un cajón. Fue lo primero que vino a mi memoria, el cajón de la casa de mis padres donde guardaba, desordenados, cartas, postales, documentos, carnets, fotografías y pequeños objetos (llaveros, bolígrafos, una flor seca, la pluma de una paloma) del lejano tiempo de mi adolescencia y primera juventud. Pensé en el cajón y luego pensé en una postal que estaría dentro de él. En ella se veía el mismo puente sobre el mismo abismo desde la misma perspectiva que ahora yo tenía. Por detrás, estaba escrito: Querido amigo: Esta es la ciudad en la que ahora enseño y vivo. Una ciudad señorial, de un señorío venido a menos, como simboliza el río que hay bajo este puente, un río otrora caudaloso y ahora apenas una lágrima que se desliza tristemente. Pero ya me conoces. Esa melancolía me gusta y me da fuerzas. Me he propuesto acabar mi novela y leer todo Balzac. Espero que este curso estés aprendiendo mucho y viviendo aun más. Un abrazo. Juan Manuel. Juan Manuel había sido mi profesor de literatura los dos años anteriores y aquel curso, mi último de instituto, le habían concedido traslado a la ciudad señorial desde la que me escribía. Yo había sido su alumno predilecto, había leído todos los libros que recomendaba y ganado todos los concursos de poesía que organizaba. Intercambiamos un buen puñado de cartas durante unos años. Yo le contaba mis desengaños amorosos o académicos y le mandaba mis pretenciosos poemas. Él me aconsejaba sobre estos con tino de experto y sobre aquellos con suficiencia de adulto, al tiempo que me ponía al día de sus logros y proyectos literarios. En aquel tiempo llegó a publicar su novela y se embarcó en un libro del que nadie podría decir a qué género pertenecía. No recuerdo exactamente cuándo murió nuestra correspondencia, pero cuando acabé la carrera ya no le escribí para decírselo. Tampoco escribía ya poesía.
         Al ver el puente sobre la hondura veo también la foto de la postal y se despierta en mí exactamente el punto de vista en el que estaba situado a mis diecisiete años, la idea del mundo, de mi corto pasado y del largo futuro que entonces tenía. Siento y veo lo que entonces sentía y veía, como si no hubieran transcurrido después más de treinta años. Esa perspectiva y la actual se dan al mismo tiempo o, como ocurre con las imágenes ambiguas (el pato-conejo, la vieja-joven), alternan tan rápidamente que dan la impresión de ser simultáneas. El adolescente que fui y el hombre maduro que soy. La postal y el puente. En la ciudad señorial venida a menos que visitaba por primera vez y en la que no sabía si viviría todavía, quizá jubilado ya, mi profesor de literatura del instituto, autor de tres o cuatro novelas descatalogadas, mi hijo mayor, diecisiete años, corto pasado y largo futuro, me dijo:
         —Papá, ¿qué ves en ese puente que tienes una expresión tan extraña?

JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA





lunes, 22 de junio de 2020

Escribir lo terrible


   Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 22 de junio de 2020.

ESCRIBIR LO TERRIBLE

         En el artículo anterior mencionábamos una clase de libros caracterizados por contar en primera persona un acontecimiento terrible. El escritor que relata su paso por un campo de concentración o el atentado que ha sufrido se pone ante la hoja en blanco en una disposición distinta a la del que va a armar una historia. No es aquí la imaginación, sino la memoria, la que ha de guiar la tarea (eso no quiere decir que la imaginación no intervenga para nada, del mismo modo que un novelista tampoco oblitera la memoria). Podemos incluir este tipo de libros en una más amplia categoría a la que llamaremos, para andar por este artículo y sin entrar en precisiones, literatura del yo. Lo fundamental en esta literatura es el llamado “pacto autobiográfico”, es decir, el autor se compromete a que es verdad lo que va a contar, y el lector a leerlo en esa clave. A estas alturas, tanto el yo como la verdad son cosas tan cuestionadas que usarlas del modo ingenuo en que lo estoy haciendo parecerá una herejía. Pero creo que se puede pasear por este artículo con cierto provecho desoyendo esas objeciones que requerirían otro espacio para atenderlas. Así que sigamos con nuestro yo y nuestra verdad.  
Decía Isak Dinesen que “todas las penas pueden soportarse si las ponemos en una historia o contamos una historia sobre ellas”. Tomada tal cita en su literalidad y aplicándola a nuestro asunto, me parece que se abren dos posibilidades. O bien se soporta el dolor dando testimonio de él o bien nos consuela saber que ha servido para crear una obra de arte, una buena narración autobiográfica. La primera posibilidad es ética, la segunda estética, aunque no creo que se den de un modo puro ninguna de las dos (cualquiera de ellas llevará consigo algo de la otra).
         Un ejemplo del escribir para dar testimonio de algo que debe ser contado lo tenemos en Primo Levi. La prueba de su motivación extraliteraria está en que, químico de profesión, probablemente no  hubiera escrito libro alguno de no haber vivido un tiempo en el campo de Auschwitz. Contrariamente a la repetida frase de Adorno de que la escritura se ha vuelto imposible después de Auschwitz, hay quien decide aplicar la pluma a esa experiencia. De hecho, el premio Nobel de literatura Imre Kertész (que también estuvo en Auschwitz) invertía en una conferencia la frase diciendo que “después de Auschwitz ya solo pueden escribirse versos sobre Auschwitz”. Pero aquí hemos pasado ya a la segunda posibilidad aludida, a la literatura que se hace a partir del dolor. Un ejemplo de ello es para mí El colgajo, el libro en que Philippe Lançon, uno de los supervivientes del atentado de Charlie Hebdo en París en enero de 2015, cuenta su terrible experiencia. El objetivo literario es aquí inseparable de una indagación en el yo. Los recursos de la literatura son precisamente los elegidos para esa búsqueda del misterio que se encierra en el hecho traumático. Pero siempre sin romper el pacto autobiográfico, pues cuando esta ruptura acaece, el escritor ha saltado ya al terreno de la ficción o ha decidido quedarse en la misma frontera y poner un pie en su propia vida y otro en un territorio inventado.
Quizá pueda parecer que Levi no hace literatura y Lançon sí. Pero que una motivación sea más o menos literaria o que se recurran a técnicas narrativas consolidadas no dice nada del resultado. Alguien podría afirmar incluso lo contrario: cuanto más enraizado está en la realidad desnuda, más literario es lo producido. En ese sentido, quiero acabar este artículo con un texto estremecedor. Lo escribió en un pedazo de papel un oficial del Kursk, aquel submarino que naufragó en el año 2000 y cuyos 118 tripulantes murieron: “13.15. Todos los tripulantes de los compartimientos sexto, séptimo y octavo pasaron al noveno. Hay 23 personas aquí. Tomamos esta decisión como consecuencia del accidente. Ninguno de nosotros puede subir a la superficie. Escribo a ciegas”.
         JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA

Auschwitz


lunes, 25 de mayo de 2020

Irrealidad

Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 25 de mayo de 2020.



IRREALIDAD

            La situación que vivimos ha sido calificada de irreal, de pesadilla, de distópica. Una novela de 2005 que imaginaba una situación de confinamiento con calles desérticas, fue rechazada por las editoriales, alegando que era “extremadamente exagerada”, “un escenario distópico e irreal”. Puede que en estas situaciones anormales se dispare con más profusión esa sensación de estar ante una ilusión que, me parece, constituye un rasgo de la vida humana. El ver la vida como un sueño o el mundo como un teatro fue algo característico del barroco, y tal vez lo sea de toda época de crisis. De hecho, desde Matrix hasta El show de Truman, son muchas las películas que desde hace ya muchos años retoman ese tópico, apuntando a un desequilibrio en la intimidad de nuestro tiempo. Pero, como digo, si determinados periodos aumentan la probabilidad de que sintamos la vida como un sueño, el mundo como un teatro, no se trata de una experiencia cicunscrita a ellos. Recuerdo una mañana estival en Ferrara, en un espacio abierto por donde transitaban paseantes solitarios y corrientes ciudadanos en bicicleta. Tuve la aguda sensación de encontrarme en un cuadro de Giorgio de Chirico, que es un modo de verse en un sueño o en una escena teatral. Por su parte, la relación entre ambas cosas, el sueño y el teatro, es otro lugar común que podemos leer en Góngora (El sueño, autor de representaciones, / en su teatro sobre el viento armado,/ sombras suele vestir de bulto bello) o en Addison (El alma, cuando sueña, es teatro, actores y auditorio).
            Quienes somos aficionados a transitar la confusa línea que separa la realidad de la ficción (que somos los mismos aficionados a darles vueltas al asunto de la realidad en un sentido amplio) disfrutamos con los juegos que la exploran. La metaficción, por ejemplo, que tanto éxito ha tenido en los últimos decenios pero que hace más de un siglo que Unamuno la inventara con su nivola Niebla. O esas historias de detectives en las que aparece una obra de teatro. Sería interesante hacer una recopilación de las mejores (recuerdo algunas del padre Brown de Chesterton), en las que se juega siempre con la ambigüedad de lo que se recita o hace en el escenario, que no sabemos si pertenece al guion de la obra representada o a la “realidad” de lo que ocurre en la trama de la historia.
            También hemos tenido que reparar, inevitablemente, en una categoría de libros que narran experiencias reales. En ellos, como en la vida de cada uno, que también tiene un ingrediente narrativo, se trata de contarnos y contar a los demás nuestra propia vida. Sería absurdo decir que nos hallamos ante un libro de ficción alegando que toda interpretación de lo ocurrido, por cuanto supone de selección y de acentuación, lo es, arguyendo que no todos vemos lo mismo ante las mismas cosas y que por tanto lo que decimos que pasó es una ilusoria construcción que, se añade, responde a unos intereses inconscientes y probablemente egoístas. He leído últimamente algunos libros pertenecientes a esa literatura no literaria, o no ficticia, y basta hacerlo para darse cuenta de que cuando alguien cuenta sinceramente una experiencia brutal el lector se enfrenta a otro género, si es que cabe denominarlo así. Enfrentémonos a Si esto es un hombre, de Primo Levi, donde este químico cuenta su estancia en Monowice, uno de los campos de concentración del complejo de Auschwitz. O a Reportaje al pie de la horca, un libro compuesto con las hojas que la mujer de Fucik consiguió reunir acabada la Segunda Guerra Mundial y que su marido había conseguido escribir y hacer llegar al exterior gracias a un guardián de la cárcel de Praga donde se encontraba prisionero de los nazis. O tomemos El colgajo, en que Philippe Lançon, uno de los supervivientes del atentado de Charlie Hebdo en París en enero de 2015, narra su terrible experiencia. Son libros más allá o más acá de la literatura, pero de los que no están ausentes los recursos de la ficción. Exigen demorarnos en ellos en el siguiente artículo.
Juan Fernando Valenzuela Magaña


lunes, 27 de abril de 2020

Libros


Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 27 de abril de 2020.


LIBROS

         La celebración, el pasado 23, del día del libro, ha dejado flotando un puñado de ideas en mi magín, que intentaré ordenar en las líneas que siguen.
         Los que desde muy pronto y ya sin interrupción hemos tenido un contacto frecuente y promiscuo con los libros sentimos cierta incomodidad al oír consejos y expresiones como “leer es bueno”, “un libro es un amigo” o “lee lo que quieras, pero lee”. Como si alguien dijera: “¡viva la comida!, da igual qué comas, lo importante es que comas” o “beber es vivir, sea lo que sea que bebas, bebe”. Hay tal cantidad y variedad de libros que usar el mismo nombre para todos designa solo su más pura exterioridad. Y, sin embargo, lo que hace del libro algo mágico es sobre todo su contenido. Hay el best seller insulso, a quien un reciente aforismo de José María Herrera retrata como “incapaz de ejercer verdadera influencia en un número extraordinariamente elevado de lectores”. Hay novelas entretenidas, agudas y documentadas, como las de Galdós. Hay libros sobre “un colectivo de espíritus multidimensionales procedentes del sistema estelar de las Pléyades”, que se comunican con nosotros desde 1988. Hay cuentos inteligentes y brillantes como los de Chesterton,  Doyle, Borges o Cortázar. Hay biografías de Cristiano Ronaldo. Hay mundos extraños y peligrosos, como el de Dostoievsky o Kafka. Hay un libro donde se sostiene que no está demostrado que la tierra se mueva y que, en efecto, no lo hace, y además es plana. Y hay, en fin, descripciones de horrores, como la que, con estilo notarial y por ello más terrible, lleva a cabo Primo Levi del campo de concentración en el que estuvo. El lema “leer es divertido” no es precisamente el que mejor conviene a su libro Si esto es un hombre.
         Y sin embargo, aun haciendo una selección y quedándonos solo con lo que, con un criterio abierto y comprensivo, podemos considerar valioso, no hemos resuelto el problema de nuestra relación con los libros. Porque es ahora donde aparece la cuestión más interesante, la cuestión del erudito. Un autor tan antiguo como Heráclito ya nos advierte de que “erudición no enseña sensatez”. La idea está también en el Eclesiastés: “No sepas demasiadas cosas, te volverás estúpido”. Montaigne hizo grabar estas últimas palabras en la viga 20 de su torre. El peligro de los libros no es tanto perderse en su propio y atractivo laberinto como no darse cuenta de que su salida es la realidad. Chesterton propone que entendamos la locura como la preferencia del símbolo por encima de aquello que representa. El avaro es un loco porque prefiere el dinero a aquello que simboliza: la comida, la casa, el viaje. Del mismo modo, el erudito antepone el libro a todo aquello con lo que está relacionado: lugares, peripecias, personas, historias. Hay un tufillo idólatra en la declaración de Mallarmé: “El mundo existe para llegar a un libro” (que por cierto recuerda aquella del octavo libro de la Odisea de que los dioses urden a tantos la ruina “por dar que cantar a los hombres futuros”).  ¿No se trata exactamente de lo contrario, de que el libro existe para llegar al mundo? Y esta especie de cambiazo en que consiste la erudición no ocurre tanto por amor a los textos como por indiferencia hacia la vida. En estas consideraciones, si no me equivoco, está la llave para distinguir al erudito del sabio.
Valincourt, a quien se le había quemado la biblioteca, le respondió a Racine cuando este lo lamentó: “Si mis libros no me hubieran enseñado a prescindir de ellos, no me habrían servido de nada”. En Paradojas de los estoicos, de Cicerón, se dice: «A menudo elogiaré a aquel sabio, a Bías, que se contaba entre los Siete, según creo. Cuando su patria fue capturada por el enemigo y los demás se daban a la huida acarreando muchas de sus cosas, como alguno de estos le amonestó a que hiciera lo mismo, replicó: “Pero ya lo hago pues conmigo llevo todos mis bienes”». Espero llevar yo también conmigo todos mis libros y no haber caído en este artículo en la erudición que reprueba.
Juan Fernando Valenzuela Magaña

  

lunes, 30 de marzo de 2020

Y la realidad entró en nuestras casas


Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 30 de marzo de 2020.

Y LA REALIDAD ENTRÓ EN NUESTRAS CASAS

         Es posible que en cualquier ocasión puedan verse las fuerzas que se cruzan en la sociedad en un momento determinado, pero situaciones como la actual parecen espejos que agrandan la figura y en el que esas fuerzas aparecen más nítidas y subrayadas. Y es que, desde un punto de vista social, se trata de una situación límite. Por eso ha sido utilizada la analogía de la guerra para referirse a ella. “Nous sommes en guerre” (“Estamos en guerra”), ha dicho Macron en Francia. “Es la Tercera Guerra Mundial, que la gente lo entienda”, ha apuntado el jefe de Clinica Mobile. Y el filósofo Emilio Lledó ha comentado: “De repente, mi cabeza se ha llenado de recuerdos de la Guerra Civil. Yo era un niño, pero me vienen imágenes muy vivas. La misma inseguridad. Los hábitos del miedo: no salir a la calle, protegerse, ponerse a cubierto.”
         Una de esas fuerzas que atraviesan nuestro tiempo y que ahora parecen verse mejor es el déficit de experiencia. Un mundo en el que la actitud principal ante un acontecimiento, un paisaje o una obra de arte es echarle una foto es un mundo en el que la experiencia se ha volatilizado. La necesidad de compartir esa foto, o de comprar “experiencias” (las agencias nos ofrecen ahora con ese nombre sus viajes) obedece a esa carencia, que no consigue llenar. Quizá no sea ajeno a esa falta de experiencia el hecho de que toda satisfacción de los que creemos nuestros deseos esté garantizada, bien porque el mercado ya sabe cuáles son, bien porque sea él mismo quien los haya creado. Ahora bien, la realidad se caracteriza por su resistencia. Es su forma de hacerse notar.  Incluso aunque por una constelación de casualidades se ajustara, dócil y obediente, a nuestros planes más auténticos (lo que tal vez no fuera deseable: gran mal es no sufrir ningún mal, decía Bión), notaríamos su resistencia del mismo modo que distinguimos nuestra vigilia de un sueño lúcido. No hace falta que la realidad se nos oponga, como ocurre ahora, para notar que es lo-otro-que-yo, y tan necesaria como el yo en mi vida. Pero hoy la realidad se ha plantado ante nuestros deseos, los superfluos y los verdaderos, y hemos reparado en su presencia. Un pensador español habla de “epifanía de la contingencia” y un filósofo de moda de “conmoción por la realidad”. (Por cierto que la filosofía, que suele activarse cuando todo ha pasado, está ahora ojo avizor. Zizek, otro mediático filósofo, ha sacado ya un libro sobre la pandemia).  Ese trato con la realidad es precisamente la experiencia. Unida a la angustia hay la sensación de que esta situación que parece tan irreal tiene más densidad que la frenética vida que llevábamos hace apenas unos días. Por eso un agudo observador ha sugerido que el confinamiento tal vez sea lo que teníamos antes: vivíamos atrapados fuera de nuestras casas.
         Los griegos nos advirtieron de la importancia de examinar la propia vida. En la alocución de Sócrates ante el tribunal que lo condenaría a muerte, dijo que “una vida sin examen no tiene objeto vivirla para el hombre”. Y Epicuro consideraba como un ingrediente de la felicidad, además de la amistad y la libertad, el análisis de la propia vida. El confinamiento, en determinadas circunstancias, puede servir, como interrupción de la normalidad, para eso. Es entonces cuando surge la pregunta: ¿supondrá esto un cambio cuando se retome la normalidad?, ¿será vivido y apurado como experiencia?
         En conversación telefónica, un amigo apuntaba que cuando esto pase nada será igual. Yo lo ponía en duda, tal vez influido por unas palabras de Proust en El busca del tiempo perdido: “Si una enfermedad, un duelo, un caballo desbocado nos hacen ver la muerte de cerca, cuánto gozaríamos de todo eso que vamos a perder. Y una vez pasado el peligro lo que encontramos de nuevo es la misma vida monótona en la que nada de aquello existía para nosotros.” Pero yo he visto cambiar la mirada tras una honda experiencia. Así que hoy pienso que las dos vías son posibles, y que depende de nosotros escoger cuál queremos recorrer.

Juan Fernando Valenzuela Magaña




martes, 3 de marzo de 2020

¿Sociedad del Conocimiento?

Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 2 de marzo de 2020.

¿SOCIEDAD DEL CONOCIMIENTO?

Cuando los sueños se hacen realidad, es difícil reconocerlos. Les falta para ello un ingrediente fundamental: la irrealidad. Una vez encarnados, materializados, con esa facilidad con que nos acostumbramos a lo real, no caemos en la cuenta de que era eso lo que habíamos soñado, de que estamos viviendo lo que nuestra fantasía, ilusionada, proyectaba. De algún modo, con todas las reservas que se quiera, un sueño se ha cumplido en nuestro mundo. El conocimiento ya está al alcance de todos, hasta tal punto que nos llamamos Sociedad del Conocimiento. Piénsese lo difícil que podía ser hace medio siglo acceder a libros que nos interesaban, a películas que queríamos ver, a música que nos atraía. No digamos leer, qué sé yo, la prensa francesa o inglesa a diario. O aprender ruso. O saber instantáneamente lo que está pasando en, pongamos, Leipzig. Hoy nadie que quiera acceder a un libro, una película, una música, un periódico, se queda sin hacerlo porque le sea, no ya imposible, sino difícil de obtener. Basta mover un solo dedo.
            Los libros, advertía Platón allá por el siglo IV a.C., pueden darnos la peligrosa y falsa sensación de que sabemos las cosas en ellos contenidas. Por el hecho de que uno ha leído las decenas de ejemplares que tiene en su biblioteca cree llevarlos dentro. De ahí a pensar que, incluso sin leerlos, ya han ejercido su función en nosotros, no hay más que un paso. Hoy, al ampliarse exageradamente la situación que turbaba a Platón, que tanto sabía de apariencias (recuérdese el mito de la caverna), podemos entender mucho mejor a qué se refería el filósofo griego. Internet pone a nuestra disposición todo el conocimiento humano, y eso nos procura la impresión de que lo sabemos todo. Para qué aprender nada si está en internet.
            Al discípulo de Platón, Aristóteles, no le hubiera inquietado esa disponibilidad del conocimiento. Según él, el hombre por naturaleza desea saber. Pónganse a disposición de la gente textos de ciencia, obras de arte, tratados filosóficos, volúmenes de historia, novelas y cuentos y poemas, y vídeos explicativos que permitan comprenderlos. Todos se abalanzarán sobre ellos buscando la sabiduría. Bien. La ciencia, el arte, la filosofía, la historia, la literatura, están ahí, a la mano, más concretamente al dedito (el índice, el que hace click). ¿Somos, como cabría esperar, una sociedad más sabia? ¿Merecemos el título que nos otorgamos, Sociedad del Conocimiento?
            Cierto es que la falta de filtro en la red ha supuesto la mezcla de lo valioso, lo mediocre y lo absurdo, de modo que lo primero que se necesita para conocer algo es hacernos de un criterio previo que nos oriente en el totum revolutum que tenemos a nuestra disposición. Recuerdo que en los ochenta, en una clase de lengua se nos preguntó qué era para nosotros un libro. Cuando un compañero dijo que para él un libro era un objeto con pastas en que aparecía un título y hojas en el interior, con letras que formaban palabras y que daban información, todos reímos el malentendido. La pregunta apuntaba a la relación espiritual que manteníamos con esa realidad, no a la descripción del objeto en sí. Sin embargo, si pensamos en la diferencia que hay entre El proceso de Kafka y…. (aquí cada uno rellene el hueco con el título que quiera), caeremos en la cuenta de que aquel alumno no iba tan desencaminado. Lo único que los libros tienen en común es precisamente eso, que tienen pastas y hojas. O así era en aquel entonces, pues hoy, con los libros digitales, ya no es algo material lo que unifica eso que llamamos libro.
            Buscar y usar esa herramienta previa y fundamental, el criterio para navegar por lo que se nos ofrece con el fin de hacerlo propio, requiere una sincera voluntad de conocimiento. Y esa es la pregunta. ¿Es nuestra sociedad una sociedad que quiere saber? ¿Es su ignorancia, más o menos densa, fruto de la pereza y la cobardía, como decía Kant cuando alentaba a atreverse a saber? ¿De qué instancia humana, recóndita e inconfesada, proviene esa ignorancia que tan fácilmente puede ser remediada?
 Juan Fernando Valenzuela Magaña


lunes, 3 de febrero de 2020

El friki




Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 3 de febrero de 2020.


EL FRIKI

Aunque el diccionario de la lengua española de la RAE otorga tres acepciones a la palabra friki, en realidad pueden resumirse en estos dos significados: el de raro o extravagante y el de una persona aficionada desmesurada y obsesivamente a algo. No me parece que toda rareza conceda a quien la porte el título de friki ni que lo haga igualmente cualquier afición exagerada. Un apasionado de la historia o la poesía no tiene por qué ser un friki. Hoy día en España lo mismo utilizamos el vocablo para referirnos a quien hace ya años nos representó en Eurovisión con una guitarra de juguete que para hablar de los personajes, académicamente brillantes, de la exitosa serie The Big Bang Theory. Si bien los dos casos son extravagantes, no lo son del mismo modo. Por otra parte, nada recogen las definiciones de la RAE, por ejemplo, de la asociación entre el friki y la informática, o del dominio que el friki adquiere en la materia por la que muestra esa desmesurada afición. Voy, pues, a proponer un acercamiento al friki entendido como una persona apasionada por algo, en general relacionado con las nuevas tecnologías o con la ciencia ficción, y con una cierta carencia de lo que los psicólogos llaman habilidades sociales. Comoquiera que tradicionalmente se ha considerado al sabio un ser inútil para la vida cotidiana, podemos preguntarnos si es el friki el sabio (o al menos una modalidad de él) en nuestro tiempo.
Del primer filósofo, Tales de Mileto, se cuenta que cayó a un pozo por ir mirando los astros, y que una joven campesina tracia se rió al ver la escena. Tycho Brahe, a su vez, habría sugerido a su cochero que se orientaran por las estrellas para seguir el camino más corto, a lo que el cochero replicó: “mi querido señor, usted podrá saber mucho sobre los cuerpos celestes; pero aquí, sobre la tierra, es usted un necio”. ¿Es acaso el don del pensador como aquel con el que Juno honró a Tiresias, cegándolo para dotarle de la facultad de la adivinación? Puede que el intento de abarcar el universo le valga al sabio un tropezón, pero esto no significa que no sepa tratar con la realidad. El propio Tales, conociendo que se avecinaba una gran cosecha de aceite, tomó en arriendo muchos olivares y ganó una fortuna, demostrando así que mirar más allá de las narices puede ser notablemente práctico. El conocimiento es visto así en íntima relación con los fines vitales. Incluso con el fin vital por excelencia: la felicidad. La imagen del sabio que toma las decisiones acertadas y vive una vida feliz procede de ese reconocimiento. ¿Cómo es posible que se den estas dos visiones opuestas del sabio? ¿En qué quedamos? ¿Es un ser que se maneja como pez en el agua en el mundo de las ideas pero que en cuanto echa los pies a tierra tropieza sin remedio o un hombre que parece haber encontrado el modo de orientarse en el enredo de la vida? Quizá estemos ante dos tipos de sabio o ante dos interpretaciones que los que no lo son han hecho siempre de esos hombres que les parecían diferentes. En cualquier caso, no estamos ante un friki.
Y eso porque el conocimiento del friki es un conocimiento basado en respuestas. Al friki le encanta desplegar la panoplia de nociones en las que es experto. El sabio, sin embargo, es un ser de preguntas. El friki se extiende en su campo de investigación, detallando los detalles. El sabio no se extiende: profundiza. Esa extensión del friki es enorme, pero dentro de unos estrechos límites: el friki es un especialista. El sabio, al contrario, tiene vocación de totalidad. Hay una versión del friki, sin embargo, que, saltando los límites de una especialidad, pretende abarcarlas todas. Podríamos llamarlo el friki de trivial quien, valga el oxímoron, es un especialista del todo. No hay que confundirlo con el sabio. A mi juicio, sería el heredero del erudito. La diferencia esencial entre el friki de trivial y el erudito estriba en que el erudito vive de la tradición, mientras que el friki ha roto con ella. Por eso es un fenómeno de nuestro tiempo.
Juan Fernando Valenzuela Magaña

En el periódico puede leerse aquí.