miércoles, 27 de marzo de 2024

Sobre la devolución de un libro

 Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 25 de marzo de 2024.


SOBRE LA DEVOLUCIÓN DE UN LIBRO 


         Supongo que todas las bibliotecas públicas, como muchas dentaduras a cierta edad, adolecen de huecos definitivos. Libros que estuvieron en ellas (que tal vez persisten en sus catálogos), pero de los que nada más se supo. Tal vez fueron sustraídos, tal vez prestados pero nunca devueltos (y el vetusto registro acaso desapareció), tal vez se perdieron al cambiar de un viejo edificio a uno más moderno… Yo recuerdo haber tenido un par de ellos pertenecientes a dos bibliotecas y cuya posesión me justificaba diciéndome, en un caso, que estaba arrumbado con otros libros cuyo destino parecía ser la basura y, en el otro que, a juzgar por el hecho de que las hojas todavía estaban pegadas (se trataba de un libro intonso), nadie lo había leído, algo que no tenía visos de cambiar. No obstante, el remordimiento (y el trato con Kant) me hizo devolver ambos por correo muchos años después con una nota aclaratoria.

         Me he acordado de esa tardía devolución mía al leer la noticia de otra, la que alguien ha hecho de la Iliada de Homero a la biblioteca del Instituto San Isidro, en Madrid. El centro lo prestó en 1967 para quince días. Transcurridos 57 años, ha sido devuelto, también por correo y también con una nota, escrita a ordenador: “Este libro, titulado LA ILIADA, escrito por Homero, traducido del griego por D. José Gómez Hermosilla, propiedad de la Biblioteca del Instituto San Isidro de Madrid, que fue sacado de sus anaqueles en concepto de préstamo, allá por el año MCMLXVII por un alumno de cuyo nombre no quiero acordarme, retorna a su casa después de los años de destierro, el mes de enero del año MMXXIV, por lo que se pide humildemente perdón con el propósito de enmienda”.

          Ignoramos los motivos del anónimo alumno para no devolver el libro hasta ahora (si es que ha sido él mismo quien lo ha devuelto), pero sí conocemos los que tuvieron aquellos que, tras la caída del muro de Berlín, restituyeron a las bibliotecas del otro lado de la ciudad sus préstamos 28 años después.

         Volvamos a la Iliada, ese libro considerado fundacional en la literatura occidental. Su primera palabra es ira. Así empieza el libro que narra la guerra de Troya, con la cólera de Aquiles. La ira tiene una historia muy larga, que por supuesto no voy a recorrer en este artículo, pero sí querría apuntar dos o tres ideas sobre ella. En su versión homérica, la del libro por fin devuelto, se trata más bien de una energía exterior que anida en el ser humano, que no es visto como un yo sino más bien como un campo de fuerzas. Del mismo modo que el cantor es una especie de intérprete de poderes superiores (las musas), Aquiles se ve invadido por la ira y ha de protegerla como venida de arriba. Con Platón la cosa cambia y se acerca a nuestra visión. La palabra que este filósofo utiliza en relación con esto es thymós, y se trata de una parte del alma que está ligada a la capacidad de auto-reprobación. Si somos capaces de reprendernos a nosotros mismos, hemos ya iniciado el camino de la autonomía (solo podremos guiarnos si podemos autocensurarnos). Su discípulo Aristóteles también considera la cólera beneficiosa siempre que suponga una defensa contra las injusticias, aunque admite su impulsividad y la necesidad de controlarla: “La ira es necesaria; de nada se triunfa sin ella, si no llena al alma, si no calienta al corazón; debe, pues, servirnos, no como jefe, sino como soldado”. Esas palabras son criticadas por Séneca, que supone otro paso más en la concepción de la ira. Ahora esta es vista como algo completamente negativo (“el más abominable y violento de todos” los sentimientos), causante de horrendos estragos. No hay que dejarse atrapar por ella porque será imposible detenerla.

         ¿Y qué hay de nuestros días? Hoy la ira destaca en dos versiones: una amable y otra antipática. La primera es nombrada indignación y consiste en el rechazo corajudo a las injusticias al modo aristotélico, que Séneca desaprobaba. La otra está emparentada con el odio y el rencor y parece campar a sus anchas por las redes sociales.


JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA



jueves, 29 de febrero de 2024

Objetos perdidos

Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 26 de febrero de 2024.

    Puede leerse aquí.

Eduardo Sánchez Garrido

Publicado en la revista de San Juan de 2023.


EDUARDO SÁNCHEZ GARRIDO

Qué raro haber nacido en Navas de San Juan a final de 1841 y haber ido a Madrid en 1859 a estudiar Derecho y Ciencias, haber asistido a la celebración en febrero de 1860 de la toma de Tetuán, haber visto las obras en la Puerta del Sol y el chorro de la fuente de 30 metros de altura (“¡Oh maravilla de la civilización, que pone los ríos de pie!”, cantó Manuel Fernández y González), haberse cruzado por la calle con Mesonero Romanos, con los hermanos Bécquer y con Galdós, haber leído El Nene, La Iberia, La Discusión, haber visto el paso de la chistera al bombín y el refinamiento de los cafés, haber presenciado las acrobacias de Bondin en el estanque de El Retiro, y la ascensión del globo de Madame Poitevin (que acabaría cayendo en Chamberí), haber asistido a la peligrosa serenata en apoyo del destituido rector de la Universidad Central la noche de San Daniel del año 65, haber viajado en tren desde Alcázar de San Juan (la novedad del ferrocarril) hasta Madrid, haber acabado Derecho en el 67 y matricularse de Teología el curso siguiente. Qué raro llamarse Eduardo Sánchez Garrido, tener tres hermanas y dos hermanos, ser hijo de Luis Sánchez de Torres (secretario del Ayuntamiento y juez municipal en Navas de San Juan) y de María Antonia Garrido y ser nombrado en enero de 1869 fiscal en la Carolina y cesado en octubre del mismo año, sin duda por lo ocurrido allí ese mes en el contexto del levantamiento de los republicanos federales (el convulso siglo XIX español) y que habría de llevarle a la cárcel de Jaén, donde se encontraba en abril del 70 cuando lo hicieron presidente honorario del Club republicano de Navas de San Juan, poco antes de ser indultado.

Qué raro que pasen las estaciones y los decenios y cambiemos dos veces de siglo y en un mundo entonces solo anticipado por Julio Verne alguien del mismo pueblo pueda ver en una pantalla estos retazos de la vida de Eduardo y evoque con tanta nitidez como si hubiera estado allí, como si lo recordara, el sonido seco de los pasos del sereno Manuel de Raya por la calle de Lorite, el dulce sabor de los mojicones y las jícaras de chocolate en doña Mariquita (calle de Alcalá), el denso olor a aceite en el frío invierno navero, la aspereza sonora del papel de periódico y la dureza fría del mármol de las mesas del Café Imperial en la Puerta del Sol (aquel Madrid de tertulias y política), las frágiles nubes rosáceas de los lentos atardeceres de hace 160 años..

 

Juan Fernando Valenzuela Magaña

lunes, 29 de enero de 2024

La fama como aplauso

 Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 29 de enero de 2024.

 

LA FAMA COMO APLAUSO

 

Estábamos hablando de la fama, distinguiendo entre la de quien es muy conocido por su presencia en los medios de comunicación y la fama como posteridad. Señalamos que en esta segunda acepción podía a su vez ser positiva o negativa, y hablamos como ejemplo de esta última de Eróstrato, que, por haber incendiado el templo de Artemisa en Éfeso, es todavía nombrado hoy, tantos siglos después. Si Eróstrato quería ser recordado a toda costa en el futuro hasta el punto de elegir una mala fama antes que ninguna, hay también una figura antigua que representa el afán de ser famoso en el primer sentido, en el de ser conocido por los contemporáneos. En los Juegos Olímpicos del año 165, un filósofo llamado Peregrino se arrojó a las llamas. Aunque decía que era para enseñar que se debe despreciar a la muerte, el verdadero motivo sería su pasión por la fama. Probablemente deseara también que se hablara de él una vez desaparecido, pero de lo que no hay duda es de que buscaba con tesón el aplauso en vida (siempre en la versión de Luciano de Samósata, que cuenta que estuvo en esos juegos y en esa autoincineración). El ameno Feijoo (Benito Jerónimo, no confundamos) dice en su Teatro crítico universal: “Fue muy poderoso en el Gentilismo el hechizo de la fama póstuma. También puede ser que algunos se arrojasen a la muerte, no tanto por el logro de la fama (Feijoo entiende aquí por fama la posteridad), cuanto por la loca vanidad de verse admirados, y aplaudidos unos pocos instantes de vida; de que nos da Luciano un ilustre ejemplo en la voluntaria muerte del Filósofo Peregrino”. 

Tanto Eróstrato como Peregrino son poseídos por el afán de fama sin más, de modo que el contenido al que se haya vinculada es irrelevante. En el primer artículo dedicado a este tema ya hablamos de la importancia de la obra en el concepto griego de fama como posteridad y ahora quisiera decir algo sobre ese mismo asunto en relación con la fama entre los contemporáneos. Descartemos, pues, a los Peregrinos de nuestros días y fijémonos en los que buscan ser conocidos por algo que consideran valioso. Sus motivos pueden ser, sospecho, variados y no excluyentes. Aventuremos algunos. En primer lugar, ganar dinero, para poder vivir de su actividad y tener tiempo para llevarla a cabo o para enriquecerse. Javier Marías repetía que había elegido escribir (y la relativa fama le era necesaria en ello) para no tener jefes y no tener que madrugar. En segundo lugar, el aprecio de los demás de lo que uno hace. Aquí pueden darse grados que incluyen en diferente proporción el reconocimiento a la propia persona o a la obra. Parémonos en ambos aspectos. En cuanto al primero, la psicología ha destacado el deseo humano de ser valorado por los demás. El poeta Czesław Miłosz, que se hace eco de tal deseo en la entrada “Fama” de su Abecedario, matiza también que “el juego no es tanto entre el hombre y la multitud como entre el hombre y sus círculos más cercanos”. Es curioso que ya entonces, a fines del pasado siglo, viera con clarividencia la fragmentación de la fama en el mundo que estaba por venir: “Cuanta más gente haya, tanto más se especializará la fama, lo que quiere decir que un astrofísico se hará famoso entre los astrofísicos, (…) un jugador de ajedrez entre los jugadores de ajedrez”. En cuanto al reconocimiento a la propia obra, el segundo aspecto que nombrábamos, quien se entrega a una tarea que considera valiosa y que en cierto modo lo trasciende, quiere para su resultado una atención que podemos calificar de desinteresada. Podríamos pensar incluso en un autor que, odiando toda promoción personal, transija a regañadientes en aras de que su obra, no por suya sino por considerarla estimable, se conozca.

Es posible también que ambas famas, la que estamos viendo en este artículo y la fama como posteridad, se opongan en un momento dado. Pudiera ser que alguien pagara la fama actual con el abandono tras su muerte, y a la inversa, que el olvido de sus contemporáneos sea el precio con el que conquistar la inmortalidad.


JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA



martes, 5 de diciembre de 2023

Salinger y Kafka

 Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 4 de diciembre de 2023.

   

SALINGER Y KAFKA

 

         En el artículo del mes pasado hablábamos sobre la fama, entendida bien como celebridad, bien como permanencia en la posteridad. Ambas cosas no son incompatibles, claro, y la fama puede significar a veces un reconocimiento en vida de la obra de alguien, que a su vez permitiría barruntar su ingreso en el círculo de los elegidos por la posteridad.

Muchos de ustedes habrán leído u oído hablar de El guardián entre el centeno, la obra más conocida de Salinger y de lo poco que se ha publicado de él. Salinger, que murió en 2010, es un escritor estadounidense conocido por su alejamiento de la vida pública. Un abogado le preguntó una vez en un juicio: “¿Ha concedido alguna vez una entrevista?”. Su respuesta fue: “Siendo yo consciente, no”. Aunque constan algunas (entre ellas, a un adolescente para el periódico de su instituto), lo cierto es que su aislamiento se hizo proverbial y conseguir una foto de él consistía en todo un reto para los periodistas. Los últimos cuarenta y cinco años de su vida no publicó nada. La expectación con que se esperaba algo salido de su pluma explica que uno de los números más vendidos de la revista Esquire fuera aquel en el que aparecía un relato anónimo que muchos lectores (por su título y su estilo) atribuyeron a Salinger y que había sido escrito por el editor de narrativa de la revista. Que no publicara nada no implica que no escribiera. De hecho, dejó a su hijo cientos de miles de páginas y una instrucción: “Publícalo todo. Lo feo, lo bueno y lo malo, que sea el lector el que decida lo que vale o no”. ¿Por qué Salinger rechazaba la fama de un modo que, paradójicamente, lo hizo tan famoso? Porque era un escritor y se dio cuenta de que para escribir necesitaba que lo dejaran en paz. Incluso publicar lo vivía como un obstáculo para su labor. Según él, escribía para sí mismo, por su propio placer. Pero la instrucción dada a su hijo nos permite aventurar que tal vez también escribía para la posteridad.

         Esa instrucción, por contraste, ha podido traer a la memoria del lector la de Kafka a Max Brod. Según se dice, el primero le habría ordenado al segundo que quemara todos sus papeles y este habría desobedecido permitiéndonos el acceso a una de las obras más influyentes del siglo XX. Sin embargo, ¿ocurrieron las cosas de ese modo? Tenemos dos textos, llamados comúnmente “testamentos”, dirigidos a su amigo y albacea Max Brod, aunque nunca recibidos por él, sino encontrados tras la muerte del escritor en un cajón junto a más papeles. El primer texto estaba escrito a tinta, y Brod cuenta que Kafka, en una conversación donde hablaron de testamentos, se lo había enseñado por fuera diciéndole: “Mi testamento será muy sencillo… pedirte que lo quemes todo”.  Brod le dijo que no cumpliría tal cosa. El segundo texto es posterior y detalla su disposición. Kundera, crítico con Brod, considera que aquí se demuestra que Kafka no quería destruir su obra, sino seleccionarla, pues dice lo que, de entre lo publicado y lo que no, consideraba válido. Lo que quería que se destruyera se refiere a dos tipos de textos. Por un lado, los escritos íntimos, lo que parece muy razonable y cuya publicación e incluso lectura plantea una espinosa cuestión moral. Por otro, los cuentos y novelas que según él no logró culminar. En cualquier caso, y aun admitiendo las sensatas reservas del recientemente fallecido Kundera, Kafka manifiesta ahí desear que nada (ni siquiera lo considerado válido) sea editado de nuevo y transmitido a la posteridad. Tal como yo veo el asunto, su vocación era la literatura (“consisto yo mismo en literatura, no soy ni puedo ser otra cosa”, dice en una carta a Felice Bauer), lo que no quiere decir que no le importara que su obra fuera reconocida, tanto en su tiempo como en el futuro. A favor de este interés tenemos el hecho de que en su lecho de muerte estuvo revisando las pruebas de un libro que se publicaría poco después de su fallecimiento. Si sumamos a esto su exacerbada autocrítica, tendremos quizá una visión más acertada de ese famoso mandato a su amigo Max Brod.

 

Juan Fernando Valenzuela Magaña