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miércoles, 9 de octubre de 2024

Asnos (I)

    Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 7 de octubre de 2024.

                


ASNOS (I)

 

       No sabría decir en qué momento dejamos de verlos por nuestras calles. Calculo que fueron haciéndose menos frecuentes en los años ochenta, escasos y raros en los noventa y prácticamente inexistentes en el nuevo milenio. Tenían algo tierno en su envergadura y humilde en su entrega, aunque es posible que nuestra mirada estuviera condicionada por la de Juan Ramón Jiménez hacia Platero (“Platero es pequeño, peludo, suave”). Este es uno de los burros que primero aparecen cuando cierro los ojos y convoco este animal. Otro es el rucio de Sancho Panza. Cuando dijo a don Quijote que pensaba llevar “un asno que tenía muy bueno, porque él no estaba duecho a andar mucho a pie”, el ingenioso hidalgo no consiguió recordar ningún caballero andante que hubiera traído “escudero caballero asnalmente”, pero, aun así, accedió a que lo llevase, “con presupuesto de acomodarle de más honrada caballería en habiendo ocasión para ello, quitándole el caballo al primer descortés caballero que topase”.  Los aficionados al Quijote recordarán la que se trae Cervantes con el rucio. En la edición príncipe el asno desaparece sin que se relate cuándo y cómo y vuelve a aparecer sin que tampoco se refiera cómo Sancho lo ha recobrado. La explicación más probable es que Cervantes suprimiera el pasaje del robo del animal pero luego no eliminara ciertas referencias a ese episodio. En la segunda edición sí se cuenta cómo Ginés de Pasamonte hurtó el jumento y cómo lo recuperó Sancho.

       Es curioso que el tercer asno que mi memoria evoca también sufre del despiste de su creador. Me refiero al protagonista de El asno de oro, de Apuleyo, escritor latino del siglo II. Debo su deliciosa relectura estos días a la redacción de este artículo, y también el asombro con que he comprobado su modernidad. Como en el Quijote,  en esta obra vemos historias dentro de la historia, peripecias maravillosas y, si sustituimos los dioses que en ella aparecen por motivos psicológicos o consideraciones metafísicas, podría haber sido escrita después del siglo XVII y aun en nuestros días. El protagonista, llamado Lucio, es transformado por error en un asno (quería convertirse en ave) y antes de poder volver a su apariencia normal (algo que conseguiría masticando unas rosas) la casa donde estaba es asaltada por unos ladrones que se lo llevan. La vida de tormento que lleva a partir de ese momento tiene, no obstante, el consuelo de “ver satisfecha mi curiosidad natural, observando cómo todo el mundo, sin tener para nada en cuenta mi presencia, hace y dice lo que le apetece”. La curiosidad también marcará a Psique en el famoso cuento que relata la vieja que cuida a los ladrones a una joven de ilustre familia raptada por ellos. Precisamente cuando esta doncella y el burro intentan escaparse sin éxito, acaece una escena impactante por su sarcasmo, su truculencia y su crueldad. Los ladrones debaten sobre el castigo por el intento de fuga. Uno dice que se queme viva a la joven, otro que se arroje a las fieras, hasta que uno de ellos, apelando a “nuestra mansedumbre individual” y a “mi personal moderación”, propone degollar al asno, vaciar del todo sus entrañas, “encerrar desnuda en su vientre a la joven” y coserla quedando fuera solo su cara, para poner el resultado sobre una roca tostándose al sol, de modo que los gusanos desgarrarán sus miembros, el sol la quemará, los perros y buitres le arrancarán las entrañas; aun en vida, sufrirá un olor nauseabundo, no podrá comer, no tendrá siquiera las manos libres para matarse. No será esto (tan tarantiniano, y perdón por la aliteración) lo que ocurra, y las peripecias de Lucio en forma de asno continuarán. Un asno que, y este es el despiste a que me refería, en un momento tiene la piel dura propia del animal y en otro “una fina membrana de sanguijuela”.

       Platero, el rucio de Sancho y el asno latino: tres burros literarios. El siguiente que mi memoria me trae es filosófico, el asno de Buridán. Pero, junto con algunos más, tendrán que rebuznar en el próximo artículo.

 

        Juan Fernando Valenzuela Magaña