Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 7 de octubre de 2024.
ASNOS (I)
No sabría decir en qué momento dejamos de
verlos por nuestras calles. Calculo que fueron haciéndose menos frecuentes en
los años ochenta, escasos y raros en los noventa y prácticamente inexistentes
en el nuevo milenio. Tenían algo tierno en su envergadura y humilde en su
entrega, aunque es posible que nuestra mirada estuviera condicionada por la de
Juan Ramón Jiménez hacia Platero (“Platero es pequeño, peludo, suave”). Este es
uno de los burros que primero aparecen cuando cierro los ojos y convoco este
animal. Otro es el rucio de Sancho Panza. Cuando dijo a don Quijote que pensaba
llevar “un asno que tenía muy bueno, porque él no estaba duecho a andar mucho a
pie”, el ingenioso hidalgo no consiguió recordar ningún caballero andante que
hubiera traído “escudero caballero asnalmente”, pero, aun así, accedió a que lo
llevase, “con presupuesto de acomodarle de más honrada caballería en habiendo
ocasión para ello, quitándole el caballo al primer descortés caballero que
topase”. Los aficionados al Quijote
recordarán la que se trae Cervantes con el rucio. En la edición príncipe el
asno desaparece sin que se relate cuándo y cómo y vuelve a aparecer sin que
tampoco se refiera cómo Sancho lo ha recobrado. La explicación más probable es
que Cervantes suprimiera el pasaje del robo del animal pero luego no eliminara
ciertas referencias a ese episodio. En la segunda edición sí se cuenta cómo
Ginés de Pasamonte hurtó el jumento y cómo lo recuperó Sancho.
Es curioso que el tercer asno que mi
memoria evoca también sufre del despiste de su creador. Me refiero al
protagonista de El asno de oro, de
Apuleyo, escritor latino del siglo II. Debo su deliciosa relectura estos días a
la redacción de este artículo, y también el asombro con que he comprobado su modernidad.
Como en el Quijote, en esta obra vemos historias
dentro de la historia, peripecias maravillosas y, si sustituimos los dioses que
en ella aparecen por motivos psicológicos o consideraciones metafísicas, podría
haber sido escrita después del siglo XVII y aun en nuestros días. El
protagonista, llamado Lucio, es transformado por error en un asno (quería
convertirse en ave) y antes de poder volver a su apariencia normal (algo que conseguiría
masticando unas rosas) la casa donde estaba es asaltada por unos ladrones que
se lo llevan. La vida de tormento que lleva a partir de ese momento tiene, no
obstante, el consuelo de “ver satisfecha mi curiosidad natural, observando cómo
todo el mundo, sin tener para nada en cuenta mi presencia, hace y dice lo que le
apetece”. La curiosidad también marcará a Psique en el famoso cuento que relata
la vieja que cuida a los ladrones a una joven de ilustre familia raptada por
ellos. Precisamente cuando esta doncella y el burro intentan escaparse sin
éxito, acaece una escena impactante por su sarcasmo, su truculencia y su
crueldad. Los ladrones debaten sobre el castigo por el intento de fuga. Uno
dice que se queme viva a la joven, otro que se arroje a las fieras, hasta que
uno de ellos, apelando a “nuestra mansedumbre individual” y a “mi personal
moderación”, propone degollar al asno, vaciar del todo sus entrañas, “encerrar
desnuda en su vientre a la joven” y coserla quedando fuera solo su cara, para
poner el resultado sobre una roca tostándose al sol, de modo que los gusanos
desgarrarán sus miembros, el sol la quemará, los perros y buitres le arrancarán
las entrañas; aun en vida, sufrirá un olor nauseabundo, no podrá comer, no
tendrá siquiera las manos libres para matarse. No será esto (tan tarantiniano,
y perdón por la aliteración) lo que ocurra, y las peripecias de Lucio en forma
de asno continuarán. Un asno que, y este es el despiste a que me refería, en un
momento tiene la piel dura propia del animal y en otro “una fina membrana de
sanguijuela”.
Platero, el rucio de Sancho y el asno
latino: tres burros literarios. El siguiente que mi memoria me trae es
filosófico, el asno de Buridán. Pero, junto con algunos más, tendrán que
rebuznar en el próximo artículo.
Juan Fernando
Valenzuela Magaña