lunes, 30 de marzo de 2020

Y la realidad entró en nuestras casas


Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 30 de marzo de 2020.

Y LA REALIDAD ENTRÓ EN NUESTRAS CASAS

         Es posible que en cualquier ocasión puedan verse las fuerzas que se cruzan en la sociedad en un momento determinado, pero situaciones como la actual parecen espejos que agrandan la figura y en el que esas fuerzas aparecen más nítidas y subrayadas. Y es que, desde un punto de vista social, se trata de una situación límite. Por eso ha sido utilizada la analogía de la guerra para referirse a ella. “Nous sommes en guerre” (“Estamos en guerra”), ha dicho Macron en Francia. “Es la Tercera Guerra Mundial, que la gente lo entienda”, ha apuntado el jefe de Clinica Mobile. Y el filósofo Emilio Lledó ha comentado: “De repente, mi cabeza se ha llenado de recuerdos de la Guerra Civil. Yo era un niño, pero me vienen imágenes muy vivas. La misma inseguridad. Los hábitos del miedo: no salir a la calle, protegerse, ponerse a cubierto.”
         Una de esas fuerzas que atraviesan nuestro tiempo y que ahora parecen verse mejor es el déficit de experiencia. Un mundo en el que la actitud principal ante un acontecimiento, un paisaje o una obra de arte es echarle una foto es un mundo en el que la experiencia se ha volatilizado. La necesidad de compartir esa foto, o de comprar “experiencias” (las agencias nos ofrecen ahora con ese nombre sus viajes) obedece a esa carencia, que no consigue llenar. Quizá no sea ajeno a esa falta de experiencia el hecho de que toda satisfacción de los que creemos nuestros deseos esté garantizada, bien porque el mercado ya sabe cuáles son, bien porque sea él mismo quien los haya creado. Ahora bien, la realidad se caracteriza por su resistencia. Es su forma de hacerse notar.  Incluso aunque por una constelación de casualidades se ajustara, dócil y obediente, a nuestros planes más auténticos (lo que tal vez no fuera deseable: gran mal es no sufrir ningún mal, decía Bión), notaríamos su resistencia del mismo modo que distinguimos nuestra vigilia de un sueño lúcido. No hace falta que la realidad se nos oponga, como ocurre ahora, para notar que es lo-otro-que-yo, y tan necesaria como el yo en mi vida. Pero hoy la realidad se ha plantado ante nuestros deseos, los superfluos y los verdaderos, y hemos reparado en su presencia. Un pensador español habla de “epifanía de la contingencia” y un filósofo de moda de “conmoción por la realidad”. (Por cierto que la filosofía, que suele activarse cuando todo ha pasado, está ahora ojo avizor. Zizek, otro mediático filósofo, ha sacado ya un libro sobre la pandemia).  Ese trato con la realidad es precisamente la experiencia. Unida a la angustia hay la sensación de que esta situación que parece tan irreal tiene más densidad que la frenética vida que llevábamos hace apenas unos días. Por eso un agudo observador ha sugerido que el confinamiento tal vez sea lo que teníamos antes: vivíamos atrapados fuera de nuestras casas.
         Los griegos nos advirtieron de la importancia de examinar la propia vida. En la alocución de Sócrates ante el tribunal que lo condenaría a muerte, dijo que “una vida sin examen no tiene objeto vivirla para el hombre”. Y Epicuro consideraba como un ingrediente de la felicidad, además de la amistad y la libertad, el análisis de la propia vida. El confinamiento, en determinadas circunstancias, puede servir, como interrupción de la normalidad, para eso. Es entonces cuando surge la pregunta: ¿supondrá esto un cambio cuando se retome la normalidad?, ¿será vivido y apurado como experiencia?
         En conversación telefónica, un amigo apuntaba que cuando esto pase nada será igual. Yo lo ponía en duda, tal vez influido por unas palabras de Proust en El busca del tiempo perdido: “Si una enfermedad, un duelo, un caballo desbocado nos hacen ver la muerte de cerca, cuánto gozaríamos de todo eso que vamos a perder. Y una vez pasado el peligro lo que encontramos de nuevo es la misma vida monótona en la que nada de aquello existía para nosotros.” Pero yo he visto cambiar la mirada tras una honda experiencia. Así que hoy pienso que las dos vías son posibles, y que depende de nosotros escoger cuál queremos recorrer.

Juan Fernando Valenzuela Magaña




martes, 3 de marzo de 2020

¿Sociedad del Conocimiento?

Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 2 de marzo de 2020.

¿SOCIEDAD DEL CONOCIMIENTO?

Cuando los sueños se hacen realidad, es difícil reconocerlos. Les falta para ello un ingrediente fundamental: la irrealidad. Una vez encarnados, materializados, con esa facilidad con que nos acostumbramos a lo real, no caemos en la cuenta de que era eso lo que habíamos soñado, de que estamos viviendo lo que nuestra fantasía, ilusionada, proyectaba. De algún modo, con todas las reservas que se quiera, un sueño se ha cumplido en nuestro mundo. El conocimiento ya está al alcance de todos, hasta tal punto que nos llamamos Sociedad del Conocimiento. Piénsese lo difícil que podía ser hace medio siglo acceder a libros que nos interesaban, a películas que queríamos ver, a música que nos atraía. No digamos leer, qué sé yo, la prensa francesa o inglesa a diario. O aprender ruso. O saber instantáneamente lo que está pasando en, pongamos, Leipzig. Hoy nadie que quiera acceder a un libro, una película, una música, un periódico, se queda sin hacerlo porque le sea, no ya imposible, sino difícil de obtener. Basta mover un solo dedo.
            Los libros, advertía Platón allá por el siglo IV a.C., pueden darnos la peligrosa y falsa sensación de que sabemos las cosas en ellos contenidas. Por el hecho de que uno ha leído las decenas de ejemplares que tiene en su biblioteca cree llevarlos dentro. De ahí a pensar que, incluso sin leerlos, ya han ejercido su función en nosotros, no hay más que un paso. Hoy, al ampliarse exageradamente la situación que turbaba a Platón, que tanto sabía de apariencias (recuérdese el mito de la caverna), podemos entender mucho mejor a qué se refería el filósofo griego. Internet pone a nuestra disposición todo el conocimiento humano, y eso nos procura la impresión de que lo sabemos todo. Para qué aprender nada si está en internet.
            Al discípulo de Platón, Aristóteles, no le hubiera inquietado esa disponibilidad del conocimiento. Según él, el hombre por naturaleza desea saber. Pónganse a disposición de la gente textos de ciencia, obras de arte, tratados filosóficos, volúmenes de historia, novelas y cuentos y poemas, y vídeos explicativos que permitan comprenderlos. Todos se abalanzarán sobre ellos buscando la sabiduría. Bien. La ciencia, el arte, la filosofía, la historia, la literatura, están ahí, a la mano, más concretamente al dedito (el índice, el que hace click). ¿Somos, como cabría esperar, una sociedad más sabia? ¿Merecemos el título que nos otorgamos, Sociedad del Conocimiento?
            Cierto es que la falta de filtro en la red ha supuesto la mezcla de lo valioso, lo mediocre y lo absurdo, de modo que lo primero que se necesita para conocer algo es hacernos de un criterio previo que nos oriente en el totum revolutum que tenemos a nuestra disposición. Recuerdo que en los ochenta, en una clase de lengua se nos preguntó qué era para nosotros un libro. Cuando un compañero dijo que para él un libro era un objeto con pastas en que aparecía un título y hojas en el interior, con letras que formaban palabras y que daban información, todos reímos el malentendido. La pregunta apuntaba a la relación espiritual que manteníamos con esa realidad, no a la descripción del objeto en sí. Sin embargo, si pensamos en la diferencia que hay entre El proceso de Kafka y…. (aquí cada uno rellene el hueco con el título que quiera), caeremos en la cuenta de que aquel alumno no iba tan desencaminado. Lo único que los libros tienen en común es precisamente eso, que tienen pastas y hojas. O así era en aquel entonces, pues hoy, con los libros digitales, ya no es algo material lo que unifica eso que llamamos libro.
            Buscar y usar esa herramienta previa y fundamental, el criterio para navegar por lo que se nos ofrece con el fin de hacerlo propio, requiere una sincera voluntad de conocimiento. Y esa es la pregunta. ¿Es nuestra sociedad una sociedad que quiere saber? ¿Es su ignorancia, más o menos densa, fruto de la pereza y la cobardía, como decía Kant cuando alentaba a atreverse a saber? ¿De qué instancia humana, recóndita e inconfesada, proviene esa ignorancia que tan fácilmente puede ser remediada?
 Juan Fernando Valenzuela Magaña