lunes, 29 de julio de 2019

Obras perdidas


Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 29 de julio de 2019.

OBRAS PERDIDAS

                No deja de llamar la atención que, en un mundo en el que todo parece registrado, catalogado, clasificado, digitalizado, guardado y en gran medida compartido, aparezcan inopinadamente obras perdidas. En 2016 se daba a conocer que una cantata firmada por Mozart,  Salieri y un tal Cornetti se había identificado en los archivos del Museo de la Música de Praga, de la que solo se tenía noticia por los documentos de la época. Un año antes, la prensa hablaba del descubrimiento por un escocés en su ático de una historia de Sherlock Holmes, que Conan Doyle había publicado en 1904 y que se creía perdida. En 2014, los propietarios de una casa de Toulouse (Francia) entraron al desván con la intención de llegar al tejado para reparar una fuga de agua. Se toparon con una puerta cerrada de la que no tenían llaves y decidieron tirarla. Ante ellos apareció una mujer de rostro implacable y reflexivo degollando con una espada a un hombre con barba mientras lo sujeta del cabello. Una criada la acompaña en actitud de ayuda. Era un cuadro que narra la historia bíblica de Judith y Holofernes. ¿Se trata del Caravaggio al que se perdió la pista en 1617 y cuya existencia está acreditada por unas cartas entre mercaderes y una copia del pintor Louis Finson? Así lo asegura el experto Eric Turquin. El cuadro iba a ser subastado este 27 de junio con un precio de salida de treinta millones de euros, aunque se preveía alcanzar los cien. Sin embargo, la subasta no llegó a producirse, porque el cuadro fue vendido antes de la fecha prevista para ella. Un acuerdo de confidencialidad nos impide saber a quién y por cuánto. Un antepasado de los propietarios del mirífico desván era un oficial de Napoleón, y probablemente fue él    quien adquirió el lienzo en uno de sus viajes. Se da la irónica circunstancia de que años antes del hallazgo unos ladrones habían robado en la propiedad, dejándose, ahora lo sabemos, la joya más valiosa.
            En 2009 un historiador de arte de Budapest encontró una obra perdida en el sitio más inusitado: en el decorado de la película “Stuart Little”, que se encontraba viendo con su hija. El cuadro de Róbert Berény “Mujer dormida con jarrón negro”, perdido desde 1928, estaba allí, en el salón de la familia Little. El pintor es un vanguardista húngaro que evoca a Modigliani y Matisse y se pensaba que esta obra podía haber sido víctima de la destrucción del taller del pintor durante la II Guerra Mundial. Ahora se sabe que había sido comprada en una tienda de segunda mano de California por una ayudante de decoración del largometraje, por lo que su descubridor piensa que quizá fuese adquirido en 1928 por una persona de origen judío que logró dejar Hungría antes de que los nazis tomaran el país.
Este tipo de hallazgos mantiene viva la esperanza de la editorial S. Fischer, que desde 1982 lleva a cabo la edición crítica de las obras completas de Kafka. El quinto y último volumen de la correspondencia (que abarcaría los años 1921-1924) todavía no ha visto la luz porque los editores alemanes confían en encontrar las cartas de Dora Diamant, el último amor de Kafka, requisadas por la Gestapo. 
Si bien podemos albergar esperanzas, más o menos fundadas, de hallar obras así, hay otras que, sin embargo, parecen perdidas para siempre. Umberto Eco especuló en su estupenda novela “El nombre de la rosa” con la idea de que el libro de la comedia de Aristóteles, la segunda parte de su “Poética”, se conservara todavía en la Edad Media, pero no creo que nadie confíe en la posibilidad de su descubrimiento, como tampoco en que aparezcan sus obras exotéricas, los “Partenion” (una colección de poemas) de Alcmán de Sardes, los al menos 13 libros perdidos de Píndaro, la producción de Agatón de Atenas,  las 100 comedias de Eubulo de Atenas, las 101 comedias de Dífilo de Sínope, las 250 tragedias de Astidamas, los 30 libros de las “Memorias” del historiador Arato de Sición, los 47 libros de las “Memorias Históricas” de Estrabón (el autor de la “Geografía”) …



miércoles, 10 de julio de 2019

Reseña en Claves de Razón Práctica

   En el número de Julio/Agosto de 2019 de la revista Claves de Razón Práctica, hay una reseña mía sobre el libro Los archivos de Alvise Contarini, de José María Herrera.

El doble


 Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 1 de julio de 2019.

EL DOBLE

            No sé cuáles serán los argumentos comunes de los sueños de nuestros hijos cuando lleguen a adultos, pero en el mundo onírico de mi generación aparecen con frecuencia una mili que no se ha hecho, una asignatura universitaria que no se ha aprobado o unas oposiciones a las que de pronto hay que enfrentarse. Situaciones que en su momento marcaron nuestra vida reaparecen irresueltas y su fantasma nos recuerda la angustia que vivimos. Puede que estas oposiciones para ingresar en el cuerpo de maestros que ahora se celebran sean la semilla de miríadas de pesadillas dentro de veinte años. Hace más o menos un cuarto de siglo yo viajé a Alicante para presentarme a unas similares. Lo que me aconteció, aunque no tiene que ver con tribunales o plazas, está también hecho de la materia de los sueños.
Un matrimonio me alquiló una habitación en el piso donde vivían hasta la fecha de mi examen. Una cama, una mesita de noche, un armario, una mesa, una estantería con algunos libros y una marina en la pared. El hombre, panadero, se levantaba de madrugada. Apenas recuerdo haberlo visto. La mujer mostró al principio una amabilidad distante. Yo pasaba el tiempo en el cuarto o dando paseos en un cercano y pequeño acantilado junto al mar. Salía a comer a un bar cercano. Al tercer o cuarto día, la mujer insistió en que compartiera con ella la cena, sin gasto suplementario alguno. Poco a poco fue contándome cosas. Me habló de la jubilación de su marido, próxima, del sacrificio de un trabajo que lo obligaba a salir de casa mientras todos dormían para que al levantarse tuvieran el mejor pan de la provincia, y de lo solos que se sentían. Yo había notado una indefinida atmósfera de contenida tristeza en la casa. Las únicas pistas sobre la vida familiar eran una foto de boda del matrimonio y otra de comunión de un niño. ¿Su hijo? ¿Un sobrino? Tardó en decírmelo. Una noche soltó el tenedor con un trozo de tortilla en el extremo y, evitando mirarme, me espetó: “El de la foto de comunión es mi hijo. Murió en un accidente de moto”. No supe qué decir. Quizá balbuceé un “lo siento”, quizá ni eso, escondiéndome tras un sorbo de agua. Ella continuó: “Hace cinco años. Hoy tendría veinticinco. Los que tienes tú”. “Qué pena”, debí de decir, pero ella pareció no oírme. “Era un chico muy bueno, muy agradable, tenía muchos amigos, era muy querido”. La dejé hablar, dibujarme la silueta de un chico de veinte años como todos los chicos de veinte años: especial y prometedor. Lo último que dijo antes de sumirse en un largo silencio fue: “Su habitación era la que tú ocupas. Me recuerdas mucho a él”.
            Intenté aclarar tiempo después la impresión de inquietud que esta revelación me dejó, a través de un cuento fallido. En él, mi doble literario acababa acomodándose en el hueco que había dejado su doble fallecido, ocupando el lugar del hijo, del amigo y hasta del novio perdido.
            Hay algo inquietante en estas y otras historias de dobles. La categoría de lo inquietante (“Unheimliche”) es objeto de un conocido estudio de Freud de 1919. Lo inquietante mezcla terror y familiaridad. Schelling, en relación con esto y en el contexto romántico, había dicho que “Unheimliche” es lo que debería estar oculto pero ha salido a la luz. Además del doble, Freud anota otros fenómenos que provocan la misma impresión: la repetición de algo en nuestras vidas (un número, un lugar),  la locura, las figuras inertes que parecen vivas (muñecas, autómatas) o a la inversa. Lo inquietante se produce, a juicio de Freud, porque nos hallamos ante unas arcaicas ideas cuya superación es puesta en duda o porque lo que habíamos convenientemente reprimido de pronto aflora.
            Aunque no lo parezca, el verano es una tierra propicia para ello. Se rompen rutinas y se abren horizontes. No me sorprendería que alguno de ustedes me dijera, a la vuelta de él, que, en una ciudad europea, o caminando por el paseo marítimo de una ciudad malagueña, se ha topado, inopinadamente, con su doble.
                                  
Juan Fernando Valenzuela Magaña
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La Fisiognómica



Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 3 de junio de 2019.

                                                                                                             
                                               LA FISIOGNÓMICA
           
            La Fisiognómica es el estudio del carácter a través del aspecto físico y, sobre todo, del rostro del individuo. ¿A qué deseo humano responde esta técnica o este saber? ¿Qué fundamento tiene? Por múltiples razones, el hombre siempre ha querido saber lo que sentía y pensaba el otro, y esa es la aspiración que está en la base de la Fisiognómica, cuyo fundamento consiste en la relación entre el interior de la persona, su dimensión psicológica, con su exterior, su dimensión física. A la primera sólo tiene acceso directo el propio individuo. Si yo estoy alegre, yo siento mi alegría, pero, a no ser que la comunique oral o gestualmente, nadie podrá saberlo. El camino para llegar al interior del otro es justamente su exterior. El camino, pero también a veces el obstáculo: si yo estoy alegre, puedo fingir que estoy triste. Con esto llegamos a la mentira, y con ella a la versión actual, si no me equivoco, de la Fisiognómica: la comunicación no verbal. Pero empecemos por el principio.
Cuenta Cicerón que en una ocasión un tal Zópiro, que se preciaba de conocer el interior de las personas a través de su aspecto externo, dijo tras examinar a Sócrates que éste era torpe, estúpido y aficionado a las mujeres. Los que se hallaban presentes rieron por lo que les parecía un mayúsculo desatino, pero Sócrates defendió al fisiognomista diciendo que, en efecto, tenía esos vicios, pero que los había vencido mediante la razón. De no mucho después de esta escena data el primer escrito conservado sobre la Fisiognómica, de aire aristotélico aunque no del mismo Aristóteles. Desde entonces, este estudio ha tenido una agitada historia.
Ligada a veces a prácticas como la astrología o la quiromancia, otras se ha nutrido del espíritu científico de la modernidad. Se ha relacionado con el arte, que precisaba saber cómo expresar los estados de ánimo (un ejemplo es Le Brun, el pintor de la corte de Luis XIV) o con la criminología, que quería adivinar en los rasgos de los rostros la condición delincuente de los hombres (así, Lombroso). En su seno ha habido distintas corrientes: una era rígida, y pretendía listar una serie de signos exteriores que se correspondían con rasgos interiores, como cabello abundante con lujuria, cara pequeña con astucia, tendencia a la pendencia y presunción, etc. Otra buscaba una correlación entre caras humanas y animales, de modo que podríamos saber el temperamento de una persona según su parecido con un animal determinado, habida cuenta de que a cada animal le atribuimos unas cualidades morales: el cerdo es perezoso y sucio, el león valiente. Y una tercera se fijaba en el movimiento corporal, en los gestos, como medio de acceder al interior de una persona. Esta corriente es la más fructífera, y Feijoo, con su abrumador sentido común y su fino humor, la defendió frente a las otras dos en su Teatro crítico universal. La llamaba “nuevo arte fisionómico” y decía que esta materia exige dos cosas que a él faltaban: “mucho comercio con el mundo, para hacer observación en muchos individuos; y mucha reflexión para cotejar la señas con los significados”.
Lo que le faltaba al religioso erudito lo ha tenido un norteamericano dos siglos después: Paul Ekman. Profesor de la Universidad de California (San Francisco), se ha dedicado a averiguar cuándo alguien miente. Hace décadas realizó un experimento en el que una estudiante de enfermería, tras ver una horripilante película (Ekman tenía ciertos reparos por el carácter de la cinta, así que eligió personas que al fin y al cabo debían acostumbrarse a ese tipo de cosas), tenía que mentir sobre su contenido. Como previamente ya había descrito algo alegre tal y como lo había visto, podían compararse ambas descripciones y encontrar las diferencias entre las expresiones de nuestro rostro y nuestro cuerpo cuando decimos la verdad y cuando mentimos. Una serie de televisión, Lie to me, da cuenta de sus hallazgos en el mundo de la mentira. Aunque, a mi juicio, hay todavía algo más fascinante y que también puede ser detectado: el autoengaño.
                                                             
JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA
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