Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 22 de junio de 2020.
ESCRIBIR LO TERRIBLE
En
el artículo anterior mencionábamos una clase de libros caracterizados por
contar en primera persona un acontecimiento terrible. El escritor que relata su
paso por un campo de concentración o el atentado que ha sufrido se pone ante la
hoja en blanco en una disposición distinta a la del que va a armar una
historia. No es aquí la imaginación, sino la memoria, la que ha de guiar la
tarea (eso no quiere decir que la imaginación no intervenga para nada, del
mismo modo que un novelista tampoco oblitera la memoria). Podemos incluir este
tipo de libros en una más amplia categoría a la que llamaremos, para andar por
este artículo y sin entrar en precisiones, literatura del yo. Lo fundamental en
esta literatura es el llamado “pacto autobiográfico”, es decir, el autor se
compromete a que es verdad lo que va a contar, y el lector a leerlo en esa
clave. A estas alturas, tanto el yo como la verdad son cosas tan cuestionadas
que usarlas del modo ingenuo en que lo estoy haciendo parecerá una herejía.
Pero creo que se puede pasear por este artículo con cierto provecho desoyendo
esas objeciones que requerirían otro espacio para atenderlas. Así que sigamos
con nuestro yo y nuestra verdad.
Decía Isak Dinesen que
“todas las penas pueden soportarse si las ponemos en una historia o contamos
una historia sobre ellas”. Tomada tal cita en su literalidad y aplicándola a
nuestro asunto, me parece que se abren dos posibilidades. O bien se soporta el
dolor dando testimonio de él o bien nos consuela saber que ha servido para
crear una obra de arte, una buena narración autobiográfica. La primera
posibilidad es ética, la segunda estética, aunque no creo que se den de un modo
puro ninguna de las dos (cualquiera de ellas llevará consigo algo de la otra).
Un
ejemplo del escribir para dar testimonio de algo que debe ser contado lo
tenemos en Primo Levi. La prueba de su motivación extraliteraria está en que,
químico de profesión, probablemente no
hubiera escrito libro alguno de no haber vivido un tiempo en el campo de
Auschwitz. Contrariamente a la repetida frase de Adorno de que la escritura se
ha vuelto imposible después de Auschwitz, hay quien decide aplicar la pluma a
esa experiencia. De hecho, el premio Nobel de literatura Imre Kertész (que
también estuvo en Auschwitz) invertía en una conferencia la frase diciendo que
“después de Auschwitz ya solo pueden escribirse versos sobre Auschwitz”. Pero
aquí hemos pasado ya a la segunda posibilidad aludida, a la literatura que se
hace a partir del dolor. Un ejemplo de ello es para mí El colgajo, el libro en que Philippe Lançon, uno de los
supervivientes del atentado de Charlie Hebdo en París en enero de 2015, cuenta
su terrible experiencia. El objetivo literario es aquí inseparable de una
indagación en el yo. Los recursos de la literatura son precisamente los
elegidos para esa búsqueda del misterio que se encierra en el hecho traumático.
Pero siempre sin romper el pacto autobiográfico, pues cuando esta ruptura
acaece, el escritor ha saltado ya al terreno de la ficción o ha decidido
quedarse en la misma frontera y poner un pie en su propia vida y otro en un
territorio inventado.
Quizá pueda parecer que
Levi no hace literatura y Lançon sí. Pero que una motivación sea más o menos
literaria o que se recurran a técnicas narrativas consolidadas no dice nada del
resultado. Alguien podría afirmar incluso lo contrario: cuanto más enraizado
está en la realidad desnuda, más literario es lo producido. En ese sentido,
quiero acabar este artículo con un texto estremecedor. Lo escribió en un pedazo
de papel un oficial del Kursk, aquel submarino que naufragó en el año 2000 y
cuyos 118 tripulantes murieron: “13.15. Todos
los tripulantes de los compartimientos sexto, séptimo y octavo pasaron al
noveno. Hay 23 personas aquí. Tomamos esta decisión como consecuencia del accidente.
Ninguno de nosotros puede subir a la superficie. Escribo a ciegas”.
JUAN
FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA
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