EL PUENTE
Cuando
vi el puente que saltaba el profundo abismo al fondo del cual discurría un
breve río recordé un cajón. Fue lo primero que vino a mi memoria, el cajón de
la casa de mis padres donde guardaba, desordenados, cartas, postales,
documentos, carnets, fotografías y pequeños objetos (llaveros, bolígrafos, una
flor seca, la pluma de una paloma) del lejano tiempo de mi adolescencia y
primera juventud. Pensé en el cajón y luego pensé en una postal que estaría
dentro de él. En ella se veía el mismo puente sobre el mismo abismo desde la
misma perspectiva que ahora yo tenía. Por detrás, estaba escrito: Querido amigo: Esta es la ciudad en la que
ahora enseño y vivo. Una ciudad señorial, de un señorío venido a menos, como
simboliza el río que hay bajo este puente, un río otrora caudaloso y ahora
apenas una lágrima que se desliza tristemente. Pero ya me conoces. Esa
melancolía me gusta y me da fuerzas. Me he propuesto acabar mi novela y leer
todo Balzac. Espero que este curso estés aprendiendo mucho y viviendo aun más.
Un abrazo. Juan Manuel. Juan Manuel había sido mi profesor de literatura
los dos años anteriores y aquel curso, mi último de instituto, le habían
concedido traslado a la ciudad señorial desde la que me escribía. Yo había sido
su alumno predilecto, había leído todos los libros que recomendaba y ganado
todos los concursos de poesía que organizaba. Intercambiamos un buen puñado de
cartas durante unos años. Yo le contaba mis desengaños amorosos o académicos y
le mandaba mis pretenciosos poemas. Él me aconsejaba sobre estos con tino de
experto y sobre aquellos con suficiencia de adulto, al tiempo que me ponía al
día de sus logros y proyectos literarios. En aquel tiempo llegó a publicar su
novela y se embarcó en un libro del que nadie podría decir a qué género
pertenecía. No recuerdo exactamente cuándo murió nuestra correspondencia, pero
cuando acabé la carrera ya no le escribí para decírselo. Tampoco escribía ya poesía.
Al
ver el puente sobre la hondura veo también la foto de la postal y se despierta
en mí exactamente el punto de vista en el que estaba situado a mis diecisiete años,
la idea del mundo, de mi corto pasado y del largo futuro que entonces tenía.
Siento y veo lo que entonces sentía y veía, como si no hubieran transcurrido
después más de treinta años. Esa perspectiva y la actual se dan al mismo tiempo
o, como ocurre con las imágenes ambiguas (el pato-conejo, la vieja-joven),
alternan tan rápidamente que dan la impresión de ser simultáneas. El
adolescente que fui y el hombre maduro que soy. La postal y el puente. En la ciudad
señorial venida a menos que visitaba por primera vez y en la que no sabía si
viviría todavía, quizá jubilado ya, mi profesor de literatura del instituto,
autor de tres o cuatro novelas descatalogadas, mi hijo mayor, diecisiete años, corto
pasado y largo futuro, me dijo:
—Papá, ¿qué ves en ese puente que tienes una expresión tan extraña?
JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA
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