Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 27 de abril de 2020.
LIBROS
La celebración, el pasado 23, del día
del libro, ha dejado flotando un puñado de ideas en mi magín, que intentaré
ordenar en las líneas que siguen.
Los que desde muy pronto y ya sin
interrupción hemos tenido un contacto frecuente y promiscuo con los libros
sentimos cierta incomodidad al oír consejos y expresiones como “leer es bueno”,
“un libro es un amigo” o “lee lo que quieras, pero lee”. Como si alguien
dijera: “¡viva la comida!, da igual qué comas, lo importante es que comas” o
“beber es vivir, sea lo que sea que bebas, bebe”. Hay tal cantidad y variedad
de libros que usar el mismo nombre para todos designa solo su más pura
exterioridad. Y, sin embargo, lo que hace del libro algo mágico es sobre todo
su contenido. Hay el best seller insulso, a quien un reciente aforismo de José
María Herrera retrata como “incapaz de ejercer verdadera influencia en un
número extraordinariamente elevado de lectores”. Hay novelas entretenidas,
agudas y documentadas, como las de Galdós. Hay libros sobre “un colectivo de
espíritus multidimensionales procedentes del sistema estelar de las Pléyades”,
que se comunican con nosotros desde 1988. Hay cuentos inteligentes y brillantes
como los de Chesterton, Doyle, Borges o
Cortázar. Hay biografías de Cristiano Ronaldo. Hay mundos extraños y
peligrosos, como el de Dostoievsky o Kafka. Hay un libro donde se sostiene que
no está demostrado que la tierra se mueva y que, en efecto, no lo hace, y
además es plana. Y hay, en fin, descripciones de horrores, como la que, con
estilo notarial y por ello más terrible, lleva a cabo Primo Levi del campo de
concentración en el que estuvo. El lema “leer es divertido” no es precisamente
el que mejor conviene a su libro Si esto
es un hombre.
Y sin embargo, aun haciendo una
selección y quedándonos solo con lo que, con un criterio abierto y comprensivo,
podemos considerar valioso, no hemos resuelto el problema de nuestra relación
con los libros. Porque es ahora donde aparece la cuestión más interesante, la
cuestión del erudito. Un autor tan antiguo como Heráclito ya nos advierte de
que “erudición no enseña sensatez”. La idea está también en el Eclesiastés: “No sepas demasiadas cosas,
te volverás estúpido”. Montaigne hizo grabar estas últimas palabras en la viga
20 de su torre. El peligro de los libros no es tanto perderse en su propio y
atractivo laberinto como no darse cuenta de que su salida es la realidad. Chesterton
propone que entendamos la locura como la preferencia del símbolo por encima de
aquello que representa. El avaro es un loco porque prefiere el dinero a aquello
que simboliza: la comida, la casa, el viaje. Del mismo modo, el erudito
antepone el libro a todo aquello con lo que está relacionado: lugares,
peripecias, personas, historias. Hay un tufillo idólatra en la declaración de
Mallarmé: “El mundo existe para llegar a un libro” (que por cierto recuerda
aquella del octavo libro de la Odisea de que los dioses urden a tantos la ruina
“por dar que cantar a los hombres futuros”). ¿No se trata exactamente de lo contrario, de
que el libro existe para llegar al mundo? Y esta especie de cambiazo en que
consiste la erudición no ocurre tanto por amor a los textos como por indiferencia
hacia la vida. En estas consideraciones, si no me equivoco, está la llave para
distinguir al erudito del sabio.
Valincourt, a quien se le había quemado la biblioteca,
le respondió a Racine cuando este lo lamentó: “Si mis libros no me hubieran enseñado
a prescindir de ellos, no me habrían servido de nada”. En Paradojas de los estoicos, de Cicerón, se dice: «A menudo elogiaré
a aquel sabio, a Bías, que se contaba entre los Siete, según creo. Cuando su
patria fue capturada por el enemigo y los demás se daban a la huida acarreando
muchas de sus cosas, como alguno de estos le amonestó a que hiciera lo mismo,
replicó: “Pero ya lo hago pues conmigo llevo todos mis bienes”». Espero llevar
yo también conmigo todos mis libros y no haber caído en este artículo en la
erudición que reprueba.
Juan Fernando Valenzuela Magaña
Cierto, Juanfer.
ResponderEliminarEstoy completamente de acuerdo con eso tan vago de que "leer es bueno". De hecho, muchas veces he pensado que para leer ciertas cosas que solo distraen y no dejan la menor huella, mejor salir a la calle a respirar aire libre... La comparación con la comida es perfecta: no da igual comer una cosa que otra.
Lo que sí es verdad es que no podría tampoco prescindir de la "fisicidad" de los libros: no soy tan espiritual, y necesito también de su parte sensorial. Si me quitaran los libros no sería lo mismo: me gusta tener libros, amontonarlos y me hace feliz verlos y sacarlos de vez en cuando del estante y releer algo que he subrayado, sacar uno y releer algo que me hace sentarme en medio del pasillo enfrascado por ese pasaje que no recordaba o que engancha de nuevo. Y eso se nota en los libros digitales: uno los usa cuando no queda más remedio y porque su casa no es infinita, pero es otra cosa, otra experiencia. Decía Thomas Mann que él lee de manera diferente cuando se trata de un libro prestado o cuando es suyo propio. Y a mí me pasa lo mismo porque con el propio subrayo y, con ello, de alguna manera provoco posteriores relecturas...
En fin, un tema y artículos muy sugestivos. Un abrazo.
Justamente eso que tú dices de la "fisicidad" de los libros me iba saliendo siempre al paso mientras redactaba el artículo. Pues el propio libro (el libro propio) adquiere una individualidad que lo hace insustituible y perderlo es algo más que perder el soporte de unas ideas. Habría que conjugar esta idea con la del artículo para darle más densidad, en efecto.Un abrazo.
Eliminar