Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 21 de abril de 2025.
RISAS (II)
Hablábamos de risas en el anterior
artículo, y quedábamos en hacerlo en este de los que no se ríen nunca. El
ejemplo clásico romano más conocido es Marco Licinio Craso (II a.C.), aunque en
puridad sí llegó a reír en una ocasión, que tiene cierta similitud con las que
mataron de risa a Crisipo y Filemón y que vimos en el pasado artículo. “Pero
esa única excepción”, dice Cicerón, “no impidió que lo llamasen agelastos”, es decir, el que no se
ríe nunca. Había un oráculo en Grecia, el oráculo de Trofonio, ubicado en una
cueva, del que la gente salía con una expresión de seriedad sobrecogedora
debido a lo que allí dentro había experimentado. Llevaban entonces al individuo
a un trono llamado de Mnemósine (“memoria”) para contar lo visto y aprendido, y
después a un edificio donde ya había estado antes de estar listo para visitar
el oráculo. Según cuenta Pausanias, que no habla de oídas porque estuvo él
mismo allí, todavía el sujeto está “preso del temor e inconsciente todavía
tanto de sí mismo como de los que están cerca”. Después, añade, “recobrará
todas sus facultades y le volverá la risa”. Es verdad que se cuenta de un tal
Parmenisco cuya pérdida de la capacidad de reír parecía permanente (lo que lo
obligó a consultar el oráculo de Delfos, de oráculo en oráculo iba este tipo),
pero luego acabó riendo. Sin embargo, parece ser que existía también la idea de
que quien salía de esa cueva nunca más volvía a reír, como puede leerse en
Feijoo.
La palabra griega agelastos la utilizó Rabelais, quien desconfiaba de quienes no
reían y cuya literatura es alegre y divertida. Acuérdense en este sentido de
aquel monje medieval de El nombre de la
rosa y su campaña contra la risa. Esa magnífica novela está tan vinculada
al asunto que nos ocupa que ya he oído en más de una ocasión llamarla El nombre de la risa.
Pero no cerraremos el tema quedándonos
con el mal sabor de boca que la gente seria y sombría nos pueda provocar, sino contando
unos chistes con la solera que los siglos otorgan.
Recurriré a la recopilación de chistes de la antigüedad llamada el Philogelos (“amante de la risa”). «Un lumbrera, un calvo y un barbero que iban de viaje acamparon en un lugar solitario. Acordaron que cada uno de ellos se quedaría despierto en turnos de cuatro horas para proteger el equipaje. Cuando le tocó al barbero hacer la primera guardia, para pasar el rato le afeitó la cabeza al lumbrera y, terminado su turno, lo despertó. El lumbrera se rascó la cabeza al despertar y se encontró con que no tenía pelo. “Pero qué idiota es el barbero —dijo—. Se ha equivocado y ha despertado al calvo en vez de a mí”». Aclaremos que el calvo es una figura cómica muy socorrida para los romanos y que la del lumbrera protagoniza muchos chistes de esta recopilación. ¿No nos recuerda también la estructura del chiste a la de aquellos que comienzan hoy con “Un francés, un inglés y un español…”? Otro con el mismo personaje del intelectual falto de sentido común dice así: “Un lumbrera se cruza con un conocido y le pregunta: “¿Quién murió, tu hermano gemelo o tú?”” También hay chistes de leperos de la época, que eran los de Abdera (también los de Sidón y Cime, todas ciudades del Mediterráneo oriental). Ejemplo: «Un hombre de Abdera, al ver a un eunuco charlando con una mujer, preguntó a otro si era la mujer del eunuco. Cuando el otro hombre comentó que un eunuco no podía tener mujer, él dijo: “Entonces será su hija”».
Los
chistes son como monedas que intercambiamos y que se metamorfosean poniendo
como protagonistas a quienes más nos conviene. Hasta mi infancia llegó uno que
tenía como personaje principal a Quevedo, pero ya en época de Feijoo (siglo
XVIII) se contaban chistes sobre él, como aquel en el que, estando en un
corrillo y viendo cómo se burlaban los demás del tamaño enorme de su pie, dijo
que había allí otro mayor. Los demás se observaron los pies y, como vieron que
todos eran menores, le dijeron que mentía. En absoluto, respondió Quevedo, y
sacó el otro pie, que tenía apartado y que, en efecto, era más grande.
Juan Fernando Valenzuela Magaña
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