Texto publicado en la revista Stella en 2024.
FALSA MONEDA
No hay acontecimiento privado en el cual
no encontremos, buscándolo bien, una fibra, un cabo que tenga enlace más o
menos remoto con las cosas que llamamos públicas. No hay suceso histórico que
interese profundamente si no aparece en él un hilo que vaya a parar a la vida
afectiva.
(Pérez Galdós)
Me basta con cerrar los ojos para
verlo. Es un día de septiembre de 1908 y en Navas de San Juan hay hombres y
mujeres cuyos nombres, apellidos y rasgos (la forma de un mentón o una nariz,
el color de unos ojos) podemos encontrar todavía hoy en las mismas calles. Pero
era otro mundo, otra España, la España de Alfonso XIII y de Antonio Maura. En
las casas, en las tabernas y en los comercios del pueblo, ese año se había
hablado sin parar del poco caudal de la Fuente de Taza, que no se correspondía
con lo llovido y que hacía suponer que las cañerías estaban obstruidas. Pero,
como en el resto del país, también se había hablado mucho de monedas falsas,
sobre todo de los “duros sevillanos”. La
peculiaridad de esta moneda era que tenía la misma, a veces más, cantidad de
plata (por debajo de las tres pesetas) que la moneda de curso legal. Ya no servía el truco
de tirarla contra el mostrador de mármol y saber por la altura del rebote si era
falsa. Y por mucho que se mirara el busto del rey o el escudo, ni siquiera los
expertos podían dictaminar con claridad. El problema era tan grave que Maura había
rescatado a Sánchez Bustillo, una vieja figura de la política española, y lo había
puesto al frente del ministerio de Hacienda. En julio, el ministro decidió
pagar el precio de la plata de cada moneda falsa que se entregara, pero ¿quién iba
a dar un duro, que aun siendo falso parecía tan verdadero, por menos de tres
pesetas? Así que hubo cierto caos, y algunos comercios se negaron a aceptar
duros. Finalmente, entre el 10 y el 24 de agosto se había permitido canjear los
dudosos por verdaderos. Además, la plata se había controlado y se luchaba
contra los falsificadores. Había detenciones en todas partes de España.
Me basta con cerrar los ojos para
verlo. El alcalde don Fructuoso está escuchando los airados comentarios de un grupo de gente. Todos son
vendedores, la mayoría de hortalizas, pero está también Juan José Granados, el
confitero, casado desde febrero con Estrellica, y Roque el panadero. Juan
Martínez, el inspector de policía municipal, intenta poner orden porque todos
hablan atropelladamente y a la vez, quejándose de que les han pagado o
intentado pagar con moneda falsa. “Los forasteros de los que estáis hablando se
van del pueblo”, dice parsimonioso Antonio Hebrard, el farmacéutico, “acabo de
cruzarme con ellos”. Y, sin pensárselo dos veces y tras dar recado a la Guardia
Civil, don Fructuoso sale a paso rápido por la calle del Santo seguido por
Juan Martínez y algunos curiosos. Al llegar al lugar donde estaba la ermita de
San Sebastián, les da alcance. Son dos mujeres y un hombre, intimidados por la
imponente presencia del alcalde, subrayada por el poblado bigote. “Vengan
ustedes conmigo, tenemos que aclarar un asunto”. Por el camino protestan,
dicen que no han hecho nada, que ellos solo han pagado con monedas recibidas en
otras tiendas. Al llegar al ayuntamiento, don Fructuoso ordena a Pedro
Patón, el alguacil portero, que no deje pasar a nadie excepto a los guardias
civiles. Cuando estos llegan, los interrogan junto al alcalde y Juan en una pequeña
dependencia. Sus nombres son Esteban Segura, que ya conoce la cárcel, Leocadia
Blázquez, su esposa, y María Sánchez, vecinos los tres de Beas de Segura. Tras
el registro se les descubre 155 monedas de dos pesetas, algunos duros y dos
billetes de 50. Todo falso.
“Entre lo de
Pernales y esto, va camino de ser usted un héroe”, le diría al día siguiente
Juan Garrido, el médico, comentando la noticia aparecida en La Prensa y aludiendo a su colaboración
en la captura del bandolero el año anterior. Minutos después, al ir a pagar la
consumición, el tabernero apuntaría: “Lo siento, no aceptamos duros”.
JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA
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