Texto publicado en la revista Stella, 2015
LA LUZ DEL REGRESO
El reto consistía en poner el dedo
índice en la parte inferior del marco de la ventana, en el hueco en forma de
arco que dejaba el cristal roto. Entonces alguien cogía este por arriba y lo
subía, manteniéndolo en alto durante unos segundos de angustioso suspense, el
dedo índice temblando en el marco de la ventana, sostenido por el tenso
esfuerzo de la voluntad, los ojos tal vez cerrados. Luego el cristal caía y
golpeaba contra la madera y el dedo permanecía entero, ileso y ya tranquilo en
el hueco del cristal. La ventana pertenecía, si no me equivoco, a la casa que
había entre la Pajarilla y la churrería de Anuncia, en una calle excepcional
para jugar a las bolas por la calidad de sus piedras (la losa ante la tienda de
la Carrasca era la mejor del pueblo) y la prueba, que tenía algo de iniciático,
delataba al cobarde y aupaba al valiente. Creo que la llamábamos la guillotina.
Puede
sorprender que vivamos tiempos nostálgicos, que afloren libros y programas de
televisión sobre la cotidianeidad de lejanos años del siglo pasado. Lo que no
es sorpresa es que la nostalgia haya triunfado en las Navas. Siempre estuvo
ahí. La sorpresa estaría en este caso en que lo más novedoso de nuestro mundo,
internet, se haya puesto al servicio, en dos conocidos lugares virtuales de dos
paisanos nuestros, de un sentimiento que nos lleva a un pasado sin móviles, sin
ordenadores y hasta sin televisión.
Un
hombre se asoma a un balcón de la Peña. Ha corrido a sus espaldas la gruesa y
pesada cortina de un rojo oscuro, viejo, gastado, para dejar de nuevo en penumbra
la sala de la televisión. En Argentina, España está jugando contra Brasil y han
llegado al descanso empatados a cero. Nadie sabe todavía que el partido quedará
así, pese a que en el minuto 74 Santillana ponga de cabeza el balón a los pies
de un Cardeñosa que nunca podrá olvidar la ocasión finalmente desbaratada. El
hombre puede ver y oír, casi al pie de la torre de la Iglesia, a los niños que
juegan a la guillotina. Es una tarde de finales de primavera, en el aire se mezcla
el aroma de la vegetación de la plaza, el sonido del agua de la fuente, los
gritos de los niños y los comentarios sobre Kubala a sus espaldas.
Nostalgia, de nostos y algos, significa
dolor por el regreso. Es el sufrimiento por no poder regresar. La obsesión por
el regreso, la primacía de la nostalgia sobre la aventura, la consagró Homero
en su Odisea. Ulises está empeñado en
volver a su Ítaca: “Mas con todo yo quiero, y es ansia de todos mis días, el
llegar a mi casa y gozar de la luz del regreso”.
El
hombre ha atravesado la penumbra de la sala de televisión y baja las anchas
escaleras deslizando la mano izquierda por el pasamanos de madera. Una patulea
de niños entra corriendo de la calle, lentifican su paso vigilantes y
disimulados, bordean la escalera y se detienen ante la puerta del pequeño patio
lleno de macetas. Los más osados cogen los botijos, beben, y se los pasan a los
demás. En unos segundos han terminado y salen corriendo antes de que nadie
pueda regañarles.
La
nostalgia que tanto éxito está teniendo no es exactamente la misma de Ulises. Este
podía volver a su casa; nosotros no podemos volver a la infancia, a la
guillotina, al primer amor, a la Peña, a aquella tarde de primavera. La
nostalgia de Ulises está entreverada de ansia (“ansia de todos mis días”),
porque hay un modo de acabar con el dolor por el regreso: regresando. La
nuestra es tranquila y, asumiendo la imposibilidad del regreso, se recrea en la
evocación. Por eso nuestra nostalgia es agridulce: el dolor por no poder volver
va acompañado de una suerte de regreso, el regreso que permite la memoria.
El
hombre se ha quedado a mitad de la escalera mirando los botijos que han saciado
la sed infantil. Todos tienen una corona de chapa en el pitorro y una tapa
tejida con lana en la boca. Sin saber por qué, está seguro de que uno de esos
niños, muchos años después, sentirá el deseo y la imposibilidad de volver a esa
tarde de primavera de guillotina, carreras y botijos, que en ese momento es
puro presente.
Juan Fernando Valenzuela
Magaña
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