jueves, 10 de abril de 2025

Un cuadro perdido de Adolfo Moreno Sanjuán

 Publicado en la revista de San Juan, 2024

UN CUADRO PERDIDO DE ADOLFO MORENO SANJUÁN

            Caminaba por la estrechez de las callejuelas del Marché aux Puces de París con la sensación de habitar un sueño ajeno. En las tiendas había oxidados relojes parados en una hora de los años cuarenta, mesas dieciochescas que el tiempo había noblemente encarecido, canicas sobadas un siglo atrás con ilusión por unas manos infantiles que el tiempo fuera cuajando, cuarteando y finalmente borrando, un par de guantes de tela ajada con la memoria de unas manos femeninas, de dedos largos y pintadas uñas, un humilde sillón roto por todas partes, moldeado por el cuerpo cansado que noche tras noche, año tras año, se hundía en él, cartas que deseaban un buen aniversario, un feliz 1905, una rápida curación, o que contaban las pequeñas cosas de la vida, los estudios del hijo, las vacaciones en el mar, el lugar de una cita secreta. Cosas que durante un tiempo colmaron la vida de alguien y que luego el polvo de la amnesia fue cubriendo hasta enterrarlas. Y, entre todas ellas, inverosímilmente, allí estaba el cuadro.

            Lo había pintado Adolfo Moreno Sanjuán y estuvo expuesto en el Salón de Otoño de Madrid el año 1952. Se encontraba en paradero desconocido, pero yo lo conocía por una fotografía del catálogo. Mi interés se debía a que el pintor había nacido en Navas de San Juan, el 24 de diciembre de 1888, aunque creció en Castellar gracias a una permuta de su padre con otro maestro de escuela. Fue un niño enfermizo y con una memoria visual extraordinaria. En 1907 llegó a Madrid para hacerse pintor. Diez años después, ante la inseguridad del mundo del arte, obtuvo una plaza de funcionario. Durante el resto de su vida seguiría pintando e intentando hacerse un hueco en la vida artística, aunque su carácter poco intrigante y renuente a pedir favores y quizá su propia pintura, que él mismo califica de “modesta” y “discreta”, hará que su carrera pictórica sea más bien gris. Pero, pese a todo, la tuvo, y expuso en distintos Salones de Otoño y en la galería Pereantón. Ahora tenía ante mí ese Retrato, que en su día estuvo en la sala II del XXV Salón de Otoño. Una mujer sentada en un sillón parece mirar, soñando o pensando, al interior de sí misma.

            Los relojes, las mesas, las canicas, los guantes, el sillón, las cartas y el propio cuadro, aun maltrechos y aislados, se sublevaban contra el tiempo y su olvido, y su indócil grito ahogado, su onírica insumisión, desenterraba instantes de entre los años. Como si me dijeran: No es lo mismo haber vivido que no existir nunca. Como si lo que una vez fue vivo viviera de algún modo para siempre. Como si la eternidad fuera haber vivido un día.                       

                                                 Juan Fernando Valenzuela Magaña      




                           

            

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