Publicado en la revista de San Juan, 2024
UN
CUADRO PERDIDO DE ADOLFO MORENO SANJUÁN
Caminaba por la estrechez de las
callejuelas del Marché aux Puces de París con la sensación de habitar un sueño
ajeno. En las tiendas había oxidados relojes parados en una hora de los años
cuarenta, mesas dieciochescas que el tiempo había noblemente encarecido, canicas
sobadas un siglo atrás con ilusión por unas manos infantiles que el tiempo fuera
cuajando, cuarteando y finalmente borrando, un par de guantes de tela ajada con
la memoria de unas manos femeninas, de dedos largos y pintadas uñas, un humilde
sillón roto por todas partes, moldeado por el cuerpo cansado que noche tras
noche, año tras año, se hundía en él, cartas que deseaban un buen aniversario,
un feliz 1905, una rápida curación, o que contaban las pequeñas cosas de la
vida, los estudios del hijo, las vacaciones en el mar, el lugar de una cita
secreta. Cosas que durante un tiempo colmaron la vida de alguien y que luego el
polvo de la amnesia fue cubriendo hasta enterrarlas. Y, entre todas ellas, inverosímilmente,
allí estaba el cuadro.
Lo había pintado Adolfo Moreno
Sanjuán y estuvo expuesto en el Salón de Otoño de Madrid el año 1952. Se
encontraba en paradero desconocido, pero yo lo conocía por una fotografía del
catálogo. Mi interés se debía a que el pintor había nacido en Navas de San
Juan, el 24 de diciembre de 1888, aunque creció en Castellar gracias a una
permuta de su padre con otro maestro de escuela. Fue un niño enfermizo y con
una memoria visual extraordinaria. En 1907 llegó a Madrid para hacerse pintor.
Diez años después, ante la inseguridad del mundo del arte, obtuvo una plaza de
funcionario. Durante el resto de su vida seguiría pintando e intentando hacerse
un hueco en la vida artística, aunque su carácter poco intrigante y renuente a
pedir favores y quizá su propia pintura, que él mismo califica de “modesta” y “discreta”,
hará que su carrera pictórica sea más bien gris. Pero, pese a todo, la tuvo, y
expuso en distintos Salones de Otoño y en la galería Pereantón. Ahora tenía
ante mí ese Retrato, que en su día
estuvo en la sala II del XXV Salón de Otoño. Una mujer sentada en un sillón
parece mirar, soñando o pensando, al interior de sí misma.
Los relojes, las mesas, las canicas,
los guantes, el sillón, las cartas y el propio cuadro, aun maltrechos y
aislados, se sublevaban contra el tiempo y su olvido, y su indócil grito
ahogado, su onírica insumisión, desenterraba instantes de entre los años. Como
si me dijeran: No es lo mismo haber vivido que no existir nunca. Como si lo que
una vez fue vivo viviera de algún modo para siempre. Como si la eternidad fuera
haber vivido un día.
Juan Fernando Valenzuela Magaña
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