Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 19 de junio de 2023.
CISNES
Una de
las imágenes que más me impresionaban en la adolescencia era la del canto del
cisne. La idea de que la mejor canción la ejecutara este animal justo antes de
desaparecer mezclaba la belleza y la muerte en una edad en la que esta es más
un concepto con sugerentes matices que una inapelable realidad. Ya de por sí el
cisne era visto en la Antigüedad como un magnífico cantor. En el Himno a Delos,
Calímaco llama a estos animales “aedos cantores del dios”, refiriéndose a
Apolo, y nos dice que eran las aves de las Musas, “las más melodiosas de
cuantas tienen alas”. Y la propia creencia del canto del cisne antes de morir
la encontramos el Fedón de Platón,
donde este nos cuenta la muerte de su maestro Sócrates. En un libro reciente esta
imagen, que metafóricamente se extiende al mundo de la creación (El canto del cisne se llamó a la
colección póstuma de lieder de Schubert), se relaciona con la melancolía. El
cisne es el animal que mejor la representa. Melancolía y cisne mezclan opuestos
elementos: peso y ligereza, serenidad y amenaza, belleza y miedo. Víctor Hugo
decía que la melancolía era “la felicidad de estar triste”, algo que
suscribiría cualquiera que haya mirado por la ventana un ocioso y solitario día
de lluvia o que haya reparado en la afición por las ruinas de la figura
histórica melancólica por excelencia: el romántico. En el libro mencionado (La melancolía en tiempos de incertidumbre,
de Joke J. Hermsen), la melancolía es entendida como un estado de ánimo que
puede adoptar formas diversas, desde la situación propicia a la creación hasta
la depresión. Yo tengo mis reservas ante esta interpretación de la depresión
como una forma de melancolía, una forma patológica e improductiva, la
melancolía mala, que podemos oponer a la melancolía buena, relacionada con la
creatividad y el genio. Tiendo a pensar que la diferencia cualitativa entre
ellas es tal que se trata de dos cosas distintas y no de dos versiones de lo
mismo. En cualquier caso, el cisne valdría como símbolo, a mi juicio, solo de
la melancolía como tal o, en la versión de Hermsen, de la melancolía buena, no
de la depresión o melancolía patológica, por cuanto esta última no parece unir
esos opuestos que decíamos al principio, sino excluir los elementos positivos
(belleza, serenidad…) y quedarse solo con los negativos (miedo, amenaza).
Pero no solo es la
melancolía lo que el cisne simboliza. En un tremendo poema de Baudelaire
titulado precisamente así (y dedicado a Víctor Hugo) aparece uno que, junto a
un arroyo seco, baña sus alas en el polvo de un París en plena transformación.
Es ridículo y sublime a un tiempo y se identifica con los desposeídos, con los
derrotados, con los exiliados… y probablemente con la figura del poeta en un
mundo que lo niega, un mundo prosaico, vulgar y gris. Otro poeta francés,
Mallarmé, aquilata un cisne fantasmal hecho de su recuerdo, un cisne que es a
la vez anhelo e impotencia de creación. Pero, pese a su presencia en la poesía
francesa del XIX, el poeta que este animal estaba destinado a tener era un
nicaragüense europeizado, Rubén Darío. Pedro Salinas dice de él que “casi llega
a una teoría del cisne y de lo císnico”. Y es verdad que nuestro animal de hoy nos
aparece en toda su obra, y con diferentes significados: paganismo y
sensualidad, encanto romántico wagneriano, emblema de la pureza por su
blancura, misteriosa interrogación por su cuello, inspiración poética,
aristocratismo y pura forma bella.
Contra este cisne dariniano, o contra una parte de él, la parte sensual y
decorativa, se rebela un poeta mexicano, González Martínez, en su soneto “La
muerte del cisne”, cuyo primer y agresivo verso es “Tuércele el cuello al cisne
de engañoso plumaje”. Y contrapropone al blanco y gracioso pero superficial
cisne el sapiente búho de inquieta pupila, capaz de interpretar “el misterioso
libro del silencio nocturno”. Pero la del búho ya es otra historia.
Juan Fernando Valenzuela Magaña
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