Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 17 de julio de 2023.
MOSCAS
En esta serie de artículos dedicados a seguir las
sugerencias personales que ciertos animales me producen, he elegido para este
mes estival uno acorde con él: la mosca. Y lo primero que me llama la atención
al respecto es la ambivalencia que entraña este insecto. Por un lado, remite a
lo inmundo y sucio, y está así relacionado con el asco. Por otro, hay una
vertiente más simpática de este animal que podemos encontrar, como veremos, en
la literatura.
Por su relación con excrementos y basura, la mosca produce
asco. Mucho antes de que Ekman lo calificara como una de las emociones básicas
(como el miedo o la sorpresa), Darwin lo relacionaba con la comida y con el
sentido del gusto. Puede que lo traicionara la etimología, puesto que asco en
inglés es “disgust” (“desagradable al gusto”). ¿Acaso no intervienen también el
olfato y el tacto en el asco? La palabra en español podría relacionarse con el
antiguo usgo, procedente de osgar (odiar), lo que subraya el
carácter aversivo de esta emoción. Pero no solo hay rechazo en ella, también
atracción, como lo prueba su uso en películas donde lo asqueroso es un potente
reclamo. De hecho, se ha señalado la tentación de hacer del asco la categoría
principal de la estética contemporánea, contraponiéndola a la noción
dieciochesca de gusto. Hay un estudio clásico sobre el asco de 1929, debido a
Kolnai, en el que este fenomenólogo húngaro lo distingue de la angustia, asunto
tan filosófico por aquel entonces. Según él, la angustia se centra en el
sujeto, que se ve amenazado y busca protección, mientras que el asco tiene un
mayor carácter intencional, está más orientado a lo exterior. Lo asqueroso se
siente próximo, contaminante. La esencia de lo asqueroso (Kolnai piensa en los
excrementos, las secreciones, la mugre, los gusanos, los tumores…) sería una
vitalidad que se rebela, que se desborda más allá de cualquier límite y forma,
que se ramifica y lo homogeiniza todo. Puede relacionarse esto con los dos
tipos de asco que señala Ian Miller: el freudiano, que impide que satisfagamos
un deseo inconsciente, y el originado por el abuso (“la sensación de náuseas
que produce el exceso”). La idea de relacionar el asco y lo informe, lo que
salta los límites, es muy interesante si la vemos a la luz de la oposición
clasicismo/romanticismo. Pero este calor que rebasa las líneas conocidas
aconseja pasar al otro aspecto de las moscas, más amable.
Imposible entonces no recordar el poema de Machado a ellas
dedicado en el que se mezclan evocación, familiaridad, estío, hastío y modestia:
“Vosotras, las familiares, / inevitables golosas, / vosotras, moscas vulgares,
/ me evocáis todas las cosas”. Menos conocido es el Elogio de la mosca del escritor del siglo II Luciano de Samósata.
Si Dión escribe su Elogio del papagayo,
mostrando su habilidad para tratar un tema trivial, Luciano pretende ir más
allá eligiendo, para aplaudir igualmente (no ya para defenderlo), un animal
repugnante. Después de alabar su cuerpo y su vuelo (“describe una curva
perfecta hasta el punto del aire al que se dirige”), apela a la autoridad de
Homero para recordar que este compara el arrojo del mejor de los héroes con “la
audacia de la mosca y la intrepidez y persistencia de su ataque” y que “tanto
ensalza y aprecia a la mosca, que no la menciona ocasionalmente una vez ni en
escasos pasajes, sino con frecuencia”. Y cita más adelante con admiración su
habilidad para disfrutar de los esfuerzos ajenos (“tiene la mesa llena en todas
partes”).
Terminaré con una mosca famosa. Un matemático amigo mío
sostiene que trabaja más de lo que parece porque cuando está en el sofá su
mente sigue laborando. Del mismo modo, y en la línea del poema de Machado, un
día Descartes seguía las evoluciones de una mosca por el techo del cuarto donde
él estaba echado en la cama. Y entonces se preguntó si se podría describir el
punto exacto en el que estaba la mosca en cada momento. Se dijo que sí, y así
nacieron, dice la leyenda, las famosas coordenadas cartesianas.
Juan Fernando Valenzuela
Magaña
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