Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 16 de octubre de 2023.
EL DESPERTAR
El
momento del despertar es especialmente delicado. Abandonamos un mundo incoherente,
extraño, flexible y personal y regresamos a uno de rígidas reglas, consistente
y común. “Para los que están despiertos, el orden del mundo es uno y común,
mientras que cada uno de los que duermen se vuelve hacia uno propio”, dice un
aforismo de Heráclito. Es lo que un amigo mío no tenía en cuenta cuando de niño
creía que si había soñado con otro niño, ambos habían compartido el mismo
sueño, y lo miraba con complicidad en la escuela. He observado que hay gente
que salta con júbilo y ánimo del primer al segundo mundo (aunque sea muy
temprano) y otra a la que le cuesta incorporarse de nuevo a la vida, que siente
que tiene que subir un escalón cada mañana antes de andar por el piso de la
vigilia. Esto último puede deberse a distintos motivos. Borges apuntaba uno, la
maravilla que supone el ámbito onírico: “Si el sueño fuera (como dicen) una / tregua,
un puro reposo de la mente, / ¿por qué, si te despiertan bruscamente, / sientes
que te han robado una fortuna? / ¿Por qué es tan triste madrugar? La hora / nos
despoja de un don inconcebible,”.
He
dicho que el despertar supone un tránsito de una dimensión incoherente a otra
férreamente reglada, pero solo era una primera aproximación. El sueño parece
tener sus propias reglas, y la vigilia no nos resulta a veces tan firme y
segura, como muestra Kafka en dos de sus obras más famosas, La metamorfosis y El proceso. Ambas comienzan con un despertar. En La metamorfosis, ahora llamada La transformación, las primeras palabras
son: “Cuando, una mañana, Gregor Samsa se despertó de unos sueños agitados, se
encontró en su cama convertido en un monstruoso bicho”. Aunque los lectores han
llegado a pensar en ese bicho como una langosta o un ciempiés, parece claro que
se trata de un escarabajo. Menos expresionista, pero no menos inquietante, es
el conjunto de peripecias que acaecen a Joseph K. en El proceso y que arrancan con otro despertar: “Alguien debía de
haber calumniado a Joseph K., porque, sin haber hecho nada malo, fue detenido
una mañana”. El protagonista recibe la inesperada visita de dos hombres cuando
aún se encuentra en la cama. El lúcido praguense parece haber escogido
justamente ese momento de paso, ese entre,
para romper la continuidad con el mundo cotidiano en el que tanto Samsa como
Joseph K. se habían acostado confiados la noche anterior. Subyace la idea de
que el despertar es un momento peligroso y que, si uno consigue mantener en él
su posición en el mundo, el resto de la jornada se desarrollará con
tranquilidad.
La
misma indefinición de este momento se subraya en el comienzo de la novela El doble, de Dostoyevski, cuya atmósfera
no está lejos de las que hemos comentado: “Faltaba poco para las ocho de la
mañana cuando Yákov Petróvich Goliadkin, funcionario con la baja categoría de
consejero titular, se despertó después de un largo sueño, bostezó, se desperezó
y al fin abrió los ojos de par en par. Durante unos instantes, sin embargo,
permaneció inmóvil en la cama como si no estuviese aún seguro de estar
despierto o de seguir durmiendo, de si lo que acontecía en torno suyo era, en
efecto, parte de la realidad o sólo prolongación de sus alborotados sueños”.
Si
me dejo llevar por las sugerencias de cuanto hemos dicho, viene a mi memoria un
poema de Valente que también comienza con un inquietante despertar: “Hoy he
amanecido / como siempre, pero / con un cuchillo / en el pecho. Ignoro / quién
ha sido, / y también los posibles / móviles del delito. / Estoy aquí / tendido
/ y pesa vertical / el frío”.
No es esta atmósfera la que percibimos
en Proust, quien elige para el arranque de su inmensa obra En busca del tiempo perdido el momento opuesto, el momento en que
uno se dispone a abandonar un día de un mundo compartido e ingresar en el
privado de los sueños. Así principia su novela: “Mucho tiempo he estado
acostándome temprano. A veces, apenas había apagado la bujía, cerrábanse mis
ojos tan presto, que ni tiempo tenía para decirme: “Ya me duermo””.
JUAN FERNANDO
VALENZUELA MAGAÑA
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