Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 6 de noviembre de 2023.
LA FAMA
Probablemente lo primero en lo que haya pensado el lector al leer la
palabra del título haya sido en los famosos que pueblan la televisión y demás
medios de comunicación, incluidas las redes sociales. Esa fama, que consiste en
ser conocido de muchísima más gente de la que uno conoce, tiene, por supuesto,
grados, tanto en su calidad como en su duración. El extremo inferior en
calidad, que a su vez admite matices, sería el llamado “famoso por ser famoso”,
aquel que lo es sin ninguna razón particular (o desproporcionadamente en
relación con alguna) o bien por asociación con alguna celebridad. El extremo
inferior en duración serían los “quince minutos de fama” que, en la expresión
atribuida a Andy Warhol, todos tenemos en nuestro mundo en algún momento de
nuestras vidas. En cualquier caso, en sí esta fama es efímera; nada garantiza
(más bien al contrario) que perdure en el tiempo.
Pero también utilizamos la palabra fama
para referirnos a alguien del pasado cuyos méritos han logrado que su nombre permanezca
más allá de la muerte. Es lo que llamamos “pasar a la posteridad”. “Todos los
bienes del mundo / pasan presto y su memoria, / salvo la fama y la gloria”,
cantaba Juan del Encina en torno al año 1500. Muchos siglos antes, Píndaro la
calificaba de “deseadísima”. En realidad, la avidez de fama puede señalarse
como un rasgo constante en la historia de Grecia, desde los héroes homéricos
hasta Alejandro, y tiene que ver con la atención al individuo y a la propia
personalidad, en contraste con la cultura oriental. El lugar que el artista
ocupa en esta visión de la fama es determinante, pues es él el encargado de
inmortalizar las hazañas, que quedarían ocultas sin su concurso. Heródoto narra
las Guerras Médicas precisamente “para que no se desvanezcan con el tiempo los
hechos de los hombres, y para que no queden sin gloria grandes y maravillosas
obras, así de los griegos como de los bárbaros”. Además de como dador de
inmortalidad, el escritor es a la vez objeto de la misma, como se encargó de
recordar Ennio (en el contexto romano) en su epitafio: “Nadie el don de las lágrimas me rinda, porque vivo de boca en boca voy
volando”.
Habría que ver en qué momento esta idea empieza a ser cuestionada, pero
está claro que en época romana ya había una tradición crítica contra ella, que
a su vez era criticada. Valerio Máximo dice: “Por lo demás, no desdeñan la gloria ni
siquiera aquellos que tratan de inculcar desprecio por ella, ya que no dudan en
poner su nombre en los libros que escriben, para de este modo perpetuarse en la
memoria y obtener lo que ellos mismos pretenden desacreditar”.
Esta fama tiene una versión muy curiosa por cuanto incierta mientras el
beneficiario trabaja para ella, y es la fama póstuma, la adquirida una vez
muerto.
Aunque hemos dado por supuesto que esta fama es positiva (del mismo modo
que al hablar de “suerte” damos por hecho que es buena), existe también la mala
fama. Fue la que se ganó Eróstrato, que buscó pasar a la posteridad incendiando
el templo de Artemisa en Éfeso (el mismo día, se dice, que nació Alejandro
Magno). Parece como si con Eróstrato la fama se hubiera desvinculado de aquello
que le daba sentido y se hubiera vuelto autónoma. Ya en Heródoto puede verse un
atisbo de esto al resistirse a nombrar a plagiarios o falsarios, dando así a
entender que, aun negativa, la fama es siempre un premio. Por cierto, también
en el caso de Eróstrato se prohibió dejar registro de su nombre para que no
consiguiera la pretendida inmortalidad, del mismo modo que hoy día no vemos en
la televisión al espontáneo que salta a un campo de fútbol. Pero alguien se fue
de la lengua, o del cálamo.
Esta dualidad de la fama era representada mediante dos trompetas, a veces
clara la de la buena fama, oscura la de la mala.
Pero lo más llamativo si uno penetra en la idea de la fama es su
vinculación con el rumor. La palabra fama
incluía antiguamente ambas cosas. ¿Cómo es posible? Habrá que ver en qué
consiste el rumor, para lo que emplazo al lector a un posterior artículo.
Juan Fernando
Valenzuela Magaña
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