Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 22 de mayo de 2023.
ABEJAS Y ARAÑAS
Los dos textos más conocidos sobre las
abejas son el canto IV de las Geórgicas
de Virgilio y La fábula de las abejas de Mandeville. Entre ambos el tiempo ha volado
diecisiete siglos. El poeta latino nos cuenta cómo cuidar las colmenas, cómo viven
las abejas y el mito del pastor Aristeo y su implicación en la muerte de
Eurídice, a consecuencia de la cual murieron sus abejas. La visión que Virgilio
y la Antigüedad en general tienen de la abeja como símbolo no es explícita en
este texto (solo hay una alusión al origen divino de la miel que nos lleve a
ella), pero conviene por su belleza comenzar por él y decir que la abeja fue
equiparada con el poeta o el artista en la medida en que estos liban los jugos
de distintas flores para elaborar la propia miel y la propia cera, es decir,
beben de los grandes maestros para crear dulzura y luz, que siempre dependerán
del pasado (la Memoria, recordemos, es la madre de las Musas).
Sin embargo, en el siglo XVIII las
abejas van a significar algo completamente distinto. En La fábula de las abejas de Mandeville, estas son egoístas y
laboriosas, trabajan por su propio interés, pero el resultado es que la
sociedad prospera. “Vicios privados, virtudes públicas”, es el lema que
condensa esta concepción. A partir de ahí, la colmena vendrá a representar una
sociedad de trabajadores afanados en una ciega labor que va a crear una
sociedad materialista, confortable pero desencantada, desespiritualizada.
Antes de que se produjera ese cambio de
orientación del símbolo de la abeja, Jonathan Swift, el de Los viajes de Gulliver, hablaba de este animal todavía en el viejo
sentido (como creador a partir de las obras de los grandes autores que lo
preceden), contraponiéndolo a la araña, que saca de sí misma toda su invención.
Recuérdese a Descartes, quien rechaza con osadía la tradición y monta toda su
filosofía a partir de sí mismo, extrayendo del yo la telaraña de su teoría. Con
el tiempo también el símbolo de la araña va a virar desde este yo geométrico y
racional hacia el yo lírico y sentimental del romanticismo, que intentará
expresar en la obra todo cuanto lleva dentro.
Quizá no sea casualidad que el mito en
el que Ovidio nos cuenta la transformación de Aracne en araña tenga en su
centro la soberbia de la protagonista. En el libro VI de Las metamorfosis, leemos acerca de una doncella que decía tejer
mejor que Minerva, la diosa de la artesanía y la sabiduría. Tal presunción la
llevó a una competición con la diosa en la que cada una trazó sobre su tejido
diversas historias. Minerva representó el pleito entre ella (Atenea en la
mitología griega) y Neptuno para ver quién daba nombre a la ciudad de Atenas, y
en las cuatro esquinas de su lienzo, a modo de advertencia, compuso cuatro
historias en pequeño sobre diferentes transformaciones (entre ellas la de
Antígona, quien por compararse con la esposa de Júpiter, fue metamorfoseada por
ella en cigüeña). Aracne usó como tema para su obra los amores de los dioses.
Minerva no pudo hallar en ella ningún defecto. Finalmente, la convirtió en
araña. “De esta manera, en araña transformada, sigue tejiendo con sus hilos la
tarea a que ella estaba acostumbrada”, concluye Ovidio. El complejo cuadro Las hilanderas, de Velázquez, recrea
este mito. Algo de vanidad, pues, tiene la araña cartesiana y la romántica en
su pretensión de crear desde la nada, de introducir novedades absolutas en el
mundo. Pero ello presuponía mirar a la cara el pasado. La araña contemporánea,
sin embargo, ha conservado la vanidad pero se ha desentendido del pretérito.
Por eso su tela se repite anacrónica, monótonamente.
Quizá nunca hayamos estado tan lejos de
la abeja clásica, la que crea teniendo en cuenta prestigiosos modelos, como en
nuestros tiempos de recalcitrante adanismo. Y observamos que la otra abeja, la
laboriosa y egoísta, se ha fusionado con la vanidosa araña dando lugar al
consumidor digitalizado y aislado de hoy, que teje con inconsciente y
olvidadiza velocidad esa inmensa telaraña común que llamamos la Red.
Juan Fernando Valenzuela Magaña
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