Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 4 de diciembre de 2023.
SALINGER
Y KAFKA
En el artículo del mes pasado
hablábamos sobre la fama, entendida bien como celebridad, bien como permanencia
en la posteridad. Ambas cosas no son incompatibles, claro, y la fama puede
significar a veces un reconocimiento en vida de la obra de alguien, que a su
vez permitiría barruntar su ingreso en el círculo de los elegidos por la posteridad.
Muchos de ustedes habrán leído u oído hablar de
El guardián entre el centeno, la obra
más conocida de Salinger y de lo poco que se ha publicado de él. Salinger, que
murió en 2010, es un escritor estadounidense conocido por su alejamiento de la
vida pública. Un abogado le preguntó una vez en un juicio: “¿Ha concedido
alguna vez una entrevista?”. Su respuesta fue: “Siendo yo consciente, no”.
Aunque constan algunas (entre ellas, a un adolescente para el periódico de su
instituto), lo cierto es que su aislamiento se hizo proverbial y conseguir una
foto de él consistía en todo un reto para los periodistas. Los últimos cuarenta
y cinco años de su vida no publicó nada. La expectación con que se esperaba
algo salido de su pluma explica que uno de los números más vendidos de la
revista Esquire fuera aquel en el que
aparecía un relato anónimo que muchos lectores (por su título y su estilo)
atribuyeron a Salinger y que había sido escrito por el editor de narrativa de
la revista. Que no publicara nada no implica que no escribiera. De hecho, dejó
a su hijo cientos de miles de páginas y una instrucción: “Publícalo todo. Lo
feo, lo bueno y lo malo, que sea el lector el que decida lo que vale o no”. ¿Por
qué Salinger rechazaba la fama de un modo que, paradójicamente, lo hizo tan
famoso? Porque era un escritor y se dio cuenta de que para escribir necesitaba
que lo dejaran en paz. Incluso publicar lo vivía como un obstáculo para su
labor. Según él, escribía para sí mismo, por su propio placer. Pero la
instrucción dada a su hijo nos permite aventurar que tal vez también escribía
para la posteridad.
Esa instrucción, por contraste, ha
podido traer a la memoria del lector la de Kafka a Max Brod. Según se dice, el
primero le habría ordenado al segundo que quemara todos sus papeles y este
habría desobedecido permitiéndonos el acceso a una de las obras más influyentes
del siglo XX. Sin embargo, ¿ocurrieron las cosas de ese modo? Tenemos dos
textos, llamados comúnmente “testamentos”, dirigidos a su amigo y albacea Max
Brod, aunque nunca recibidos por él, sino encontrados tras la muerte del
escritor en un cajón junto a más papeles. El primer texto estaba escrito a
tinta, y Brod cuenta que Kafka, en una conversación donde hablaron de
testamentos, se lo había enseñado por fuera diciéndole: “Mi testamento será muy
sencillo… pedirte que lo quemes todo”.
Brod le dijo que no cumpliría tal cosa. El segundo texto es posterior y
detalla su disposición. Kundera, crítico con Brod, considera que aquí se
demuestra que Kafka no quería destruir su obra, sino seleccionarla, pues dice
lo que, de entre lo publicado y lo que no, consideraba válido. Lo que quería
que se destruyera se refiere a dos tipos de textos. Por un lado, los escritos
íntimos, lo que parece muy razonable y cuya publicación e incluso lectura
plantea una espinosa cuestión moral. Por otro, los cuentos y novelas que según
él no logró culminar. En cualquier caso, y aun admitiendo las sensatas reservas
del recientemente fallecido Kundera, Kafka manifiesta ahí desear que nada (ni
siquiera lo considerado válido) sea editado de nuevo y transmitido a la
posteridad. Tal como yo veo el asunto, su vocación era la literatura (“consisto
yo mismo en literatura, no soy ni puedo ser otra cosa”, dice en una carta a
Felice Bauer), lo que no quiere decir que no le importara que su obra fuera
reconocida, tanto en su tiempo como en el futuro. A favor de este interés
tenemos el hecho de que en su lecho de muerte estuvo revisando las pruebas de un
libro que se publicaría poco después de su fallecimiento. Si sumamos a esto su
exacerbada autocrítica, tendremos quizá una visión más acertada de ese famoso
mandato a su amigo Max Brod.
Juan Fernando
Valenzuela Magaña
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