jueves, 10 de abril de 2025

El ánfora

 Texto publicado en la revista de San Juan, 2017


 

EL ÁNFORA

 

         Aprovecho estas páginas para retirar públicamente de uno de nuestros vecinos el baldón que sobre él he vertido en los últimos meses. Aunque todos me conocéis y la mayoría sabéis a qué me refiero, el desenlace de la historia ha ocurrido hace tan poco que, pese a mi interés por divulgarlo, es ampliamente desconocido. Así que contaré lo ocurrido desde el principio, para que el lector se convenza de la probidad del acusado (el pobre Antonio) y juzgue de la mía.  

         Me llamo Juan y, tras jubilarme, quise retirarme a las calles de mi infancia, que poco han cambiado desde entonces. He sido, lo sabéis, un hombre importante y he vivido en las ciudades más influyentes del planeta, desde Nueva York a París. Alguien como tú no puede esconderse en ningún sitio, me dijo un ministro en una recepción real. Se equivocaba. Basta retirarse, dejar de querer estar en primera fila, para que se olviden de inmediato de ti.

         Un domingo por la tarde asistía a la misa de las ocho. En la iglesia donde fui bautizado, donde hice la primera comunión y donde me confirmé, la homilía del cura hacía de bajo continuo de mis recuerdos y pensamientos. En mi infancia tuve una intensa fe que ahora vuelve, al final de mi vida, en el mismo templo donde comenzó. Miraba el mural de Baños en el que San Juan Bautista predica a un grupo de hombres y mujeres, bajo la figura de Dios y el Espíritu Santo rodeados de ángeles. Volvían con nitidez mis días de niño y mi cálida fe de entonces, aunque lamentaba que no lo hiciera también mi vista, que empezaba a fallarme: no veía bien la palma del martirio (el que San Juan habría de sufrir) que uno de los ángeles sujetaba, ni el ánfora junto a la mujer en la esquina inferior derecha, los dos detalles que, con el caballo, más me habían impresionado de niño. Es verdad que no estaba en los primeros bancos, sino a la altura donde se ha puesto recientemente la pequeña cámara acristalada que guarda el fragmento de misal medieval que constituye el mayor tesoro de nuestra iglesia y de nuestro pueblo. Siempre ha estado, como sabéis, en un armario de la sacristía, pero ahora se había decidido mostrarlo a los fieles y a los pocos turistas que pudieran venir. Yo recordé el robo del Códice Calixtino y pensé si nuestra joya tendría la protección adecuada.

         Por ello, al terminar la misa, entré en la sacristía. Hacía cincuenta años que no había vuelto a ver la amplia mesa, con el solemne crucifijo sobre una piedra pisapapeles, la inmensa cajonera donde se guardaban las prendas sacerdotales, las sillas de alto respaldo donde una vez confesé a mi sacerdote que quería ser misionero. Ahora, de pie, confesaba otra piadosa intención.

         ― Me preguntaba si las medidas de seguridad del fragmento de misal son las adecuadas. Yo podría ayudar económicamente si no es el caso.

         ― Se lo agradezco mucho, Juan. Pero precisamente hemos cambiado de empresa por ese motivo. Han instalado un sistema de alarma nuevo. No obstante, nos vendría bien una aportación para Cáritas.

         ― Delo por hecho.

         Días después, una mañana fría de noviembre, rezaba en un banco del fondo de la iglesia. No había nadie más. Entonces lo vi entrar. Era Antonio, nuestro vecino desaparecido hacía un año. Todos pensábamos que el alzheimer lo habría desorientado en un paseo por el campo y habría caído en un pozo o en el fondo de un barranco. Pues bien: allí estaba, con un largo vestido oriental, mirando desconfiado en derredor. Los dientes eran desproporcionados, como si se hubiera colocado una dentadura de juguete que le quedara grande. Envuelto en la penumbra del fondo, no me había visto, pese a que me levanté e hice ademán de decirle algo. Entonces se acercó a la puerta del fragmento del misal, sacó una llave de su bolsillo y penetró en el interior de la cámara. Salió con él bajo el amplio y colorido vestido, cruzó la iglesia y se marchó. Me quedé petrificado, incapaz de reaccionar. Cuando lo hice, fui corriendo tras él. Pero al salir a la plaza, solo había unos niños jugando a la pelota. Dijeron que no habían visto a nadie. Corrí al interior y fui a la cámara. La puerta estaba cerrada, pero la llave no estaba echada. Entré y sonó una alarma que expandió su estridencia por todas las calles del pueblo. Sobre la mesita donde se exponía, faltaba nuestro tesoro.

         Aunque al principio recayeron sobre mí algunas sospechas, mi pregunta a los niños demostraba que yo no tenía intención de robar nada, pues no me hubiera hecho notar tan alegremente antes de cometer mi fechoría. Tampoco habría un motivo económico, aunque sí pudiera haberlo coleccionista (a los ricos se nos tiene por personas capaces de pagar una fortuna por un cuadro que nadie más que nosotros podrá ver por tratarse de una pintura robada). Por último, yo conocía la existencia de la nueva alarma y no iba a dejarme atrapar por una trampa que el cura me había explicado. Tras describir una y otra vez lo que había visto, la cara grotesca de Antonio con sus dientes enormes y el vestido colorido del que di mil detalles, me creyeron y se pusieron a buscarlo con el mismo resultado de  un año antes. Quedaba por explicar cómo se había hecho con una copia de la llave y por qué no había sonado la alarma.        

         Esta última duda me la aclaró el cura poco después. Me hizo pasar al antedespacho, esa salita dentro de la sacristía en la que hay un sofá, dos sillones, una mesita baja y el boceto del mural del altar mayor. Me acerqué a él y, después de buscar inútilmente el ánfora y de constatar la ausencia de la cruz en la mano de San Juan, dije: ― Usted dirá.

         ― ¿Qué piensa usted que pasó?

         Yo había urdido una conjetura:

         ― Se trata de un robo, de un robo largamente preparado. El alzheimer era falso, quiso que se le diera por muerto y, un año después, disfrazado grotescamente con un vestido y con unos dientes comprados en los chinos, robó el fragmento del misal. Sin duda quiso cerciorarse de que no había nadie antes de entrar del todo, pero la penumbra del fondo me ocultó. En cuanto a la copia de la llave, debió de hacerse de algún modo con la original y devolverla a su lugar. Lo que no entiendo es por qué no sonó la alarma. Conmigo sí lo hizo.

         ― A eso puedo responderle. Si la alarma sonó cuando usted entró es porque alguien había entrado ya antes.

         ― ¿Qué quiere decir?

         ― Me lo han explicado. Este sistema funciona a partir de la primera detección de movimiento o calor corporal por el sensor. Se instala, hay un primer reconocimiento y a partir de ahí salta la alarma a la menor ocasión. Es cierto que nos lo dijeron antes de instalarla, pero ni el que la instaló ni nosotros entramos para que la alarma quedara, digamos, activada. Tal vez él pensó que lo haríamos nosotros en el momento en que consideráramos oportuno y nosotros, o por lo menos yo, pensé que lo había hecho él. Pero, en efecto, ninguno lo hizo. Así que cuando entró el ladrón la alarma no sonó. Cuando lo hizo usted, estaba ya activada.

         Hubo un silencio, en el que el cura parecía debatirse interiormente. Había algo que dudaba si decirme o no. Finalmente se decidió.

         ― He recibido una carta anónima.

          ― ¿Una carta?

         ― Sí, con matasellos del pueblo. De algún vecino, probablemente. No dice mucho, solamente que tiene una hipótesis sobre el robo muy rocambolesca pero fácil de confirmar o de refutar. Tendría usted que ir al oftalmólogo.

         ― ¡Por favor! Eso ofende.

         ― Le aseguro que el remitente no duda de su buena fe. No explica su hipótesis, pero incluye en su carta una nota para el oftalmólogo. Aquí la tiene. La decisión de ir o no es suya.

         La nota decía:

         “Tomografía por emisión de positrones. Flujo sanguíneo en los lóbulos occipital y parietal. Surco temporal superior. Recuerde a Charles Bonnet.”

         Tras unos días dando vueltas a la nota entre mis dedos, pedí cita a mi oftalmólogo. Le conté todo lo referente al robo y le entregué el papel. Se quedó sorprendido y me hizo todo tipo de preguntas y pruebas. La hipótesis del remitente, aunque descabellada, era cierta. Tengo el síndrome de Charles Bonnet. Suele darse en pacientes con gran deterioro de la visión, pero también puede aparecer en gente que todavía ve relativamente bien, como yo, si están afectadas zonas superiores del sistema visual. El caso es que se pueden tener alucinaciones complejas, especialmente de personas. No es una enfermedad psiquiátrica, sino oftalmológica. Las alucinaciones no suelen ser amenazantes. Incluso pueden ser inspiradoras. Hay una paciente poeta, me contó el médico, que las utiliza. Habla de las visiones que le proporciona “el ángel de las alucinaciones”.

         Así que bien pudo ser que, como piensa el remitente misterioso, tuviera una alucinación cuando vi a Antonio. El vestido exótico y los dientes desproporcionados son característicos en esa clase de alucinaciones. La falta de interacción que hay en ellas explica que no se diera cuenta de que yo estaba ahí. El fragmento del misal, entonces, ya había sido robado cuando yo entré a la iglesia.

          Inmediatamente hablé con el cura.

         ― El misterioso remitente ha resultado ser un lince ― le dije―. ¿Proponía también un autor del robo?

         ― Solo decía que, de ser cierta su hipótesis, como lo ha sido, las sospechas recaerían sobre alguien que supiera que la alarma no sonaría en la primera ocasión. El operario, el sacristán o yo.

         ― Si hubiera sido usted habría roto la carta.

         ― ¿Y arriesgarme a que el remitente tuviera una prueba contra mí? Si hubiera sido yo, me habría comportado como lo he hecho ― y calló unos segundos para crear la expectación que calmó diciendo: ― Pero no he sido yo. Tampoco el sacristán, confío plenamente en él. Así que…

         No había tenido más alucinaciones hasta ayer. Mientras asistía a misa y miraba la obra de Baños, vi réplicas de las personas que escuchaban a San Juan Bautista y del ánfora, réplicas en miniatura, que se movieron y se salieron del mural situándose junto al sacerdote y los monaguillos. El ángel de las alucinaciones, me dije. Me acompañará en este retiro del ruido del mundo.

         En cuanto al remitente de la carta, con curiosidad busco una mirada, un gesto, que revele la perspicacia del vecino que la escribió.

 

JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA

Un cuadro perdido de Adolfo Moreno Sanjuán

 Publicado en la revista de San Juan, 2024

UN CUADRO PERDIDO DE ADOLFO MORENO SANJUÁN

            Caminaba por la estrechez de las callejuelas del Marché aux Puces de París con la sensación de habitar un sueño ajeno. En las tiendas había oxidados relojes parados en una hora de los años cuarenta, mesas dieciochescas que el tiempo había noblemente encarecido, canicas sobadas un siglo atrás con ilusión por unas manos infantiles que el tiempo fuera cuajando, cuarteando y finalmente borrando, un par de guantes de tela ajada con la memoria de unas manos femeninas, de dedos largos y pintadas uñas, un humilde sillón roto por todas partes, moldeado por el cuerpo cansado que noche tras noche, año tras año, se hundía en él, cartas que deseaban un buen aniversario, un feliz 1905, una rápida curación, o que contaban las pequeñas cosas de la vida, los estudios del hijo, las vacaciones en el mar, el lugar de una cita secreta. Cosas que durante un tiempo colmaron la vida de alguien y que luego el polvo de la amnesia fue cubriendo hasta enterrarlas. Y, entre todas ellas, inverosímilmente, allí estaba el cuadro.

            Lo había pintado Adolfo Moreno Sanjuán y estuvo expuesto en el Salón de Otoño de Madrid el año 1952. Se encontraba en paradero desconocido, pero yo lo conocía por una fotografía del catálogo. Mi interés se debía a que el pintor había nacido en Navas de San Juan, el 24 de diciembre de 1888, aunque creció en Castellar gracias a una permuta de su padre con otro maestro de escuela. Fue un niño enfermizo y con una memoria visual extraordinaria. En 1907 llegó a Madrid para hacerse pintor. Diez años después, ante la inseguridad del mundo del arte, obtuvo una plaza de funcionario. Durante el resto de su vida seguiría pintando e intentando hacerse un hueco en la vida artística, aunque su carácter poco intrigante y renuente a pedir favores y quizá su propia pintura, que él mismo califica de “modesta” y “discreta”, hará que su carrera pictórica sea más bien gris. Pero, pese a todo, la tuvo, y expuso en distintos Salones de Otoño y en la galería Pereantón. Ahora tenía ante mí ese Retrato, que en su día estuvo en la sala II del XXV Salón de Otoño. Una mujer sentada en un sillón parece mirar, soñando o pensando, al interior de sí misma.

            Los relojes, las mesas, las canicas, los guantes, el sillón, las cartas y el propio cuadro, aun maltrechos y aislados, se sublevaban contra el tiempo y su olvido, y su indócil grito ahogado, su onírica insumisión, desenterraba instantes de entre los años. Como si me dijeran: No es lo mismo haber vivido que no existir nunca. Como si lo que una vez fue vivo viviera de algún modo para siempre. Como si la eternidad fuera haber vivido un día.                       

                                                 Juan Fernando Valenzuela Magaña      




                           

            

El cuento no premiado de Miguel Nieto

Texto publicado en la revista de San Juan de 2022 


EL CUENTO NO PREMIADO DE MIGUEL NIETO

 

         No hay concurso, certamen, prueba, oposición o competición sin sospecha de injusticia cuando no de trampa o amaño. En el siglo XVII don Quijote cuestionaba las justas literarias al decir que el primer premio se da en función del “favor o la gran calidad de la persona”, mientras que el segundo es de “mera justicia”.

         El jueves 8 de marzo de 1906 El Liberal publicaba el fallo del concurso de cuentos que había organizado el propio periódico. Los miembros del jurado (Armando Palacio Valdés, Vicente Blasco Ibáñez y José Nogales) repartieron el primer premio entre cuatro trabajos, uno de ellos, titulado “Un ejemplo”, correspondiente a Valle-Inclán. Además recomendaron la publicación de otros cuatro. Entre los 922 participantes restantes se hallaba nuestro paisano Miguel Nieto, que había publicado tres años antes una Historia de las Navas de San Juan y que colaboraba en El Día, en cuya redacción trabajaba. El 19 de marzo aparece en este periódico el cuento rechazado, titulado “La canción del poeta”, indicándose que el excesivo número de trabajos “ha debido ser un obstáculo para la acertada selección”, dados los escasos miembros del jurado y el poco tiempo de que disponía (de hecho, el 28 de febrero se anunció el aplazamiento del fallo a instancias del jurado). El Día añade que publica el texto no como protesta, “que sería justificada en parte”, sino para que los lectores “aprecien como se merece” la tarea literaria del autor, cuya prosa es “siempre castiza y amena”.

Pero la publicación en la prensa diaria debió dejar insatisfecho a Nieto, porque en mayo de ese mismo año de 1906 tenemos ya a la venta un libro de unas cien páginas titulado Cuentos presentados en el concurso de El Liberal, con cinco no premiados, entre los que se halla “La canción del poeta”. He encontrado tres referencias a él. Una, repetida muchas veces, en El Globo, que es más bien una nota publicitaria. Otra, en El País de 27 de mayo, donde se dice que algunos de los cuentos del libro pueden codearse con los premiados, salvo con el de Valle-Inclán (la reseña parece atribuir el primer premio exclusivamente a este escritor, contra lo que hemos visto en el fallo), se defiende al jurado (“no cometió grande injusticia”) y se admite que estos trabajos “no merecían quedar inéditos” y “son casi todos agradables”. Por último, en la revista Nuestro Tiempo hay una dura reseña firmada por Andrés González-Blanco que, a la vez que despotrica contra los concursos, califica de “cuentuchos insignificantes” los del libro y acaba extrañándose con sarcasmo de que los trabajos de “esta piña de autorzuelos” no hayan sido premiados en público concurso.

No sé de cuántos ejemplares sería la edición, pero al menos uno ha sobrevivido al paso del tiempo. Su poseedor le ha puesto un precio de 70 euros, unas 11 650 pesetas. Cuando salió a la venta, hace 116 años, valía una.

JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA

Nadie duerma

 Texto publicado en la revista Stella, 2008

    NADIE DUERMA

 

            El prior se quedó perplejo al leer el nombre del remitente. Por un momento revoloteó en su interior una sensación enterrada en su memoria desde hacía medio siglo. Levantó la cabeza y la presencia de Pedro el cartero, que lo miraba con la curiosidad que despierta un matasellos urgente, le trajo de nuevo al presente. Le dio una perra gorda y, tras cerrar la puerta de su despacho, que dejó fuera el gañido de los lechones de la habitación de enfrente, abrió impaciente la carta.

            Santiago seguía teniendo la misma letra elegante y firme con que redactaba en la Universidad Gregoriana sus trabajos escolásticos. Tampoco había perdido su talento narrativo y su gusto por los enigmas. El que le proponía en pocas líneas tenía, eso sí, la tara de ser real:             

                                                                                  Madrid, a 28 de diciembre de 1955

 

Querido amigo:

                        Ha pasado mucho tiempo desde nuestras correrías romanas, pero nunca he olvidado tu humanidad y tu inteligencia. A ambas apelo para ayudar a mi hermano el comisario de policía, que lleva un tiempo sin poder dormir debido a un complicado caso. Aunque la prensa guarda silencio para no alarmar a la población, recientemente ha habido tres muertes extrañas, si bien naturales, en tres puntos de España alejados entre sí. Paso a contarte brevemente los detalles que considero pueden ser relevantes.

            El primer cuerpo encontrado era el de un hombre introvertido, soltero y aficionado a las matemáticas. El segundo era el cadáver de un hombre con continuos problemas conyugales, de los que huía encerrándose en una habitación donde no paraba de hacer crucigramas. En cuanto al tercer cuerpo, lo había habitado un hombre viudo muy sociable y parlanchín, amante de las conversaciones y los debates, en los que no paraba hasta agotar todos los puntos de vista y a sus interlocutores.

Los tres fallecidos no se conocían entre ellos ni tenían un conocido común, pero dos rasgos los relacionan. Por un lado, los tres descuidaron su alimentación y su aseo y parecían ser presa de una gran preocupación que acabó consumiéndolos. Por otro, y es lo que lleva a mi hermano a pensar que tras todo esto hay una sola mano, cerca de los tres cadáveres hemos encontrado un papel con el mismo dibujo: un prisionero flanqueado por dos guardianes, uno custodiando una puerta con el letrero “libertad” y otro la opuesta con la palabra “muerte”.

Mi hermano cree que estamos ante un ajuste de cuentas. Según él, el dibujo era la señal de que morirían o una forma en clave de pedirles un dinero que no pagaron y que les costó la vida, como si dijera: eres prisionero de nuestra organización, elige la libertad (pagando) o la muerte. Pero a mí esa interpretación no termina de convencerme.

Recuerdo los enigmas que te proponía cuando éramos estudiantes, y tu lúcida rapidez para resolverlos. Ahora estamos ante un enigma real, tres personas han muerto y puede que no sean las únicas. Tendrás que hallar la respuesta, amigo.

                                                                                                           El tuyo

                                                                                              Santiago Jiménez Arnedo

 

El prior esbozó una preocupada y nostálgica sonrisa, guardó la carta y salió. Era una tarde fría de enero y la actividad palpitante de la gente que volvía de la aceituna llenaba las calles. Pero don Francisco estaba en otro lugar y otro tiempo, en una tarde romana de principios de siglo, paseando por la Via della Conciliazione junto a su amigo Santiago. Sintió el misterio y el vértigo del tiempo, y recordó las conocidas palabras de San Agustín: cuando nadie me pregunta qué es el tiempo, sé lo que es, pero si me lo preguntan, entonces no lo sé.

 

Sin saber cómo, el prior había llegado a la iglesia. Un monaguillo con ojos vivos e inteligentes, se le acercó a darle un recado de Manolico el sacristán. El prior le dijo sin venir a cuento:

—¿Qué ser, con sólo una voz, tiene a veces dos pies, a veces tres, a veces cuatro y es más débil cuantos más pies tiene?

El niño, sin sorprenderse, esforzó reflexivemente la mirada y, con una mezcla de alegría y orgullo, respondió:

— El hombre, porque cuando es niño anda a gatas y cuando es anciano se ayuda con un bastón.

— Muy bien —revolvió el pelo del niño—. Ese era el enigma que la Esfinge proponía cerca de Tebas. Y quien no conseguía responder era estrangulado y devorado.

 

Es sabido que la mente sigue trabajando a nuestras espaldas cuando algo nos preocupa. Ello explica que, mientras impartía la comunión, le pareciera que el armonium de don Ramón Palomares había evocado por un momento el Nessun dorma de la ópera Turandot, de Puccini. Mientras Timotea esperaba la Sagrada Hostia con concentrada devoción, el prior detuvo a medio camino su mano y pensó en la enorme coincidencia entre el caso que la carta de su amigo le acababa de plantear y las palabras del libreto de Turandot: Gli enigmi sono tre, la morte è una!  Los enigmas son tres, la muerte una. Mejor a la inversa, se dijo: el enigma es uno y las muertes tres. Timotea tosió levemente y la mano de don Francisco terminó su recorrido.

 

Cuando acabó la misa, don Francisco se sentó en el sillón de madera de la sacristía, llamó al monaguillo a su lado y le dijo:

— Hay otra historia similar a la de la Esfinge, y se encuentra en una ópera de Puccini llamada Turandot. Turandot es una princesa china que propone a sus pretendientes tres enigmas. Si no los resuelven, son ejecutados. El trabajo nunca falta donde reina Turandot, dicen los ayudantes del verdugo. ¿A ti te gustan los enigmas?

— Sí, mucho.

— ¿Y sabes cuál es la diferencia entre un enigma y un problema?

En algún sitio el niño había leído la respuesta, aunque no la había entendido:

— El problema tiene visos de ser soluble. El enigma, no.

— ¡Toma ya! ¿Tú entiendes lo que quiere decir eso?

— Pues la verdad, no.

— Quiere decir que mientras un problema parece tener solución, un enigma nos aparece como algo que no la tiene.

— Sin embargo —observó acertadamente el niño—, el enigma que usted me ha planteado, el de la Esfinge, la tenía.

— Así es. Por eso yo no estoy de acuerdo con esa diferencia entre un problema y un enigma. Yo tengo otra.

— ¿Cuál?

— Yo creo que la diferencia estriba en el compromiso. Un problema no nos compromete, en él no estamos comprometidos, no afecta al núcleo de nuestra vida. Es algo periférico. Sin embargo, en un enigma nos va la vida. Eso es lo que quiere decir el mito de la Esfinge. Si no acierta el enigma, el viajero tebano muere. Por eso la solución al enigma es él mismo, el hombre. Si el hombre se encuentra, vive. Si no, muere.

El prior hizo una pausa. De la calle Santa Rita llegaban las voces sin tiempo de una tarde de invierno cualquiera de mediados de siglo. El prior continuó:

— Por eso también en Turandot mueren los pretendientes que no son capaces de resolver los enigmas. Los problemas nos aparecen en tierra firme —y escenificó con sus dedos sobre la vieja mesa las dos patas de un muñeco—, los enigmas en el precipicio — y arrastró sus dedos al borde de la mesa—. Claro que hay enigmas que no tienen solución: sólo cabe iluminarlos, darles sentido. En eso consiste el misterio. Anda, apañao, tráeme papel, pluma y tintero.

El prior se olvidó del monaguillo, y éste pudo ver con disimulo por encima de sus hombros cómo escribía lo siguiente:

 

 

                                                                         Navas de San Juan, a 12 de enero de 1955

 

            Sostengo, querido amigo Santiago, que los tres hombres de tu caso fueron asesinados. Del mismo modo, sostengo que nadie los mató. Los mató algo. Los mató un enigma.

Recordarás la figura mitológica de la Esfinge y la princesa de ópera Turandot. Pese a las apariencias, en realidad no son Turandot ni la Esfinge quienes matan. Mata el enigma. Es él el que ahoga cuando uno se compromete en él, cuando uno se lo toma como algo en lo que nos va la vida, en lo que nos la jugamos. No estrangula la Esfinge, estrangula el enigma. Ese es el sentido de todas las historias donde alguien propone uno.

Te estarás preguntando (me estarás preguntando) quién es, en ese caso, el cómplice del enigma, quién la Esfinge, que tiene cabeza de mujer, o la Turandot. Y ya tenemos ahí un camino: cherchez la femme. Porque se trata de una mujer. De la misma mujer.

Así que tenemos qué los mató y quién intervino. Veamos ahora el cómo. Para ello hemos de tener en cuenta los elementos comunes que tenían las víctimas. Los tres (un soltero, un casado con problemas conyugales y un viudo) parecían carentes de amor, y abiertos por tanto a su llegada. Por otra parte, los tres gustaban de darle vueltas a los asuntos (matemáticas, crucigramas, debates). Aparece una mujer hermosa en la vida de estos hombres tan receptivos y les propone un difícil problema. La trampa está magistralmente tejida: el amor y la vanidad los hacen caer en ella. No pueden dejar de pensar, sienten que la conquista de esa mujer, que su futuro, que su vida, se resumen en esa adivinanza. El problema deviene enigma. Recuerda que a tu hermano le impide dormir este caso: exagera esa preocupación y tendrás la muerte.

Ahora debería exponerte el porqué, pero aquí sólo cuento con conjeturas. Quizá lo haga por castigo, como la Esfinge, o quizá por venganza, como Turandot. O tal vez por puro juego.

¿Qué hacer? Cuando Edipo adivinó el enigma de la Esfinge, ésta se tiró al vacío. Cuando Calaf solucionó los tres enigmas de Turandot, conquistó su amor. Así pues, la solución es la solución, si me permites el juego de palabras. Con ella os podréis enfrentar a esa mujer, y morirá o caerá enamorada.

Pero casi me despedía, amigo Santiago, sin plantear el enigma que ha matado a esos tres hombres. Se trata del enigma del prisionero. Verás. Un rey, para celebrar su cumpleaños, concede a un preso la posibilidad de ser libre. Su celda está custodiada por dos guardianes, uno que siempre dice la verdad y otro que siempre miente. Cada uno custodia una puerta, una lleva a la muerte y otra a la deseada libertad. El prisionero no sabe ni qué guardián es el sincero o el mentiroso ni en qué puerta se halla cada uno de ellos ni, por supuesto, qué puerta debe escoger. Se le concede poder hacer una pregunta, una sólo, a uno de los guardianes. Eso debe bastarle para salir por la puerta que desea, la de la libertad.

Como ves, recuerdo con claridad el planteamiento. Por desgracia, en algún momento de mi vida olvidé la solución. Me pondré a ello, pero como el asunto es urgente porque la mujer puede volver a matar, te envío mis conclusiones por si vosotros dais con la respuesta antes que yo. Hasta entonces, y como se canta en Turandot, Nessun dorma!, ¡nadie duerma!

 

                                                                                          Un fuerte y amistoso abrazo                                                                                               Francisco del Moral Almagro   

 

En efecto, esa noche el monaguillo apenas durmió. Una parte de ella la pasó resolviendo el enigma. Otra, dudando sobre si debía decírselo o no al prior, pues por un lado estaba mal leer las cartas ajenas sin permiso, pero por otro podían estar en juego vidas humanas. Resolvió darle la solución antes de la misa de ocho. La última parte, sin embargo, la pasó soñando que no se presentaba a esa misa, que se iba del pueblo en busca de esa misteriosa mujer y que le espetaba la respuesta, esperando a ver si se moría o se enamoraba perdidamente de él.

 

                                                                                    Juan Fernando Valenzuela Magaña

 

La luz del regreso

 Texto publicado en la revista Stella, 2025



LA LUZ DEL REGRESO

 

 

        El reto consistía en poner el dedo índice en la parte inferior del marco de la ventana, en el hueco en forma de arco que dejaba el cristal roto. Entonces alguien cogía este por arriba y lo subía, manteniéndolo en alto durante unos segundos de angustioso suspense, el dedo índice temblando en el marco de la ventana, sostenido por el tenso esfuerzo de la voluntad, los ojos tal vez cerrados. Luego el cristal caía y golpeaba contra la madera y el dedo permanecía entero, ileso y ya tranquilo en el hueco del cristal. La ventana pertenecía, si no me equivoco, a la casa que había entre la Pajarilla y la churrería de Anuncia, en una calle excepcional para jugar a las bolas por la calidad de sus piedras (la losa ante la tienda de la Carrasca era la mejor del pueblo) y la prueba, que tenía algo de iniciático, delataba al cobarde y aupaba al valiente. Creo que la llamábamos la guillotina.

        Puede sorprender que vivamos tiempos nostálgicos, que afloren libros y programas de televisión sobre la cotidianeidad de lejanos años del siglo pasado. Lo que no es sorpresa es que la nostalgia haya triunfado en las Navas. Siempre estuvo ahí. La sorpresa estaría en este caso en que lo más novedoso de nuestro mundo, internet, se haya puesto al servicio, en dos conocidos lugares virtuales de dos paisanos nuestros, de un sentimiento que nos lleva a un pasado sin móviles, sin ordenadores y hasta sin televisión.

        Un hombre se asoma a un balcón de la Peña. Ha corrido a sus espaldas la gruesa y pesada cortina de un rojo oscuro, viejo, gastado, para dejar de nuevo en penumbra la sala de la televisión. En Argentina, España está jugando contra Brasil y han llegado al descanso empatados a cero. Nadie sabe todavía que el partido quedará así, pese a que en el minuto 74 Santillana ponga de cabeza el balón a los pies de un Cardeñosa que nunca podrá olvidar la ocasión finalmente desbaratada. El hombre puede ver y oír, casi al pie de la torre de la Iglesia, a los niños que juegan a la guillotina. Es una tarde de finales de primavera, en el aire se mezcla el aroma de la vegetación de la plaza, el sonido del agua de la fuente, los gritos de los niños y los comentarios sobre Kubala a sus espaldas.

        Nostalgia, de nostos y algos, significa dolor por el regreso. Es el sufrimiento por no poder regresar. La obsesión por el regreso, la primacía de la nostalgia sobre la aventura, la consagró Homero en su Odisea. Ulises está empeñado en volver a su Ítaca: “Mas con todo yo quiero, y es ansia de todos mis días, el llegar a mi casa y gozar de la luz del regreso”.

        El hombre ha atravesado la penumbra de la sala de televisión y baja las anchas escaleras deslizando la mano izquierda por el pasamanos de madera. Una patulea de niños entra corriendo de la calle, lentifican su paso vigilantes y disimulados, bordean la escalera y se detienen ante la puerta del pequeño patio lleno de macetas. Los más osados cogen los botijos, beben, y se los pasan a los demás. En unos segundos han terminado y salen corriendo antes de que nadie pueda regañarles.

        La nostalgia que tanto éxito está teniendo no es exactamente la misma de Ulises. Este podía volver a su casa; nosotros no podemos volver a la infancia, a la guillotina, al primer amor, a la Peña, a aquella tarde de primavera. La nostalgia de Ulises está entreverada de ansia (“ansia de todos mis días”), porque hay un modo de acabar con el dolor por el regreso: regresando. La nuestra es tranquila y, asumiendo la imposibilidad del regreso, se recrea en la evocación. Por eso nuestra nostalgia es agridulce: el dolor por no poder volver va acompañado de una suerte de regreso, el regreso que permite la memoria.

        El hombre se ha quedado a mitad de la escalera mirando los botijos que han saciado la sed infantil. Todos tienen una corona de chapa en el pitorro y una tapa tejida con lana en la boca. Sin saber por qué, está seguro de que uno de esos niños, muchos años después, sentirá el deseo y la imposibilidad de volver a esa tarde de primavera de guillotina, carreras y botijos, que en ese momento es puro presente.

Juan Fernando Valenzuela Magaña

Falsa moneda

 Texto publicado en la revista Stella en 2024.

FALSA MONEDA

 

No hay acontecimiento privado en el cual no encontremos, buscándolo bien, una fibra, un cabo que tenga enlace más o menos remoto con las cosas que llamamos públicas. No hay suceso histórico que interese profundamente si no aparece en él un hilo que vaya a parar a la vida afectiva.

(Pérez Galdós)

 

            Me basta con cerrar los ojos para verlo. Es un día de septiembre de 1908 y en Navas de San Juan hay hombres y mujeres cuyos nombres, apellidos y rasgos (la forma de un mentón o una nariz, el color de unos ojos) podemos encontrar todavía hoy en las mismas calles. Pero era otro mundo, otra España, la España de Alfonso XIII y de Antonio Maura. En las casas, en las tabernas y en los comercios del pueblo, ese año se había hablado sin parar del poco caudal de la Fuente de Taza, que no se correspondía con lo llovido y que hacía suponer que las cañerías estaban obstruidas. Pero, como en el resto del país, también se había hablado mucho de monedas falsas, sobre todo de los “duros sevillanos”.  La peculiaridad de esta moneda era que tenía la misma, a veces más, cantidad de plata (por debajo de las tres pesetas) que la moneda de curso legal. Ya no servía el truco de tirarla contra el mostrador de mármol y saber por la altura del rebote si era falsa. Y por mucho que se mirara el busto del rey o el escudo, ni siquiera los expertos podían dictaminar con claridad. El problema era tan grave que Maura había rescatado a Sánchez Bustillo, una vieja figura de la política española, y lo había puesto al frente del ministerio de Hacienda. En julio, el ministro decidió pagar el precio de la plata de cada moneda falsa que se entregara, pero ¿quién iba a dar un duro, que aun siendo falso parecía tan verdadero, por menos de tres pesetas? Así que hubo cierto caos, y algunos comercios se negaron a aceptar duros. Finalmente, entre el 10 y el 24 de agosto se había permitido canjear los dudosos por verdaderos. Además, la plata se había controlado y se luchaba contra los falsificadores. Había detenciones en todas partes de España.

            Me basta con cerrar los ojos para verlo. El alcalde don Fructuoso está escuchando los airados comentarios de un grupo de gente. Todos son vendedores, la mayoría de hortalizas, pero está también Juan José Granados, el confitero, casado desde febrero con Estrellica, y Roque el panadero. Juan Martínez, el inspector de policía municipal, intenta poner orden porque todos hablan atropelladamente y a la vez, quejándose de que les han pagado o intentado pagar con moneda falsa. “Los forasteros de los que estáis hablando se van del pueblo”, dice parsimonioso Antonio Hebrard, el farmacéutico, “acabo de cruzarme con ellos”. Y, sin pensárselo dos veces y tras dar recado a la Guardia Civil, don Fructuoso sale a paso rápido por la calle del Santo seguido por Juan Martínez y algunos curiosos. Al llegar al lugar donde estaba la ermita de San Sebastián, les da alcance. Son dos mujeres y un hombre, intimidados por la imponente presencia del alcalde, subrayada por el poblado bigote. “Vengan ustedes conmigo, tenemos que aclarar un asunto”. Por el camino protestan, dicen que no han hecho nada, que ellos solo han pagado con monedas recibidas en otras tiendas. Al llegar al ayuntamiento, don Fructuoso ordena a Pedro Patón, el alguacil portero, que no deje pasar a nadie excepto a los guardias civiles. Cuando estos llegan, los interrogan junto al alcalde y Juan en una pequeña dependencia. Sus nombres son Esteban Segura, que ya conoce la cárcel, Leocadia Blázquez, su esposa, y María Sánchez, vecinos los tres de Beas de Segura. Tras el registro se les descubre 155 monedas de dos pesetas, algunos duros y dos billetes de 50. Todo falso.

“Entre lo de Pernales y esto, va camino de ser usted un héroe”, le diría al día siguiente Juan Garrido, el médico, comentando la noticia aparecida en La Prensa y aludiendo a su colaboración en la captura del bandolero el año anterior. Minutos después, al ir a pagar la consumición, el tabernero apuntaría: “Lo siento, no aceptamos duros”.

 

 JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA

Mercedes Fortuny y Miguel Nieto

Texto publicado en la revista Stella de 2023


MERCEDES FORTUNY Y MIGUEL NIETO

 

            Lo que más me atrae de la figura de Miguel Nieto es que siempre encuentro algo sorprendente sobre él. Fue lo bastante conocido en su tiempo para que, un siglo después, encontremos referencias en la prensa de la época o en estudios sobre los orígenes de la radio. Pero a la vez hace tantos años de ello y sus obras han sido tan olvidadas que no es fácil reconstruir con claridad su itinerario vital. ¿Tal vez la familia conserve unas memorias nunca publicadas? Quién sabe. Eso exigiría una investigación seria, que buceara en archivos y hablara con descendientes de su hermano Antonio. Yo solo he curioseado en hemerotecas digitales y he seguido pistas con talante más detectivesco que académico. En esta misma revista y en la de San Juan pueden consultarse algunos hallazgos. Hoy añadiré el más inesperado de ellos.

          

         Eran las siete de la tarde de un día de finales de noviembre del año 1950. En Radio Barcelona nacía un programa que yo llegaría a conocer a principios de los ochenta, el Consultorio de Elena Francis. Se trataba de un espacio en el que se daba respuesta a las cuestiones que las radioyentes (pues era un programa femenino) planteaban por carta, y que iban desde asuntos de cocina, jardinería, salud o belleza hasta problemas sentimentales. Pese a lo que la gente creía, Elena Francis no existía. Un equipo de guionistas, y desde 1966 uno solo, se encargaba de redactar las respuestas a las consultas. En esa primera emisión, el programa se presentó como sucesor de Radiofémina de Mercedes Fortuny.

         Radiofémina, el consultorio de la escritora Mercedes Fortuny, comenzó en Radio Barcelona en 1930. Por aquel tiempo Miguel Nieto dirigía las emisiones literarias y dramáticas en esa emisora. La estructura de Radiofémina constaba de varios bloques temáticos, con distintos colaboradores literarios que escribían sus secciones, leídas habitualmente por Carmen Martínez Illescas, primera actriz de la emisora. Además de responder a las preguntas sobre temas femeninos, había un artículo de fondo, una parte literaria con trabajos en prosa y verso de mujeres, noticias de sociedad, etc. En diciembre de 1932 el programa desaparece. Volvemos a encontrarnos con Mercedes Fortuny en 1935 como responsable de unas «Crónicas para la mujer» en la Emisión Fémina de Unión Radio Madrid.

Tras la guerra civil, Radiofémina y Mercedes Fortuny reaparecen en Radio Barcelona el 1 de octubre de 1941. Desaparece en los primeros meses de 1947 y es sustituido en octubre de ese mismo año por el programa Ella, un magacín con diferentes espacios que dura hora y media. Uno de ellos, que consistía en un comentario sobre temas diversos, corre a cargo de nuestro Miguel Nieto. Hay otro, “El noticiero de matrimonio”, que unas veces firma Nieto y otras Mercedes Fortuny.

         ¿Qué tiene que ver Miguel Nieto con estos consultorios femeninos, más allá de esas coincidencias señaladas con Mercedes Fortuny? A decir de dos investigadores, Armand Balsebre y Rosario Fontova, Mercedes Fortuny nunca existió. Eso no sería raro, ya hemos visto que también Elena Francis era un ser ficticio. En el periodismo y la literatura de la época era común el uso del seudónimo. Pero ahora viene el sorprendente hallazgo: “podríamos pensar que detrás del seudónimo de Mercedes Fortuny estuvo en realidad el novelista, dramaturgo, libretista y autor de muchos cuentos y poemas Miguel Nieto”. Ellos se basan en dos elementos: la evolución de ambos nombres en Radio Barcelona y “la semejanza gráfica de sus respectivas rúbricas en los guiones consultados”. Habría otro argumento en que ellos no reparan. Nombran a tres escritoras colaboradoras de Radiofémina que también parecen ficticias. Una de ellas, que apuntaría a la presencia de Miguel Nieto detrás de todo esto, es la baronesa de las Navas (aunque los investigadores hablan de “la condesa de las Navas”, las referencias que yo he encontrado le dan el título de “baronesa”).

         Si todo esto es cierto, Miguel Nieto tuvo que trasladarse a Madrid tras terminar en el 1934 su etapa como director de las emisiones literarias y dramáticas de Radio Barcelona. En enero de 1935, el diario La Vanguardia dice que «Mercedes Fortuny cesó en Radio Barcelona para irse a Madrid, donde seguirá por correo su Consultorio Femenino» desde un domicilio particular. En la programación de Unión Radio Madrid de un día de mayo de 1935 localizo a Mercedes Fortuny como responsable de «Crónicas para la mujer» en el programa Emisión Fémina. En un periódico de 24 de julio de 1936 aparece todavía esa sección, lo que apunta a que Miguel Nieto seguía en Madrid al comienzo de la guerra. Tras ella, según hemos visto, lo situaríamos en Barcelona en los años cuarenta.

         Retomemos a Elena Francis. En su primera emisión (recordemos: noviembre del 50) se habla de «nuestra llorada Doña Mercedes Fortuny (q.e.p.d.), de tan grata memoria». El magacín Ella había sido su último programa. También el de Miguel Nieto.

 

JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA