Texto publicado en la revista de San Juan, 2017
EL ÁNFORA
Aprovecho
estas páginas para retirar públicamente de uno de nuestros vecinos el baldón
que sobre él he vertido en los últimos meses. Aunque todos me conocéis y la
mayoría sabéis a qué me refiero, el desenlace de la historia ha ocurrido hace
tan poco que, pese a mi interés por divulgarlo, es ampliamente desconocido. Así
que contaré lo ocurrido desde el principio, para que el lector se convenza de
la probidad del acusado (el pobre Antonio) y juzgue de la mía.
Me
llamo Juan y, tras jubilarme, quise retirarme a las calles de mi infancia, que
poco han cambiado desde entonces. He sido, lo sabéis, un hombre importante y he
vivido en las ciudades más influyentes del planeta, desde Nueva York a París. Alguien como tú no puede esconderse en
ningún sitio, me dijo un ministro en una recepción real. Se equivocaba.
Basta retirarse, dejar de querer estar en primera fila, para que se olviden de
inmediato de ti.
Un
domingo por la tarde asistía a la misa de las ocho. En la iglesia donde fui
bautizado, donde hice la primera comunión y donde me confirmé, la homilía del
cura hacía de bajo continuo de mis recuerdos y pensamientos. En mi infancia
tuve una intensa fe que ahora vuelve, al final de mi vida, en el mismo templo
donde comenzó. Miraba el mural de Baños en el que San Juan Bautista predica a
un grupo de hombres y mujeres, bajo la figura de Dios y el Espíritu Santo
rodeados de ángeles. Volvían con nitidez mis días de niño y mi cálida fe de
entonces, aunque lamentaba que no lo hiciera también mi vista, que empezaba a
fallarme: no veía bien la palma del martirio (el que San Juan habría de sufrir)
que uno de los ángeles sujetaba, ni el ánfora junto a la mujer en la esquina
inferior derecha, los dos detalles que, con el caballo, más me habían
impresionado de niño. Es verdad que no estaba en los primeros bancos, sino a la
altura donde se ha puesto recientemente la pequeña cámara acristalada que
guarda el fragmento de misal medieval que constituye el mayor tesoro de nuestra
iglesia y de nuestro pueblo. Siempre ha estado, como sabéis, en un armario de
la sacristía, pero ahora se había decidido mostrarlo a los fieles y a los pocos
turistas que pudieran venir. Yo recordé el robo del Códice Calixtino y pensé si
nuestra joya tendría la protección adecuada.
Por
ello, al terminar la misa, entré en la sacristía. Hacía cincuenta años que no
había vuelto a ver la amplia mesa, con el solemne crucifijo sobre una piedra pisapapeles,
la inmensa cajonera donde se guardaban las prendas sacerdotales, las sillas de
alto respaldo donde una vez confesé a mi sacerdote que quería ser misionero.
Ahora, de pie, confesaba otra piadosa intención.
―
Me preguntaba si las medidas de seguridad del fragmento de misal son las
adecuadas. Yo podría ayudar económicamente si no es el caso.
―
Se lo agradezco mucho, Juan. Pero precisamente hemos cambiado de empresa por
ese motivo. Han instalado un sistema de alarma nuevo. No obstante, nos vendría
bien una aportación para Cáritas.
―
Delo por hecho.
Días
después, una mañana fría de noviembre, rezaba en un banco del fondo de la
iglesia. No había nadie más. Entonces lo vi entrar. Era Antonio, nuestro vecino
desaparecido hacía un año. Todos pensábamos que el alzheimer lo habría
desorientado en un paseo por el campo y habría caído en un pozo o en el fondo de
un barranco. Pues bien: allí estaba, con un largo vestido oriental, mirando
desconfiado en derredor. Los dientes eran desproporcionados, como si se hubiera
colocado una dentadura de juguete que le quedara grande. Envuelto en la penumbra
del fondo, no me había visto, pese a que me levanté e hice ademán de decirle
algo. Entonces se acercó a la puerta del fragmento del misal, sacó una llave de
su bolsillo y penetró en el interior de la cámara. Salió con él bajo el amplio
y colorido vestido, cruzó la iglesia y se marchó. Me quedé petrificado, incapaz
de reaccionar. Cuando lo hice, fui corriendo tras él. Pero al salir a la plaza,
solo había unos niños jugando a la pelota. Dijeron que no habían visto a nadie.
Corrí al interior y fui a la cámara. La puerta estaba cerrada, pero la llave no
estaba echada. Entré y sonó una alarma que expandió su estridencia por todas
las calles del pueblo. Sobre la mesita donde se exponía, faltaba nuestro tesoro.
Aunque
al principio recayeron sobre mí algunas sospechas, mi pregunta a los niños
demostraba que yo no tenía intención de robar nada, pues no me hubiera hecho
notar tan alegremente antes de cometer mi fechoría. Tampoco habría un motivo
económico, aunque sí pudiera haberlo coleccionista (a los ricos se nos tiene
por personas capaces de pagar una fortuna por un cuadro que nadie más que
nosotros podrá ver por tratarse de una pintura robada). Por último, yo conocía
la existencia de la nueva alarma y no iba a dejarme atrapar por una trampa que
el cura me había explicado. Tras describir una y otra vez lo que había visto,
la cara grotesca de Antonio con sus dientes enormes y el vestido colorido del
que di mil detalles, me creyeron y se pusieron a buscarlo con el mismo
resultado de un año antes. Quedaba por
explicar cómo se había hecho con una copia de la llave y por qué no había
sonado la alarma.
Esta
última duda me la aclaró el cura poco después. Me hizo pasar al antedespacho, esa
salita dentro de la sacristía en la que hay un sofá, dos sillones, una mesita
baja y el boceto del mural del altar mayor. Me acerqué a él y, después de
buscar inútilmente el ánfora y de constatar la ausencia de la cruz en la mano
de San Juan, dije: ― Usted dirá.
―
¿Qué piensa usted que pasó?
Yo
había urdido una conjetura:
―
Se trata de un robo, de un robo largamente preparado. El alzheimer era falso,
quiso que se le diera por muerto y, un año después, disfrazado grotescamente con
un vestido y con unos dientes comprados en los chinos, robó el fragmento del
misal. Sin duda quiso cerciorarse de que no había nadie antes de entrar del
todo, pero la penumbra del fondo me ocultó. En cuanto a la copia de la llave,
debió de hacerse de algún modo con la original y devolverla a su lugar. Lo que
no entiendo es por qué no sonó la alarma. Conmigo sí lo hizo.
―
A eso puedo responderle. Si la alarma sonó cuando usted entró es porque alguien
había entrado ya antes.
―
¿Qué quiere decir?
―
Me lo han explicado. Este sistema funciona a partir de la primera detección de
movimiento o calor corporal por el sensor. Se instala, hay un primer
reconocimiento y a partir de ahí salta la alarma a la menor ocasión. Es cierto
que nos lo dijeron antes de instalarla, pero ni el que la instaló ni nosotros
entramos para que la alarma quedara, digamos, activada. Tal vez él pensó que lo
haríamos nosotros en el momento en que consideráramos oportuno y nosotros, o
por lo menos yo, pensé que lo había hecho él. Pero, en efecto, ninguno lo hizo.
Así que cuando entró el ladrón la alarma no sonó. Cuando lo hizo usted, estaba
ya activada.
Hubo
un silencio, en el que el cura parecía debatirse interiormente. Había algo que
dudaba si decirme o no. Finalmente se decidió.
―
He recibido una carta anónima.
― ¿Una carta?
―
Sí, con matasellos del pueblo. De algún vecino, probablemente. No dice mucho,
solamente que tiene una hipótesis sobre el robo muy rocambolesca pero fácil de
confirmar o de refutar. Tendría usted que ir al oftalmólogo.
―
¡Por favor! Eso ofende.
―
Le aseguro que el remitente no duda de su buena fe. No explica su hipótesis,
pero incluye en su carta una nota para el oftalmólogo. Aquí la tiene. La
decisión de ir o no es suya.
La
nota decía:
“Tomografía
por emisión de positrones. Flujo sanguíneo en los lóbulos occipital y parietal.
Surco temporal superior. Recuerde a Charles Bonnet.”
Tras
unos días dando vueltas a la nota entre mis dedos, pedí cita a mi oftalmólogo.
Le conté todo lo referente al robo y le entregué el papel. Se quedó sorprendido
y me hizo todo tipo de preguntas y pruebas. La hipótesis del remitente, aunque
descabellada, era cierta. Tengo el síndrome de Charles Bonnet. Suele darse en
pacientes con gran deterioro de la visión, pero también puede aparecer en gente
que todavía ve relativamente bien, como yo, si están afectadas zonas superiores
del sistema visual. El caso es que se pueden tener alucinaciones complejas,
especialmente de personas. No es una enfermedad psiquiátrica, sino
oftalmológica. Las alucinaciones no suelen ser amenazantes. Incluso pueden ser
inspiradoras. Hay una paciente poeta, me contó el médico, que las utiliza.
Habla de las visiones que le proporciona “el ángel de las alucinaciones”.
Así
que bien pudo ser que, como piensa el remitente misterioso, tuviera una
alucinación cuando vi a Antonio. El vestido exótico y los dientes
desproporcionados son característicos en esa clase de alucinaciones. La falta
de interacción que hay en ellas explica que no se diera cuenta de que yo estaba
ahí. El fragmento del misal, entonces, ya había sido robado cuando yo entré a
la iglesia.
Inmediatamente hablé con el cura.
―
El misterioso remitente ha resultado ser un lince ― le dije―. ¿Proponía también
un autor del robo?
―
Solo decía que, de ser cierta su hipótesis, como lo ha sido, las sospechas
recaerían sobre alguien que supiera que la alarma no sonaría en la primera ocasión.
El operario, el sacristán o yo.
―
Si hubiera sido usted habría roto la carta.
―
¿Y arriesgarme a que el remitente tuviera una prueba contra mí? Si hubiera sido
yo, me habría comportado como lo he hecho ― y calló unos segundos para crear la
expectación que calmó diciendo: ― Pero no he sido yo. Tampoco el sacristán,
confío plenamente en él. Así que…
No
había tenido más alucinaciones hasta ayer. Mientras asistía a misa y miraba la
obra de Baños, vi réplicas de las personas que escuchaban a San Juan Bautista y
del ánfora, réplicas en miniatura, que se movieron y se salieron del mural
situándose junto al sacerdote y los monaguillos. El ángel de las alucinaciones,
me dije. Me acompañará en este retiro del ruido del mundo.
En
cuanto al remitente de la carta, con curiosidad busco una mirada, un gesto, que
revele la perspicacia del vecino que la escribió.
JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA