Texto finalista en el concurso de relato corto de Ciguñuela de 2005, y publicado por el Ayuntamiento de Ciguñuela (Valladolid). Incluido en el libro Cuentos rotos, Edinexus, 2012.
LAS MANOS DE ESCHER
I o II
Estoy en una ciudad extraña, sentado
en la terraza de un bar junto a una fuente con cubos en el centro. Me he
escapado de mi casa. Esa es al menos la sensación que tengo, aunque frise los
cuarenta años y viva solo en la de mis padres desde que murieron hace pocos
años.
Nunca he estado en una ciudad tan
grande, y ayer me pasé todo el día simplemente mirando a la gente, sus ropas,
su manera de andar, sus gestos, sus palabras, sus risas, sus bolsas, sus
maletines, sus miradas. Todo es distinto aquí, hasta el aire, no huele igual.
No sé bien qué hacer con mi libertad, no tenía
otro propósito que el de escaparme y, cuando lo he hecho, me pregunto: ¿y ahora
qué?
Por lo pronto, he comprado un
bolígrafo y una libreta y, supongo que influido por alguna imagen del cine o
alguna olvidada lectura, me he sentado en la terraza de un bar y he pedido un
café dispuesto a escribir. La taza está vacía desde hace ya una hora, pero no
estoy acostumbrado a la tarea, y me distraigo mucho mirando la gente que pasa o
que se sienta cerca de mí. Podría pedir otro, pero cuanto antes se me termine
el dinero antes terminará mi escapada y antes volveré a mi pueblo.
Aunque mi lentitud también se debe a
otro motivo: no sé qué escribir. Supongo que hay dos tipos de escritores: los
que tienen ideas y necesitan escribirlas y los que quieren escribir y necesitan
ideas. Algo así ocurre con el amor: los hay que están enamorados y buscan mujer
y los hay que tienen una mujer que los encamina al amor. Yo quiero escribir y
busco ideas.
Quién
sabe cómo nacen éstas, pero el caso es que hacía diez minutos que acabé el
párrafo anterior cuando he sentido en mi cogote la mirada impaciente del
camarero y entonces ¡ahí estaba! Estimulado sin duda por la necesidad de aprovechar
un tiempo que cada vez se me hace más incómodo (no me pienso pedir nada más,
no) he pensado en ella.
Ella es una joven extranjera, de
turismo en esta ciudad. Viaja sola, como yo, pero no se ha escapado. Hay países
donde la gente joven considera importante para su formación viajar sola a países
europeos, sobre todo europeos. La imagino con minifalda, una minifalda
escandalosa incluso en esta gran ciudad, porque la gente se para a mirar sus
piernas. Estaría sentada en un banco que hay a unos metros, delante del
edificio principal de una Caja de Ahorros.
No sé bien qué hace, si está
dibujando algo (la fachada, por ejemplo) o si escribe una postal para sus
padres, incluso para su novio. Quizá en ella le diga, en su idioma, claro:
“Noto las miradas de la gente sobre mis piernas desnudas. Es como si unos dedos
de calor repiquetearan constantemente en los muslos. Sobre todo en los muslos.”
Él, claro no se sentirá ofendido, leerá complacido y con una sonrisa esas
palabras. Ni siquiera pensará: “Yo estoy por encima de ese tipo de celos” (en
su idioma, claro), porque pensar eso es tenerlos un poco. No pensará nada, en
eso consiste la ausencia de celos, del mismo modo que el verdadero ateo no es el
que niega a Dios, sino el que no se pregunta ya por Él. Aunque podría ser un
país culto y pequeño, con un idioma extraño, Hungría por ejemplo, algo conozco
del alma húngara. En ese caso el novio no adoptaría esa actitud.
Pero ahora pienso que no dibuja ni
es una postal sobre lo que está inclinada, sentada en el banco frente al banco,
las piernas juntas sosteniendo, sí, una libreta como la mía. La húngara está
escribiendo un cuento. Se siente incómoda por las miradas de la gente, piensa
que acaso alguien la puede confundir con una fulana (ya le ha pasado, en la misma
ciudad) y ofrecerle dinero a cambio de quitarse el escaso trozo de tela que
parece una tilde sobre sus piernas. O puede que no, que en el fondo le guste
esa sensación de ser observada.
Imagino qué escribe.
II o I
Es
como si unos dedos de calor repiquetearan en mis muslos, así noto sin levantar
la cabeza las miradas de la gente que pasa. Es un calor tibio, agradable, como
el del sol que aparece y desaparece según se descorra o corra la cortina de las
nubes. Aquí me miran de un modo distinto, más sano que el de mi país, donde
todo es turbio y viciado. A eso debe de oler en Hungría, a agua corrompida, aunque
yo no lo sepa porque nadie percibe la propia atmósfera, mientras que en España
huele a jovial despreocupación, a saludable cercanía. Es un olor puro el de
aquí, con todos los matices expuestos en su claridad, no como el de Budapest,
denso y con pliegues, con doblez pastosa. Siento lo que siente el que se escapa
provisionalmente.
Sólo en una pesadilla se me
ocurriría ponerme allí esta minifalda, que compré por juego hace años. “No te
pondrás eso, ¿verdad?”, dijo mi novio al verme echarla a la maleta. Él no
entendería estas miradas que siguen lloviendo sobre mis piernas, pensaría que
la gente me mira como él y como todos los húngaros, con sinuosos ojos , con la
pupila como el doble fondo de las maletas.
Es éste un país que me inspira,
escribo más libremente en él, sin ese dolor con que siempre me pongo ante el
folio en blanco. Es como si me diera un poco igual que lo escrito salga mejor o
peor, y decidiera disfrutar del ruido de la pluma cuando araña la hoja y de la
impaciencia de las ideas cuando trotan en mi mente.
Siempre me ha gustado lo
español, de niña leía embobada una versión infantil y magiar de la historia de
don Quijote y luego aprendí el idioma correctamente. En él escribo esto, y no es
poco lo que debo a un joven que conozco del chat. Me hubiera gustado verlo,
pero pedirle que salga de su pueblo es como pedir, en una expresión española
que me gusta, peras al olmo. Y si me ve aparecer en él sufriría un ataque.
Tal vez me haya atraído siempre España porque
los españoles son como nosotros, también tuvieron un Imperio y lo perdieron,
también tienen ese orgullo del que ha fracasado por circunstancias ajenas o por
su propio exceso de espíritu. Pero, a diferencia de nosotros, se ríen de su derrota
y la desprecian, hay una mezcla curiosa de estoicismo y epicureísmo que les
permite gozar de lo que tienen como si eso que tienen coincidiera exactamente con
lo que quieren. Nosotros no, nosotros somos más serios y más llorones, nos
lamentamos mirando las glorias pasadas como si las lágrimas las fueran a
resucitar. Tenemos el paladar hipersensible al agridulce placer que proporciona
amasar el dolor, revolcarse como cerdo en él.
He levantado la cabeza y he
sorprendido algunos ojos mirando mis piernas. Pero los míos se han parado en la
terraza de aquel bar. Estaría mejor allí que en este banco, pero debe de ser
cara la consumición. Todo cuesta aquí más que allí, y además no es mucho el
dinero que tengo (sí el esfuerzo y el tiempo que me costó ahorrarlo).
Me sentaría en esa mesa vacía y
soleada de allí. Como no puedo, sentaré a un hombre, un hombre español
provinciano como mi colega de chat, aunque de más edad, sobre unos cuarenta
años, escapado de su casa, aunque a nadie tiene que rendir cuentas porque vive
solo, sus padres murieron hace años. Apenas ha salido de su pueblo a lo largo
de su vida, y este viaje es una suerte de liberación, todo le parece nuevo y
todo lo mira con asombro. Incluso, algo insólito en él, se compra una libreta y
un bolígrafo y, sentado al sol de esa mesa, con una taza pronto vacía, se pone
a escribir.
Imagino qué escribe.
Escher, Manos dibujando, 1948
Portada del libro editado por el Ayuntamiento de Ciguñuela
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