Cuento publicado en la revista de literatura Angélica, número 8, Lucena 1997-1998. Hoy lo escribiría de otro modo...
ROSA
CORTADA
En ese momento la cabeza de la
chica que estaba sentada a mi lado cayó sobre mi hombro como rosa cortada. El
autobús tragaba carretera y en la penumbra de su interior dormitaba la mayoría
de la gente, yo también lo hubiera hecho instantes después si la cabeza de la
chica no se hubiera tronchado sobre mi hombro. Yo no la conocía, me había
sentado a disgusto a su lado, a disgusto no por ella, que, aunque con los ojos
cerrados, o tal vez por ello, poseía una elegante belleza, sino por tener que
ocupar yo el asiento de pasillo (pero ya sólo quedaban asientos de pasillo).
Soy muy tímido, y sabía que aunque despertara no le propondría un cambio de
sitio, y por supuesto ni siquiera pensé (lo pienso ahora que ya sé) en
despertarla para hacerlo. Aunque la situación era incoherente, porque ella
dormía igual en un asiento que en otro, mientras que yo, despierto, necesitaba
la ventanilla para recordar el fin de semana mirando el cielo nocturno y
reconociendo constelaciones. A eso pensaba dedicar mi viaje en penumbra, tal
vez también a dormir si me entraba el sueño como a ella y como a la mayoría de
los ocupantes del autobús.
Fue segundos después de
acomodarme, y unos minutos antes de que la cabeza de la chica, truncada, cayera
sobre mi hombro izquierdo, cuando noté su primera mirada. Me refiero a la de
los ojos del conductor, que se fijaban en mí desde el espejo retrovisor. Fue
una mirada extraña, parecía querer decirme algo, advertirme de algo. La repitió
dos veces antes de la caída de la cabeza como cercenada rosa sobre mi hombro. A
partir de entonces su frecuencia aumentó. No pasaban dos minutos sin que echara
una o más miradas, a veces fugaces, pero todas compuestas de inquisición y
aviso.
Tal vez la timidez a la que he aludido
antes explique el hecho de que a mi edad, treinta años, nunca he conocido
mujer. No sólo es que no he tenido nunca novia, ni siquiera un ligue breve o
efímero, es que ni siquiera he tenido una amiga. La mujer es para mí un
territorio tan desconocido como peligroso (por lo mismo, irresistiblemente
atractivo). Me dan miedo las mujeres, tienen otra lógica, otra cosmovisión,
otro lenguaje. Y nunca he podido traducir bien sus palabras, entender sus creencias,
comprender sus razonamientos. Por eso cuando la cabeza de esa chica, de fina
belleza (aunque cuando alguien duerme parece más hermoso, también más
desprotegido) se derrumbó sobre mi hombro, no supe qué hacer. Primero pensé en
moverlo suavemente, tal vez en una fingida y prolongada tos, de manera que su
cabeza se zarandeara y ella despertara en una confusión que le permitiera dudar
de la almohada utilizada, con lo que se reduciría la violencia de la situación.
Pero hubo algo que detuvo la traducción de mi pensamiento a intención (y, por
tanto, de ésta a acción) y cualquier otra idea orientada a alejar la cabeza de
mi hombro. Y fue el perfume que subía de sus cabellos. Era una colonia cara,
sin duda, y su olor combinaba la delicadeza con un cierto desenfado, como esos
ricos de toda la vida que pueden ser exquisitos sin permanecer estirados y
distantes. Me excitó, he de confesarlo, era como si su alma subiera envuelta en
ese aroma y entregándose a mis narices. Entonces descubrí otro matiz en la
colonia antes no percibido: desvalimiento, anhelo de protección. Algo delicado,
elegante, desenfadado, abierto y vulnerable, tremendamente vulnerable. Me sentí
por un momento una persona normal, con una novia o una amiga que se duerme a mi
lado en el autobús y reclina sobre mi hombro su sueño. Normalmente yo me siento
más indefenso que cualquier mujer (¿será por eso por lo que mi relación con
ellas es tan... inexistente?), pero en este caso me envalentoné, tal vez de un
modo algo ficticio.
Fue ese arrojo momentáneo y un poco
forzado lo que me llevó a dejar de prestar atención a las miradas extrañas del
conductor y desplazar cuidadosa y lentamente la pierna izquierda en busca de la
derecha de mi protegida. Pronto rocé su pantorrilla y su muslo y sentí un fuego
subiendo por mi interior. No era la primera vez, de hecho este tipo de cosas, y
lo confieso con vergüenza, constituyen mi única vivencia de la sexualidad. El
contacto en un autobús, sobre todo urbano, donde la gente va enlatada y de pie,
o en la cola de un cine, los gemidos de
placer de mis vecinos robados con un vaso en la pared, el cuerpo en camisón
rojo de la estudiante del piso de abajo, por la ventana del patio interior, son
mi erótico mundo de voyeur, de écouteur o de toucheur. Todo lo que me
excita es robado, arrancado a las mujeres sin su permiso ni su consciencia.
Mi deseo pedía más riesgo y moví el
brazo hasta tocar el cuerpo de ella. No
tardé mucho en darme cuenta de que lo que rozaba era su costado y su pecho
derecho, y no, como creía en un principio,
su brazo, que colgaba como muerto hasta terminar en una mano enterrada
al fondo del asiento. Una llamarada me ardió el rostro y mis ojos se
encontraron sin querer con los del conductor, que ahora añadían un tono de
reprobación a su pregunta y su aviso. Pegué mi cuerpo al de ella un poco más y
con cuidado, temiendo que se despertara en ese momento y se diera cuenta de lo
que pasaba (aunque siempre es difícil saberlo o, si se sabe, demostrarlo, teme
uno más quedar como un loco que inventa, o como un ególatra que interpreta que
todo gira en torno a él), y acerqué mi nariz a sus cabellos para envolverme en
su erótico perfume. Hoy me parece aberrante, pero bajo mis pantalones se
produjo sin avisar un disparo líquido y yo temí que mi estremecimiento la
despertara. No lo hizo, pero el grado de censura de la mirada del conductor
aumentó y yo, con la vergüenza de los minutos posteriores (siempre es así, me
siento culpable) me retiré un poco de ella aunque dejé mi hombro protector. Tal
vez el conductor pensara que era mi novia, aunque podía haberse dado cuenta de
que yo le pregunté antes de sentarme si estaba ocupado (ella no respondió, ya
estaba dormida). De todos modos, aprovecharse de una durmiente, novia o no,
debe de estar mal.
Pero por mucha vergüenza que entonces
sintiera, no fue nada comparada con la que vino a continuación, cuando el
conductor gritó en voz alta despertando a todo el autobús:
—A ver, caballero, usted, el del hombro...
Sí, usted (yo me hundía el índice en el pecho). ¿Esa chica es su acompañante?
—No —dije, y la voz me temblaba—, no la
conozco, de pronto su cabeza se ha echado en mi hombro...
Y la miré y me sorprendió que con nuestra
conversación ni se hubiera inmutado.
—Es que ha subido borracha, muy borracha. La
he observado: se ha sentado ahí y se ha dormido. Cuando usted se sentó, volcó
la cabeza y no la ha movido desde entonces.
—No sé qué quiere usted decir... —respondí después de un silencio, pero
sí lo sabía, y por eso, sin que el conductor pudiera verlo, yo tomaba el pulso
a la muñeca de la protegida de mi hombro y comprobaba con angustia que de nada
había servido mi protección.
Juan Fernando Valenzuela Magaña
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