Segundo premio en el VII Certamen Literario Villa de Navia, publicado en un libro editado por el Ilustre Ayuntamiento de Navia y Cajastur en 2005. Publicado también en la revista Stella de 2004.
LA
LUZ EN EL POZO
A mis
padres
La materia de la que estoy hecho, el
casi definitivo olvido, se estremece al irrumpir mi voz en estas páginas. Cómo
no temblar al dirigirme a ustedes, vecinos del lugar donde, hace más doscientos
años, pasé los mejores de mi vida. Y cómo, al mirar las vuestras, no
transcribir con profunda tristeza las palabras de mi amigo Jean-Jacques, el
ginebrino que, él sí, ha conseguido hasta hoy burlar al olvido: “¡Qué de
recursos para el bienestar, qué cantidad de comodidades desconocidas para
nuestros padres, cómo gozamos de placeres que ellos ignoraban!/ Es cierto,
tenéis la comodidad, pero ellos tenían la felicidad; vosotros sois razonadores,
ellos eran razonables. Vosotros sois educados, ellos eran humanos; todos vuestros
placeres están fuera de vosotros mismos, los suyos estaban en sí mismos.” Sí,
también esas palabras tienen más de doscientos años y la discreción que los
asuntos de faldas imponen me impiden aclarar a qué señora iban dirigidas.
Pero ustedes no saben aún quién soy.
Mi nombre es Francisco Pedro Martínez, y fui prior de este pueblo, entonces
aldea, en el segundo cuarto del siglo XVIII. Si bien algunos de ustedes me
conocen por haber sustituido el altar mayor de la iglesia y haberlo luego
cambiado de sitio (debo esta mínima gloria a D. Miguel Nieto, así como mi fama
de mal gusto artístico), hasta unas generaciones después de mi marcha se
pronunció mi nombre con una entonación de misterio, a veces respetuoso y
venenoso a veces. Y ello por los siguientes motivos: mi vasta cultura, que yo
no exhibía pero que tampoco ocultaba continuamente, mis “desapariciones”
periódicas y mi amistad con una niña ciega.
Es de esto último de lo que quiero
hablar ahora que un vecino de este pueblo me presta su voz, esta revista sus
páginas y ustedes su atención. No tanto porque esa niña sea el punto de apoyo
de cuantas calumnias se vertieron solapadamente sobre mí (también se tragó el
olvido esas mentiras y las bocas que las profirieron, “todo es efímero: el
recuerdo y el objeto recordado”, meditó Marco Aurelio), sino porque no
encuentro mejor manera de aprovechar este momentáneo rescate del olvido que
rescatando a mi vez a una persona excepcional que en todo momento reflejaba al
Creador.
La conocí una mañana de 1746 en Úbeda.
Recuerdo que discutía con mi amigo Fajardo el optimismo de un verso de Pope:
“One truth is clear: whatever is, is right”. Ambos formábamos una isla en un
mar de ignorancia. Sin mucha valentía, pertenecíamos al grupo que el ya
fallecido obispo de Jaén Francisco Palanco había llamado novatores en el título de su libro Dialogus physico-theologicus contra philosophiae novatores, sive
thomista contra atomistas, que había provocado un gran revuelo en el
ambiente cultural español de nuestra juventud y la contestación de autores como
el padre Jean Saguens, Zapata o el padre Juan de Náxera oculto tras el
seudónimo de Alejando de Avendaño. A todos los habíamos leído deleitándonos en
secreto con sus ataques, aunque nuestros maestros habían sido anteriores, Isaac
Cardoso y Juan Caramuel. Incluso habíamos
viajado juntos al extranjero en nuestro período de formación y, cuando ahora
uno de los dos lo hacía, traía libros y noticias del exterior, sobre todo de
Francia. La niña me pidió una limosna, que yo le di distraídamente, sin dejar
de hablar con Fajardo. Sólo reparé en ella cuando me preguntó: ¿Está seguro de que era esto lo que quería
darme? Mire que me lo ha dado sin prestar atención. Entonces la miré y vi
que era ciega. En efecto, le había dado un real queriendo darle un maravedí,
pero su sagacidad y su honradez se lo merecían. Lo que más me sorprendió de
todo no fue que una ciega de tan corta edad conociera al tacto el valor de las
monedas, tampoco que una vagabunda sin recursos quisiera cerciorarse de que le
habían dado lo deseado, sino que se hubiera dado cuenta de que yo había actuado
con distracción. Interrogué a mi amigo sobre ella y me dio las referencias que
sabía. Su nombre era Gregoria; su origen, Quesada. Un cosario de ese pueblo la
trajo junto con carta del corregidor y buen ajuar a la Casa-Cuna de la Cofradía
de San José, un día de invierno de hacía ocho años. Una hija ilegítima,
aventuró mi amigo, por lo del ajuar. Y un auténtico milagro, añadió, nadie en
esa Cuna sobrevive tanto.
No necesité más de tres encuentros casuales
para entender que Gregoria era especial. Tenía una inteligencia viva y rápida,
y su oído y su tacto habían suplido la carencia con la que vino al mundo.
Cuando le pregunté que cómo creía que era, me dijo: eres alto, hueles bien y tu voz es morena y sincera. A mi pregunta
de por qué sabía que yo era alto, me contestó: tus palabras me llegan más de arriba abajo que las de la mayoría de la
gente. Eres alto como las torres del Hospital de Santiago: ya no son torres/
que son macetas/ llenas de flores.
Le gustaban los romances que traían
los ciegos, y su prodigiosa memoria le permitía salmodiarme de memoria aquel
que editaron en Úbeda sobre la manera de vivir de los gañanes en sus cortijos: Hoy mi lengua se prepara/ para poder
esplicar/ de la jente cortijera/ decir la pura verdad. Pero les gustaban más
los de guapos y bandidos: Ya subo por la
escalera, /ya el verdugo me acomete/ creo en Dios Padre y Dios Hijo,/ aquí fué
el dolor más fuerte;/ ya me sientan en el palo,/ mirando estoy á la gente,/ me
retiran la cabeza,/ en un torno el cuello meten,/ y al decir su único Hijo/ á
pelear voy con la muerte.
Hay mujeres, me dijo hablando
de uno de esos romances, que pierden la
cabeza por hombres guapos. Al menos a mí no me pasará eso. A lo que yo contesté:
Tú sabes muy bien cuándo un hombre es
guapo, aunque no lo veas. Y me expuso con la tranquila seguridad de quien
lleva años dándole vueltas a una idea: Yo
me casaré con un sordo, así le prestaré el oído y él a mí la vista.
Recordé una operación de la que me habían
hablado en una de mis escapadas a Francia, siendo ya prior en Navas. Un
cirujano londinense, llamado Cheselden, a finales de la década de los veinte,
había operado con éxito de cataratas a un joven de 14 años ciego de nacimiento.
La operación se comentaba en círculos intelectuales en relación con el por
entonces famoso problema de Molyneux. William Molyneux era un científico
irlandés que expuso en una carta al filósofo Locke la siguiente cuestión:
supongamos que un hombre adulto ciego de nacimiento capaz de distinguir
mediante el tacto un cubo de una esfera (hechos del mismo metal y
aproximadamente de igual tamaño) adquiere la visión y tiene ante sí, sobre una
mesa, el cubo y la esfera mencionados. ¿Podría decir sin tocarlos cuál es el
cubo y cuál es la esfera? Tanto Molyneux, como Locke, que a finales del siglo
XVII divulgó el problema, respondieron que no. Berkeley se adhirió a esta
respuesta. Voltaire —hoy puedo pronunciar este nombre sin temor a represalias— importó
la cuestión a Francia, de la que se ocuparía luego (pero esto lo supe después
de que Gregoria muriera) La Mettrie, Diderot, Buffon y Condillac, este último
sosteniendo que el tacto es el sentido de la objetividad, el que enseña a los
demás a proyectar sus sensaciones al exterior, el que nos saca de nosotros
mismos.
Yo había leído algo de la polémica
suscitada por esa carta de Molyneux, que encubría la lucha entre el
racionalismo y el empirismo, el a priori y la experiencia, la realidad y los
sentidos. Me había incluso apasionado un tiempo con los argumentos de unos y
otros. Pero, al conocer a Gregoria, todos esos debates se iluminaron bajo una
nueva luz, cobraron un calor especial, como si ella me hiciera comprenderlos
mejor y como si ellos me hicieran querer de un modo muy cercano a la niña
ciega.
Entonces pensé en otra “escapada” a
Francia. Afortunadamente, mi ayudante en la iglesia, el licenciado Manuel
Antonio de la Villa, era un hombre en quien se podía confiar, y a su cargo dejé
la feligresía.
A través de mi amigo Jean-Jacques,
que la posteridad, es decir, vosotros, conocéis como Rousseau y como pensador,
pero que entonces intentaba destacar como autor teatral y como compositor,
conocí a Diderot. Acababa de publicar una obra que había sido condenada y de
meterse con d´Alembert en el proyecto de la Enclopedia. Hablaba por los codos y
de todo, de política y teatro, de historia y de traducción, de filosofía y de
artesanía. De todo y, por fin, de lo que a mí me interesaba y por lo que mi
amigo me había llevado allí. En efecto, me habló de Saunderson. Era éste un
matemático inglés, ciego desde que tenía un año, que dio clases en Cambridge.
Pero no sólo explicaba las matemáticas; también — y asombraos conmigo— hablaba
de óptica, daba discursos sobre la naturaleza de la luz y de los colores y
exponía la teoría de la visión. Este hombre sin duda excepcional había diseñado
máquinas que le permitían hacer cálculos algebraicos y estudiar la geometría.
Diderot me explicó en qué consistían y cómo se manejaban. Meses después volvió
a hacerlo, para el público en general, en una carta que lo llevó a la cárcel, Carta sobre los ciegos para uso de los que
ven.
Cuando regresé, construí yo mismo
los artilugios de Saunderson y fui a Úbeda por la niña. Como no la encontrara,
pregunté por ella, y unos zagales me dijeron que la habían detenido y que la
estaban juzgando en ese mismo momento. Unos chicos se habían metido con ella,
lanzándole burlas y piedras mientras decían estoy
aquí, ahora aquí, ¿dónde estoy? Gregoria cogió una de esas
piedras, se quedó quieta y atenta un momento y la arrojó directamente a la frente
de uno de ellos. Llegué a la sala donde el corregidor la interrogaba y me quedé
al fondo. Mientras ella volvía la cabeza y me decía me alegra tanto que esté usted aquí, aquél pronunció estas
palabras: Si vuelves a hacer eso te
echaré al fondo de un pozo. Gregoria, volviéndose ahora hacia él, respondió
con inverosímil serenidad: ¿Dónde cree
usted que estoy desde que nací?.
Me traje, pues, a Gregoria a Navas. Mi sobrina Mª Juliana la alojó en su
casa, pese a las reticencias de su marido, Pedro Salido. La ceguera de la niña
despertó la superchería de parte del pueblo, y su rápido aprendizaje, en vez de
ser atribuido a su voluntad y su inteligencia, se relacionó con el diablo.
Tales venenos destila a veces la ignorancia.
Enseñar a la niña fue el modo más
hermoso que tuve de aprender en una vida llena de libros. Descubrí entonces que
entender algo es saber mirarlo, y por primera vez comprendí muchas cosas que
erróneamente creía saber.
No sólo conocía romances pícaros y
macabros la niña. Su mente infantil se había nutrido sobre todo de historias
mágicas de cuya autenticidad no dudaba, como la transportación por el diablo
del obispo de Jaén. He de decir que, de no tener yo historias verdaderas tan
hermosas como las falsas en que ella creía, dudo mucho que se las hubiera
desvanecido como lo hice. Pero arremeter con argumentos contra la superchería y
la superstición, los burdos embustes y los falsos milagros, no suponía acabar
con el misterio del mundo y su encanto y sus portentos, sino precisamente lo
contrario, la admiración de lo cierto y no inventado y, sin embargo, mirífico. ¡Cómo
creer que el obispo de Jaén amaneciera en Roma cubierto de la nieve que le
había caído a su paso por los Alpes y, al mismo tiempo, se dijera que el diablo
intentó hacerle pronunciar el nombre de Jesús para dejarle caer sobre el mar!
¿De Jaén a Roma a la vez por tierra y por mar? Pero es que además en esta
historieta se cumple esa ley que tan bien expuso Benito Jerónimo Feijoo, según
la cual las noticias llamativas son retocadas en cuanto al lugar y a los
protagonistas para hacerlas más cercanas y, por tanto, más atractivas. En
efecto, esta historia, le decía yo a la niña, se cuenta también de San Atendio,
obispo de Visitaña. Pero ni hay santo con aquel nombre ni diócesis con este. Y
seguía de este modo desbaratando su fábula.
Tanto le maravillaba mi destrucción
de sus falsos castillos como en su tiempo la construcción de ellos por parte de
gente ignorante y crédula. Disfrutaba desplegando su agudeza sobre algunos de
estos cuentos. Así, ella misma me dijo que dos hombres de su pueblo aseguraban
haberse topado, perdidos, en un lugar desierto, con cuatro gigantescas y
horribles figuras que eran, decían ellos, demonios, de los que huyeron
espantados. Pero, añadía la niña, ¿cómo, si eran realmente demonios, no
pudieron darles alcance?
No la hizo esto, sin embargo, escéptica,
sino crítica y prudente. Y, por supuesto, cuando había pruebas suficientes, no
dudaba de la realidad del hecho, por extraño que fuese. Como cuando, hablando
de su ceguera, le relaté malformaciones mucho peores en la Naturaleza. Le hablé
así de una liebre de Alemania que tenía dos cabezas y ocho pies, de modo que
cuatro correspondían a una, y cuatro a otra, mirando, cabezas y pies
correspondientes, a partes opuestas. Cuando la liebre era perseguida en la
caza, corría con cuatro de sus pies mientras los otros cuatro descansaban y, al
fatigarse, se volteaba y seguía corriendo dando descanso a los pies que le habían
permitido hasta ese momento huir. Pero también en seres humanos ocurren cosas
de ese tipo, le exponía, como un infante de dos cabezas, dos cuellos, cuatro
manos, y el resto como de un individuo solo, nacido en Medina-Sidonia dos años
antes que ella. El caso fue objeto de discusión filosófica y teológica, porque,
al considerarse arriesgado el parto, fue bautizado en el primer pie que sacó.
¿Eran dos individuos o uno? Si eran dos, ¿ambos quedaron bautizados? Se
discutía por entonces si era la duplicidad de cerebros o de corazones la que
permitía dilucidar si esos monstruos eran dos individuos o uno solo. Yo
sostenía la tesis de Feijoo de que la clave estaba en el cerebro, y le contaba
a la niña que sin corazón se podía vivir algún tiempo, como le pasó a un hombre
al que los Indios sacrificaron a sus ídolos arrancándole el corazón; tras caer
por casi treinta escalones, dijo: Oh
nobles, ¿por qué me matáis? Por supuesto, hay que descontar para esta
argumentación los milagros, como el de San Dionisio Aeropagita que, degollado,
tomó su cabeza en las manos y caminó así dos mil pasos.
Mas no todo eran sesudas
disquisiciones y laborioso aprendizaje. También gustaba mucho Gregoria de
chistes y sucesos graciosos, y yo alimentaba su paladar. Varias veces me hizo
que le contara la historia del eclesiástico de poco entendimiento al que, en
Roma, le hablaron en latín y, pensando que era italiano, dijo a los que le
rodeaban: Como no sé la lengua italiana,
no puedo responderle: que si me hablara en latín, le había de confundir. O
aquella ocasión en que en un corrillo se burlaban de lo grande que era el pie
de Quevedo. Éste dijo que había otro mayor en el corrillo. Como todos se
miraran los pies y comprobaran la falsedad de lo dicho, se lo echaron en cara
al escritor, el cual respondió sacando el otro pie, que tenía retirado y que,
en efecto, era mayor. Le gustaba también mucho aquella historia donde una moza
que llevaba delante una burra cargada de algo se encontró con un caballero al
que agradó. ¿Dónde vas?, le pregunta
él a ella. A mi lugar, responde la
moza. ¿Y cuál es éste?. Las Navas —seguía yo las reglas de estos
cuentos y lo acercaba a nuestro entorno. Entonces,
dice el caballero, conoceréis a la hija
de Juan Tauste. Sí, claro, dice
ella. Pues llévale este beso de mi parte,
dice el caballero intentando besarla. A lo que la moza responde: señor, si tenéis tanta prisa en mandar el
beso, dádselo a mi burra, que va delante de mí y llegará antes.
Pero sin duda su gracia favorita era
la de aquel hombre que llegó a un pueblo diciendo que rejuvenecería a las
viejas. Varias lo creyeron y le preguntaron qué habían de hacer. Él les
contestó que escribir cada una en un papel su nombre y edad. Había de setenta,
de ochenta, de noventa años, y todas pusieron fielmente el número. Al día
siguiente el pillo dijo que una bruja envidiosa le había robado las papeletas y
que volvieran a hacerlas. También les dijo que el procedimiento consistía en
quemar viva a la más vieja y en que las demás comieran una porción de sus
cenizas. Todas se quitaron años entonces a la hora de ponerlos en el papel: la
de noventa se puso cincuenta, la de sesenta, treinta y cinco. Así, el pícaro
recogió las papeletas y, sacando las del día anterior, dijo: ya lograron vuesas mercedes lo prometido, ya
todas se remozaron, usted que ayer tenía noventa años hoy tiene cincuenta,
usted, con sesenta ayer, hoy goza de treinta y cinco.
Ya volaba, aunque tímidamente, el rumor
que acabaría devolviendo a la niña a las calles de Úbeda, cuando intentaron
robar en la ermita. Las alhajas de la Virgen de la Estrella fueron de nuevo objeto
de la sacrílega codicia de los ladrones. Sin éxito, porque la providencia quiso
que los objetos valiosos se hubieran trasladado a la iglesia parroquial con
motivo de las proyectadas obras en la ermita. El intento de robo indignó mucho
a la niña, de un modo tal que me hizo pensar que acaso nuestros sentidos tengan
algo que ver en nuestra manera de entender el mundo y, por tanto, en nuestra
moral. Un ciego es más vulnerable al robo que un vidente, y por tanto este
pecado más condenado en su corazón.
Fue con motivo de este hecho que le
comenté que años atrás, en los tiempos inseguros de Carlos II, se utilizaban
unos subterráneos que en la ermita había, de los que apenas se tenía ya
noticia. Entusiasmada con esta historia, me insistió en que la dejase merodear
por ver si los encontraba. Asombrado me quedé al comprobar que, mediante el
sonido que las paredes hacían, descubrió un trozo falso de una que daba acceso
a una galería subterránea. Me convenció para que rompiera parte de él, y se
introdujo por la oquedad. Recorrió la galería con la velocidad de un
murciélago, a juzgar por los ruidos de sus pasos que yo, incapaz de aventurarme
a oscuras, a más de que no cabía por el estrecho agujero, oía desde la recién
abierta entrada. Entonces apareció con una figurilla, una minúscula estatua de
lo que parecía ser un dios, o tal vez un héroe, griego o fenicio, o incluso
ambas cosas a la vez, quizá el Heracles-Melqart tan querido de Aníbal. Cuentan
que éste conservaba una estatuilla que lo representaba y que había pertenecido
a Alejandro Magno. Nada cuesta soñar, si tenemos en cuenta la posibilidad de
que Aníbal pasara por aquí, que se trate de la misma. Se encaprichó Gregoria de
la imagen y, aunque no era muy aficionada a las historias bélicas y me había
costado hacerle entender las guerras púnicas, no se separaba de ella. Cuando
esa circunstancia fue conocida, el rumor se avivó grandemente, y hubo quien
dijo que la figura era diabólica y la niña una bruja en ciernes o incluso
consumada. Sólo así, decían, puede saber tanto con tan corta edad y con tan
inexistentes luces.
No más, y aun menos, tenían ellos
que la pobre niña. Porque de nada sirve la vista si la conducen prejuicios y
errores, más que para desviarnos del camino de la verdad ufanándonos de nuestra
ignorancia.
Pero Gregoria volvió a Úbeda, una
vez la situación empeoró para mí y, sobre todo, para ella. Justo es reconocer
que hubo gente que en silencio e incluso sin él la apoyaban. Pero el ambiente
se había enrarecido demasiado y la prudencia aconsejaba que se marchara. Habían
pasado cuatro años desde que la conocí y apenas dos desde que comenzara a darle
clases.
Ignoro si su vuelta a la mendicidad
después de unos meses de cierta comodidad influyó en la enfermedad que la llevó
al Hospital de Santiago (“ya no son torres/ que son macetas/ llenas de flores”),
donde podían escucharse las quejas de moribundos y enfermos contagiosos, en un
año que la historia recordará como uno de los más hambrientos y mórbidos en la
Úbeda de mi siglo. Quiero pensar, sin embargo, que una criatura tan pura había
nacido en un lugar y un tiempo equivocados. Siempre lamenté no haber estado en
sus últimos minutos junto a ella, aunque sé que murió tranquila y feliz. No de
otro modo pudo ser si tenemos en cuenta que lo hizo el 1 de mayo de 1751,
cuando celebrábamos la misa en la ermita de la Estrella. Sin duda la Virgen la
ayudó en el tránsito. Cuando, días después, fui a verla en vano, me dieron la
noticia y me entregaron la figurilla que, dijeron, encontraron apretada en su
mano.
FIN
NOTA. Creo
oportuno hacer constar que, salvo alguna excepcional licencia, todos los
personajes de este cuento existieron o dejaron de hacerlo en las fechas
señaladas (incluida la más sospechosa, la de la muerte de Gregoria). Mi tarea
ha sido soñar una historia que los relaciona y que sólo el azar que elige uno
de entre los caminos posibles pudo hacerla o no real. O tal vez decir esto sea
presunción por mi parte y yo haya sido no más que el instrumento para que el
doctor Francisco Pedro Martínez pudiera
narrar la historia que vivió o que quiso vivir.
Juan
Fernando Valenzuela Magaña
No hay comentarios:
Publicar un comentario