lunes, 14 de julio de 2014

Se es o no se es (Revista de San Juan, 2007)


SE ES O NO SE ES
O EL CANDOR DEL PRIOR
A los que eran niños en Navas
cuando aconteció esta historia,
con asombro y cariño

            Al doblar la esquina de la calle Alamillo, el prior encontró la solución. Podríamos decir que la solución lo encontró a él, porque después de estar toda la noche despierto intentando resolver el enigma, había decidido olvidarlo por un momento y dejar que el aire tempranero lo espabilara. Oyó como en sordina el saludo de un labrador que se cruzó con él y su propia voz al responder parecía emitida por otra persona. Pero el hondo cansancio acentuaba en vez de mermar la felicidad proporcionada por haber dado con la clave de los extraños mensajes. Durante unos segundos revivió una sensación enterrada en el fondo de sus años. Recordó las felicitaciones de sus profesores en Roma a principios de siglo, cuando resolvía con célere destreza algún ejercicio de lógica aristotélica o vencía en alguno de los largos y enrevesados debates escolásticos donde, en latín, se argumentaba sobre problemas tan arduos como el de la conciliación de la libertad humana con la omnisciencia divina.
            Pero el que ahora mismo acababa de resolver, a diferencia de los de su juventud, tenía el apremio de la praxis, la urgencia de la vida. La de una niña estaba en peligro, y su salvación parecía depender de él.
Hacía una semana, al entrar en su despacho atestado de libros después de la misa tempranera, el prior había encontrado una extraña nota sobre el suelo:


    ELLA TE DARÁ DETALLE


La tomó con extrañeza en su mano e intentó sin éxito relacionarla con algún episodio reciente de su vida. Preguntó a los caseros, pero éstos no habían visto a nadie extraño merodeando por la casa, y menos entrando en ella.
Así que el prior empezaba ya a olvidar la nota cuando la tarde de ese mismo día aportó una luz que oscureció aún más las cosas. Una feligresa, zafándose de la oposición del conserje Manolo y de su pequeño Patri, entró llorando en la sala de juego de la Peña, donde el prior desplumaba a la adinerada concurrencia, y se arrodilló llorando ante él. Entrecortadamente acertó a decir:
            — Alguien se ha llevado a mi hija Ana, tiene usted que hacer algo.
            — Cálmate, cálmate —y, en efecto, la honda y misteriosa humanidad que exhalaba esa voz amainó el llanto y relajó la crispación de los músculos de la mujer—. Vamos a ver… ¿has avisado a las autoridades?
            — Sí, ha sido don Mateo el juez quien me ha dicho que lo buscara a usted. Al leer las notas ha dicho: “Quizá el prior pueda aportar algo”. Como es usted una eminencia…
            — ¿Notas?
            — Sí, dos. Pero, según don Mateo, no aclaran nada. Tome, yo no sé leer.
            El prior las miró durante un largo rato y finalmente anotó su contenido:
           

    O DOLOR O LODO
                       

             

   A TI NO, BONITA
                                                                      

                                               
           
Esa misma noche Mateo el juez se presentó nervioso en la casa del prior. Iba acompañado del jefe de la policía local Navarrete y del municipal Zamora.
            — Alguien está jugando con nosotros —dijo el juez sin preámbulos—. ¿Ha hablado Rosario con usted?
            — Sí —contestó el prior. El cóctel de vejez, cansancio y experiencia otorgaba a esa voz la facultad de tranquilizar la situación sobre la que se aplicara—. Rosario me ha enseñado las notas. Es todo muy extraño. Yo mismo he recibido una similar — el prior, como si fuera una carta de la baraja, la puso sobre la ajada mesa, junto al pisapapeles de cristal con la fotografía de la Plaza de San Pedro.
            Después de leerla sin llegar a tocarla, el juez metió su mano en el bolsillo de su chaqueta y, con gesto de soltar un as, puso sobre la del prior otra nota. Éste leyó:


      OIRÁS ORAR A ROSARIO

                                   
            — El señor teniente alcalde don José —intervino con gesto hosco el policía Navarrete— ha puesto el asunto en nuestras manos. Él hará llegar la noticia al alcalde don Mateo que, como usted sabe, se encuentra en Madrid — miró las notas como si mirara un bizarro insecto y añadió—: ¿Qué opina usted, don Francisco? ¿Un loco?
            — Puede que sea un loco —arrugó pensativamente la frente el prior—, pero parece inteligente. Ambas cosas no son incompatibles. Todo esto tiene el aire, como usted dice —y miró al juez—, de un juego. Por ahora, usted, Rosario y yo somos, junto con el secuestrador, los jugadores. Mi papel (ELLA TE DARÁ DETALLE) me remite a Rosario, cuyas notas a su vez parecen decirle lo que le espera a su hija (O DOLOR O LODO) y que este juego no está dirigido principalmente a ella (A TI NO, BONITA). A su vez, usted es avisado (OIRÁS ORAR A ROSARIO). Es todo lo que ahora mismo tenemos.

            Dos días después, la investigación seguía atascada. Era un día radiante de primeros de junio que olía ya a San Juan, a estío y a albercas. El pacto de silencio que hicieron en la Peña los testigos de la aparición de Rosario se había completado con la estrategia del prior y el juez de mantener en secreto lo que ocurría. No había que alarmar al pueblo. Afortunadamente, se había convencido desde un principio a Rosario de que no debía contar nada, y ella fingía que la niña estaba con unos parientes en Santisteban. De este modo sólo unos pocos sabían que, bajo la apariencia de tranquila y sabrosa monotonía que el pueblo mostraba, se agitaba una tragedia que amenazaba con romper el orden intemporal de las Navas.
            Aunque algún ojo atento hubiera podido reparar en signos extraños. Timotea y María Luisa, por ejemplo, registraron esa mañana de junio dos hechos insólitos. El primero fue que, en plena celebración de la misa, Rosario agitaba como una bandera un papel intentando llamar indiscretamente la atención del prior. Éste aligeró el ritual resumiendo unos párrafos y saltándose otros. Pero no fue esto lo segundo que llamó la atención de las dos fieles, sino que, al terminar la misa, Rosario se precipitó en la sacristía, para salir a los cinco minutos, sin que el prior se moviera de ahí dentro durante toda la mañana.
La nueva nota que Rosario había recibido decía:


         ESE BELLO SOL LE BESE
           
Horas después, en efecto, el prior seguía en la sacristía. Esa nueva nota parecía aludir al deseo del secuestrador de liberar a la niña, previo desciframiento del misterio por parte de los jugadores. Pero, ¿cuál era la solución? Mientras Timotea y María Luisa desgranaban el rosario y su murmullo se deshilachaba en la vasta penumbra de la iglesia, el prior trataba de encontrar un código oculto, una clave secreta que permitiera saber el lugar donde estaba escondida la niña Ana o el nombre del desalmado.
La mañana reservaba todavía a Timotea y María Luisa otro insólito acontecimiento que acabó de hacer saltar por los aires la invariable rutina de las cosas. Manolico el sacristán apareció recorriendo apresurado la iglesia, se arrodilló fugazmente ante el sagrario y, la respiración sofocada, abrió la puerta de la sacristía diciendo:
— Don Francisco, alguien ha colgado esto en la puerta —y, como Rosario horas antes, agitó un papel en el aire.


   ¡OJO! CORRE POCO PERRO COJO  

           

A la mañana siguiente apareció en la misma puerta del despacho del juez, cada vez más desesperado (estamos más perdíos que Carracuca, don Francisco, le diría al prior al informarle), la siguiente nota:



   AMIGO, NO GIMA




Pero ahora esos días le parecían al prior tan lejanos como los de la guerra, porque acababa de encontrar, como si hubiera tenido una visión, la clave. Pensó en la caída de San Pablo del caballo, en la inspiración de los profetas y los evangelistas, y dio gracias a Dios. Tal vez había sido Él quien le había entregado la solución, cansado de esperar el resultado de su esfuerzo. ¿Cansado? ¿Cansado, Dios? Además, ¿no es su paciencia infinita?, pensó, y sus labios se arquearon débilmente en una sonrisa. ¡Qué diría de mí el obispo si oyera mis pensamientos!
Anoche había recibido la última nota: AMOR A ROMA, y desde entonces no había parado de buscar la llave para orientarse en un juego tan absurdo como perentorio. Había pasado la noche en claro consultando libros y volúmenes de su Espasa, jugueteando con el pisapapeles romano, y a la hora de ir a misa se había rendido. Es sabido que la mente sigue trabajando en un problema cuando abandonamos la concentración en él. La del prior debió de seguir activa mientras éste descendía la calle Real dejando que el airecillo tempranero de primeros de junio masajeara la piel vencida de su rostro. Las ideas se ordenarían de otro modo, seguirían, liberadas del control de la voluntad, los caminos que el prior no había probado, obcecado por las interpretaciones que iba eligiendo. Tal vez había querido decirle eso el secuestrador con la nota ¡OJO! CORRE POCO PERRO COJO, es decir, libérate de la cojera que suponen las ideas fijas y ábrete a otras interpretaciones de estas notas. AMOR A ROMA tal vez significara acuérdate de tus brillantes argumentaciones y de tu destreza a la hora de resolver problemas.
Sea como fuere, el prior había dado con la clave y ahora sentía una satisfecha y tranquila jovialidad. Su andar, por lo común cansino, se volvió ágil durante unos metros y decidió lo que había que hacer ahora. Dejaría inmediatamente en un lugar a la vista una nota con una frase que indicara al secuestrador que había logrado descubrir el juego, que ya sabía que las notas eran palíndromos, es decir, palabras o frases que se leen igual de izquierda a derecha que de derecha a izquierda. También el nombre de la niña, Ana, era un palíndromo, y aquella frase en latín que, sin él convocarla, atravesando en su memoria los largos años que separaban su prometedora juventud de su cascado presente, le había entregado instantes antes la clave como se otorga la llave de una ciudad conquistada: ROMA, TIBI SUBITO MOTIBUS IBIT AMOR.
Así que el prior dejó en la puerta del Ayuntamiento y, para asombro de Timotea y María Luisa, en la de la iglesia, una palindrómica nota que decía:



    SÉ VERLAS AL REVÉS

                       

Y aunque un prudente silencio se echó para siempre sobre esta historia, unos cuantos hombres de este pueblo respiraron cuando, al día siguiente, la palindrómica Ana pudo abrazar a su madre.

Juan Fernando Valenzuela Magaña

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