martes, 25 de marzo de 2025

Risas

 Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 24 de marzo de 2025.


RISAS


         No podemos negar que, junto a noticias horribles, vivimos rodeados de risas. Comedias, monólogos, chistes, nos aparecen en televisión y en las redes sociales a todas horas. Nada cuesta nombrar un puñado de cómicos famosos o de actores que nos han hecho reír en algún momento. Ahora bien, ¿de qué cosas nos reímos y por qué? Hay tres grandes corrientes sobre la risa en las que se agruparían todas las teorías existentes sobre el asunto. La primera apela a la superioridad, afirmando que la risa es un modo de burlarse de alguien que queda así como inferior a nosotros. Quintiliano (siglo I) decía que “la risa no está muy lejos del escarnio” (jugando con las palabras latina risus, risa, y derisus, escarnio). Y desde la biología evolutiva hay quien dice que la risa (o la sonrisa) tiene su origen en el gesto de mostrar agresivamente los dientes. La segunda corriente apunta a la incongruencia como la clave para entender la risa, que sería una reacción a lo ilógico o lo inesperado. Kant decía que “la risa es una emoción que surge de la súbita transformación de una ansiosa espera en nada». En tercer lugar, estaría el conjunto de las teorías que ven en la risa un alivio, una forma de liberar energía. Un chiste sobre la muerte nos permite dejar escapar la preocupación reprimida que nos produce ese sobrecogedor tema.

         Como sabemos por experiencia, no a todos nos hacen gracia las mismas situaciones ni los mismos chistes, ni siempre estamos predispuestos a reír ante ellos. A veces valoramos más el humor que nos provoca como mucho una sonrisa que la barbaridad que nos arranca una carcajada. Y luego está una risa muy curiosa, la risa incontrolable. En el año 192, en el Coliseo, un senador romano llamado Dion estaba viendo la actuación del propio emperador Cómodo, quien mató un avestruz, le cortó la cabeza y se acercó a las primeras filas donde estaban sentados los senadores, “levantando la cabeza con la mano izquierda y blandiendo la sangrienta espada con la derecha”, y haciendo gestos que indicaban que pretendía hacer lo mismo con ellos. Los senadores, en vez de angustiarse, fueron presa de una risa incontenible, lo que llevó a Dion a coger de su corona unas hojas de laurel y ponerse a masticarlas, lo que imitaron los demás, disimulando así su risa.  En esas situaciones un ingrediente fundamental parece ser la inconveniencia de reírse. Por eso le pasa al alumno en clase o al presentador en un programa de televisión.

         El filósofo atomista Demócrito de Abdera (siglo V a.C.), ha pasado a la historia asociado a la risa (del mismo modo que Heráclito ha pasado como el filósofo llorón). Hay una novela corta epistolar en la que el médico Hipócrates es llamado por los ciudadanos de Abdera para que curen a su filósofo, porque siempre se está riendo, y de cosas inapropiadas. Pero al final se descubre que no está loco, sino que se ríe de las tonterías del hombre: “Crees que hay dos causas de mi risa, las cosas buenas y las cosas malas, pero me río de una cosa: de la raza humana”.

         Algunos llegaron a morir de risa, como el pintor griego Zeuxis (también del V a.C.). Conocida es la competición entre él y Parrasio para ver quién imitaba mejor la realidad. Zeuxis pintó un racimo de uvas al que fueron a picotear los pájaros, pero Parrasio pintó una cortina que Zeuxis intentó correr. Pues bien, Festo cuenta que Zeuxis “se murió de risa por carcajearse con desmesura de una pintura de una anciana que él mismo había pintado”. La pregunta sobre por qué eso le hizo tanta gracia tiene que ver con la de qué es lo que hace reír en cada cultura. De hecho, hay otros dos personajes de la antigüedad que murieron también de risa. En esos dos casos fue por lo mismo: por ver un burro comiendo higos y ocurrírsele añadir a eso la imagen del burro bebiendo vino sin mezclar. La clasicista Mary Beard nos aclara que lo que les hizo reír fue que el animal se saltara el límite entre la dieta animal y la humana. 

         Pero la tradición también nos ha legado figuras que se caracterizaron por no reír nunca. Lo que nos lleva al siguiente artículo.

         Juan Fernando Valenzuela Magaña




martes, 28 de enero de 2025

Caballos (II)

 Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 27 de enero de 2025.


CABALLOS (II)

A los caballos que vimos hace dos meses me gustaría añadir dos o tres más. Comencemos con Hans, apodado “el listo”, que tan famoso fuera a principios del siglo pasado. Es cierto que podría preguntarle al chat GPT sobre este équido que conocí hace muchos años a través de un documental, pero sus respuestas me resultan frías. Por eso me gusta más acudir a otro recurso, también facilitado por internet, que es la hemeroteca. Leer la prensa de otra época es respirar su atmósfera. Uno se siente en pantuflas sentado cómodamente en un sillón junto a la chimenea y pasando las páginas de un periódico al que se encuentra suscrito, mientras de detrás de la ventana llega, amortiguado, el sonido de la calle: el ladrido de un perro, las voces del lechero, los juegos de unos niños.

El caballo Hans había sido enseñado por su dueño, el barón von Osten, que además de barón era maestro, a leer y a hacer operaciones matemáticas. Uno podía encontrarse en el humilde lugar en que hacía sus exhibiciones a embajadores, oficiales del ejército alemán uniformados, señoras de la nobleza del imperio o científicos. Situémonos allí entre ellos. El animal expresa los números golpeando el suelo con una de las manos tantas veces como unidades quiera indicar. Una inclinación de la cabeza a la derecha es , y a la izquierda no. Veamos qué pasa. A la pregunta del barón “¿Cuál es el día del cumpleaños del Kaiser?”, Hans responde con 27 golpes. A la pregunta “¿De qué mes?”, con uno. Dado que se trata del 27 de enero, es recompensado con zanahorias. “¿Cuánto hay que añadir a veintitrés para llegar a veintisiete?”, continúa el barón, y el caballo da cuatro golpes sin dudar. La polémica sobre si se trataba o no de un fraude llevó a nombrar una comisión integrada entre otros por el director del circo imperial, el inspector de escuelas o el director del Jardín Zoológico de Berlín, que pareció dar la razón al barón. Posteriormente hubo otra evaluación a cargo del profesor Stumpf. Este se dio cuenta de que el caballo se equivocaba si se le colocaban cubre-ojos de manera que no pudiese ver a las personas presentes. La conclusión fue que el animal observaba los ligeros e inconscientes movimientos del cuerpo de quien le preguntaba y los interpretaba como signos. El motivo último eran las zanahorias y nabos que constituían la recompensa. Puro condicionamiento operante, diría un psicólogo. Pero ¿no deja de ser maravillosa la capacidad de observación de Hans?

Cambiemos de caballo y de fuentes. De la prensa de hace un siglo pasemos a dos textos clásicos. En el libro II de la Eneida, Virgilio nos cuenta la historia del caballo de Troya, artilugio a través del que varios soldados griegos consiguieron introducirse en la ciudad fortificada y abrir luego sus puertas a los camaradas, provocando la caída de Troya. Pero fijémonos en el griego traidor que mediante un ardid ha engañado a los troyanos, quienes lo acogen permitiendo que luego facilite la salida de los escondidos en el interior del ingenio. Su nombre es Sinón. Acabo de encontrármelo en el Infierno de Dante, en el VIII Círculo, en el apartado de los falsarios y dentro de él en el de los embusteros. Precisamente es Virgilio el guía de Dante en este lugar alucinante que tan bien refleja una película de 1911 accesible en internet. En el mismo canto (el XXX) en que se halla Sinón, aparece un florentino que está en otra sección de los falsarios: la de los suplantadores de personas (en el infierno, locos furiosos, de acuerdo con una cierta relación entre pecado y castigo). Este hombre se puso de acuerdo con el sobrino de Buoso Donati para hacerse pasar por el tío moribundo y otorgar así testamento a favor del sobrino y de sí mismo. ¿Por qué lo traigo a colación? Porque el motivo último de tal engaño era… hacerse con una bellísima yegua.

         

Juan Fernando Valenzuela Magaña