Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 6 de junio de 2022.
ANÉCDOTAS
La anécdota, decía Voltaire, es lo que
se espiga cuando se ha cosechado ya. Situada al margen de la Historia, tirada
en la cuneta de las interpretaciones de acontecimientos y épocas, siempre ha
gustado y se ha recurrido a ella. Su utilización ha sido diversa. A veces
entretiene, a veces ilustra y a veces incluso simboliza el espíritu de un
hombre, de una escuela o de un tiempo.
Cualquiera de nuestros pueblos tiene un
repertorio de anécdotas orales que se comparten en tertulias amistosas y que
salpimentan su intrahistoria. De hecho, el adjetivo que nos viene
espontáneamente al hablar de ellas es “sabrosa”: “sabrosa anécdota”. Todos
conocemos gente que las cuenta muy bien, grandes narradores a los que
escuchamos con deleite relatar la misma historia una y otra vez, como el niño
que pide que vuelva a leérsele el mismo cuento.
Otras anécdotas, aunque puede que
tengan un origen oral, han acabado escritas en las múltiples antologías que hay
sobre ellas, bien generales, bien particulares (anécdotas históricas, de
filósofos, de equipos de fútbol, de taxistas, de la política, de azafatas, de
médicos, de publicidad).
Un grupo que siempre me ha llamado la
atención lo constituyen las que tienen relación con la docencia de una
determinada disciplina. Son anécdotas para iniciados, las conocen los
estudiantes de ese campo, y tienen algo o mucho de leyenda. Una vez la cuentan
como ocurrida en Granada y otra vez pasó en Madrid. Algunas de ellas, no
obstante, son tan populares que han saltado las bardas de su materia y son conocidas
de todos. Por ejemplo, en el ámbito de la filosofía se habla de un examen que
consistía en una única pregunta: “¿Por qué?” Los alumnos quedaron
desconcertados. Cada uno intentó salvarse como pudo. Alguno rellenaría folios y
folios con todo lo que sabía de la materia. El día en que el profesor dio las
notas, un alumno había sacado un diez. Solo había escrito cuatro palabras: “¿Y
por qué no?”
Aunque uno no haya hecho periodismo, puede que
sepa que en sus facultades, del mismo modo que se enseña que el hecho de que un
perro muerda a un hombre no es noticia, pero sí lo es que un hombre muerda a un
perro, se cuenta también la historia del arzobispo de Canterbury al llegar a
Nueva York. Este señor, primado de la Iglesia anglicana, declaró que venía a
estrechar vínculos entre la Iglesia de Inglaterra y las confesiones evangélicas
de América. En el turno de preguntas, un periodista le dijo que qué opinaba de
los prostíbulos que había en Manhattan (que eran muchos). El arzobispo
contestó: “¿Hay prostíbulos en Manhattan?” Al día siguiente, un periódico
publicaba: “Primera pregunta del Arzobispo de Canterbury al llegar a Nueva
York: ¿Hay prostíbulos en Manhattan?”
Dependiendo de dónde las encuentre uno,
las anécdotas tienen más o menos credibilidad. A mí me gusta encontrármelas, no
en antologías (salvo que lo sean de las que uno ha vivido), sino en textos en
los que aparecen a cuento de lo que se dice. En un libro de Rosen sobre música
leí la siguiente. El pianista Paderewski dijo una vez: “Cuando no practico un
día, se dan cuenta mis dedos; cuando no practico dos días, se dan cuenta mis
amigos; cuando no practico tres días, se da cuenta el mundo entero.” Otro
pianista, Godowsky, añadió: “Y cuando no practica cuatro días, se dan cuenta
los críticos.”
En La
caída de París, Lottman cuenta que en la sede del periódico Paris-Soir, y ante la violación en mayo
del 40 por parte de los ejércitos alemanes de las fronteras de Holanda, Bélgica
y Luxemburgo (tres vecinos neutrales de Francia), un especialista en temas
militares comentó: “Ya está. Hitler ha cometido su error.” A lo que el
dramaturgo Henry Bernstein, que andaba por allí, replicó: “Tres errores como
ese y lo tenemos en París”.
Muchas anécdotas, como vemos, tienen
que ver con la improvisación ingeniosa, un asunto que ya hemos tratado en este
espacio. Y como el próximo artículo será ya en verano, donde no conviene elegir
un tema de espesa cavilación, continuaremos con el de estas historietas siempre
divertidas pero no siempre superficiales.
Juan Fernando Valenzuela Magaña
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